Cinexcusas
- Luis Tovar | @luistovars - Sunday, 29 Aug 2021 08:00



Dirigido por el bonaerense Sebastián Schindel, coescrito por él mismo y Pablo del Teso, cinefotografiado por Julián Apezteguía, musicalizado por Sebastián Escofet, coproducido por un grupo de empresas privadas en colaboración con el INCAA –equivalente al mexicano Imcine– y distribuido por Netflix, el largometraje de ficción Crímenes de familia (Argentina, 2020) es un estupendo ejemplo de que las plataformas de servicio streaming no están limitadas, ni mucho menos obligadas, a colmar de miasma su oferta fílmica y pueden, como es el caso, incluir una producción que bien puede considerarse a caballo entre un cine del llamado “comercial” o de mero entretenimiento, y aquel otro que se siente llamado a rebasar una cota así de elemental y busca, en virtud de su temática y el tratamiento que le da, generar al menos un poco de reflexión.
Injusticias del sistema de justicia
En su relato Schindel recurre, a partes iguales, a la fragmentación del tiempo diegético para dosificar la información –uno de los recursos narrativos más usuales en la confección de un thriller– y, en tanto la trama depende significativamente del desarrollo de procesos judiciales, a ese otro recurso indispensable del subgénero conocido de manera popular como “cine de juzgados”, es decir a las audiencias que se llevan a cabo en juicios orales. La yuxtaposición de dos diferentes enjuiciamientos, uno contra el hijo de una pareja madura y económicamente acomodada, a quien se acusa de violencia intrafamiliar y violación, el otro contra la trabajadora doméstica de esa misma pareja, acusada de homicidio calificado, se hilvana con el desarrollo pausado de las causas y el contexto que ha llevado a los protagonistas a dicho estado de las cosas.
Centrada de manera fundamental en el personaje de Alicia –estupenda, Cecilia Roth–, es decir la mujer madura de alta posición económica, la trama consistente en el desenhebrado de la presunta culpabilidad de los indiciados poco a poco va dando paso al verdadero quid: quién sí y quién no tiene acceso a la justicia, en función de sus posibilidades económicas, sus conocidos, influencias y palancas pero, sobre todo, en función de su origen social: por un lado está Daniel (Benjamín Amadeo), el hijo de la pareja pudiente, quien a sus casi treinta años no ha sido capaz de dejar atrás la minoría de edad psicológica ni material y sigue aprovechándose del tantas veces enceguecido amor de madre; por el otro está Gladys –una sobresaliente Yanina Ávila–, la empleada doméstica para quien la vida entera ha sido una sucesión de vejaciones, utilizaciones y humillaciones, que la han reducido emocionalmente a su mínima expresión y, desde la perspectiva de casi todos los otros, han hecho de ella una permanente receptora pasiva de los actos ajenos, ya sea en calidad de víctima o de damnificada.
Sorprende y es bienvenida, por inusual en filmes de esta naturaleza, la sobriedad con que son empleados ciertos recursos formales: la cinefotografía se limita espléndidamente a ser eficiente, sin pirotecnias icónicas ni engolosinamientos –lo cual destaca en la inclusión de un leitmotiv visual revelador–, mientras la sonorización extradiegética evitó felizmente esa tara despreciable que consiste en emplastar motivos musicales dizque ad hoc a cada rato, para cada situación y hasta el hartazgo. Algo similar puede decirse de los diálogos que, a diferencia de películas concebidas con pericia evidentemente mucho menor, no cuentan de nuevo el cuento y verbalizan sólo aquello que debe ser escuchado precisamente porque no es visto –que para eso está la imagen–, redondeando la narrativa y volviéndola capaz de llevar al espectador un par de pasos más allá de la trama misma, es decir, al fondo del asunto, resumible aquí en la ya citada oposición y diferencia socioeconómica, así como en la condición de vulnerabilidad femenina, en un caso agravada por antecedentes de la infancia y en otro por prejuicios de clase.