Comprar y desechar:la obsolescencia programada en la tecnología
- José Rivera Guadarrama - Sunday, 29 Aug 2021 07:41



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Por cuestiones naturales, todos los seres vivos necesitamos del consumo para nuestra subsistencia. Sin embargo, en este avanzado cambio de milenio, insertos en complejas comunidades políticas, con gustos y preferencias variadas, cambiantes, da la impresión de que esta actividad se ha convertido en la primordial función humana, pero más cercana al acaparamiento.
Para Jean Baudrillard, “el consumo es un sistema que asegura el orden de los signos y la integración del grupo”. Es decir, es una estructura de correlatividad. En ella, “el individuo consume para sí mismo, pero cuando consume, no lo hace solo, sino que entra en un sistema generalizado de intercambio y de producción de valores codificados, en el cual, a pesar de sí mismos, todos los consumidores están, de forma recíproca, implicados”.
De manera que las adquisiciones y el consumo son, en cada época, procesos de adaptación a nuevos tipos de conductas colectivas. A través de estos actos expresamos nuestros valores y creencias. Aunque, a pesar de ello, desde los primeros años de este siglo no hay signos alentadores que indiquen algún avance en nuestro bienestar pues, a estas alturas del milenio, nuestras adquisiciones compulsivas muestran, algunas veces, lo contrario. Estamos en una especie de voraz acaparamiento.
Buena parte de la sociedad contemporánea está segura de que la culpa de esta insatisfacción viene acentuada por cuestiones tecnológicas y por reglas de mercado, debido a que se acrecienta el hecho de que lo imperecedero, lo durable, ya no debe existir. Lo que ahora predomina es la obsolescencia programada, actividad que tiene como propósito fundamental diseñar productos con fechas concretas para que dejen de ser funcionales.
Si los fabricantes desean vender más, recurren a la aceleración del desgaste de los productos, a la promoción del consumo efímero y continuado o a la renovación anticipada de los insumos. Incluso, a la inducción a una adquisición desmesurada, ya que la progresiva ilusión en la presunta reducción de costos deriva en la sustitución inmediata y no en la reparación.
En este orden de ideas, es preferible la continua insatisfacción del consumidor. Para lograrlo es indispensable ponderar la noción de que las nuevas adquisiciones son mejores que la reutilización o el reciclaje. Para mantener esta constante labor en el imaginario de las multitudes, diversos especialistas han clasificado algunas características importantes al respecto. Se pueden agrupar o resumir en los siguientes tipos: obsolescencia funcional por defecto; obsolescencia por incompatibilidad; obsolescencia indirecta y obsolescencia por notificación.
Al no encontrar alternativa, los usuarios descartarán las exigencias de mejor calidad en los productos, de reclamar precios justificados, de recibir buenos servicios, de una mejor y mayor transparencia en los procesos de manufactura, incluido el respeto al medio ambiente y reducción en los niveles de contaminación. Para los fabricantes, lo más conveniente será decir que aquellos artículos se volvieron obsoletos, inactuales.
No hay mal (ni bien) que dure cien años
A decir verdad, es un error pensar en que esta actividad sólo se centra en esos productos. Va más allá, es más antigua de lo que pensamos o de lo que nos han hecho creer. La obsolescencia programada no es un invento humano, tampoco es del todo una perversa estrategia de consumo. Es, sobre todo y de manera fundamental, una cuestión que está dentro de la naturaleza. Así observada, la naturaleza tiene una finitud. Determinados frutos, plantas y animales no pueden superar los límites de su caducidad. Tampoco ningún ser humano puede vivir más de dos siglos. Es decir, estamos diseñados para desaparecer en cualquier momento. Somos precarios. El campo de afectación de este fenómeno también está involucrando ahora a la industria de los medicamentos y a los alimentos envasados, con las fechas de caducidad o de consumo preferente marcado en cada uno de ellos.
El punto de agravio, la verdadera afrenta de la obsolescencia programada es que está inserta en las dinámicas perversas de la producción en masa y de nuestra sociedad de consumo, que tiene claros fines de lucro. Fue notoria también en los primeros años de la industria automotriz, cuando Ford fabricó automóviles duraderos, al alcance de la mayoría. Sin embargo, una vez que todos tuvieran algún vehículo, el mercado y sus ganancias se detendrían. Esto ocasionó que las compañías competidoras comenzaran a crear automóviles con la intención de que fueran reemplazados cada tres años por modelos más nuevos, coloridos, sofisticados.
Remontándonos al posible origen de esta actividad, diversos estudios coinciden en que comenzó con la reunión del grupo de Phoebus, en Estados Unidos, cuando a principios del siglo XX un comité obligó a los fabricantes de bombillas a reducir la vida útil de estos productos. El objetivo era aumentar las ganancias. Por lo tanto, a partir de esos momentos, desecharían las de mayor durabilidad. Poco tiempo después, este modelo lo adoptó la industria automotriz. En la actualidad, sin duda, los dispositivos electrónicos también están insertos en esta dinámica de mercado.
El momento álgido de esta situación fue en 2003, cuando la multinacional Apple fue demandada por un usuario debido a que las baterías del iPod estaban fabricadas bajo el esquema de obsolescencia programada. Al reclamar el problema a la compañía, la única solución que tenía el comprador era la de adquirir un nuevo aparato. Más adelante, en 2013, hubo otra polémica, ya que a tres años de la salida al mercado del iPhone 3G, los clientes no podían instalar la aplicación de mensajería instantánea. La única forma de lograrlo era mediante la compra de la versión reciente de otro teléfono celular.
La durabilidad y la buena calidad son contrarias a los actuales modelos de producción. Si nuestros electrodomésticos, por ejemplo, estuvieran diseñados para durar toda la vida, no tendría caso seguir produciéndolos, puesto que la lógica del mercado de consumo es generar necesidades de compra. Para este sector, el objetivo es obtener mayores y continuas ganancias.
Homo consumens
El problema se acentúa, sobre todo, en la industria del software y de las tecnologías digitales, que a estas alturas del siglo XXI son de las más representativas y consumidas a nivel mundial. Podríamos decir que incluso son imprescindibles. En los hechos, estamos supeditados a las actualizaciones constantes de determinadas aplicaciones o funciones de esos aparatos. Es así que la obsolescencia genera pánico ante la adversidad.
Con estas dinámicas, estamos incorporando una clasificación más a nuestro tipo de sociedad, distinta y curiosa respecto a las previas. Hemos transitado del Homo faber, hombre con capacidad de producir, al Homo sapiens, hombre con capacidad de pensar; de ahí, al Homo ludens, hombre con capacidad de jugar. Como bien lo señala la filósofa Adela Cortina, es oportuno agregar a nuestro tiempo la de Homo consumens, esto es, “mujer y varón con capacidad de consumir”.
Con el consumo y destrucción de nuestro entorno natural, la mayor tragedia es el problema ecológico. Respecto de todo lo anterior, lo que debemos resaltar para mejorar es la problemática de la creciente contaminación y degradación de los recursos no renovables. Esta es una de las consecuencias más alarmantes y perjudiciales de la obsolescencia programada, ya que en ella está inserta la del agotamiento de materias primas y la consecuente acumulación de desechos o residuos tóxicos.
A partir de estas problemáticas, todas las propuestas deben ir enfocadas a concretar una conducta de la responsabilidad que tome en serio la construcción del todo social, ante el hecho de que es nuestro todo, y sólo en conjunto lograremos perfeccionarlo. Debemos, además, fomentar y mantenernos abiertos a la crítica y autocrítica permanente.
Para revertir la actitud conformista al respecto, Adela Cortina propone una especie de “pacto global sobre el consumo”, que involucraría a todos los países del planeta, o al menos a los de libre mercado, para establecer relevantes principios orientados al mejoramiento de una impartición y ejercicio de equidad colectiva.
Si bien es cierto que es complicado, por lo pronto, dejar de lado el lucro desmedido que se obtiene con estas perniciosas dinámicas, los planteamientos, en primera instancia, deben ir en conjunto entre industria y sociedad en general. A partir de esto se podría lograr un bienestar mediante propuestas y actividades encaminadas al fortalecimiento de nuestro entorno natural. El objetivo, por lo tanto, debe ser encontrar alternativas efectivas al acaparamiento, producción y consumo desmedido de productos de corta duración.