Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 05 Sep 2021 07:48 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
De nuevo, Grendel

 

Hace unos días la novela Grendel, de John Gardner, cumplió cincuenta años de haber sido publicada. La novela, como indica el título, trata de Grendel, el monstruo que inaugura la vida heroica de Beowulf, el protagonista del poema medieval del mismo nombre.

El poema tiene momentos muy emocionantes: Beowulf, un joven guerrero, ofrece ayuda a Hrotghar, rey danés aliado de su tío, para vencer a un monstruo, Grendel. Éste entra cada noche en el castillo y mata a los guerreros, aunque ellos lo esperen espada en mano. Grendel es descendiente de Caín y eso lo hace envidioso y homicida. Detesta la música y la poesía, detalle que me parece elocuentísimo. Es poderoso: ninguna puerta se le resiste, todas se abren de par en par bajo sus garras.

Cuando Beowulf llega a Dinamarca, el rey lo recibe con honores, pero duda que un joven pueda vencer al monstruo que martiriza a su país. Beowulf, cuyo nombre significa “el lobo guardián de las abejas”, insiste en luchar contra Grendel. Quizás intuye que su espada no bastará, que será necesario que recurra a la fuerza de sus manos, y así ocurre: en un combate cercano, Beowulf le arranca el brazo y el monstruo muere desangrado.

Todos celebran. Se les olvida que Grendel tenía madre. Y ella es peor. Furiosa por la muerte de su hijo, entra en el castillo y, en una escena llena de brío, se lleva a un consejero anciano. Beowulf la sigue, ambos se hunden en el lago donde la madre de Grendel tiene su madriguera y ahí, con ayuda de una espada mágica, el héroe la mata.

Comparado con la mayor parte de los héroes épicos, Beowulf es un hombre gentil. No mata a muchos hombres, sus batallas son con Grendel, la madre de éste, y ya cuando es un rey viejo, contra un dragón. Esta característica suya me fascina –o fascinaba, no sé, y por eso escribo estas líneas– y quise escribir un cuento para distinguirlo del Cid, de Rolando, de Aquiles, de tantos otros.

Me propuse leer muchas veces el poema, estudiar a Tolkien y a Borges, quienes lo amaban. Me dio por escucharlo en voz de Seamus Heaney, quien publicó su versión, preciosa, en el año 2000. Y en ésas estaba, encandilada con el héroe, cuando leí Grendel, la novela de Gardner y me estrellé de frente con una verdad artística que me hizo percibir a Beowulf como un tipo horrendo.

Me quedé, por lo menos una semana, hecha una mensa. Daba vueltas y vueltas por los Viveros de Coyoacán, ponderando el asunto y comiéndome las uñas. Grendel es el narrador en el libro de Gardner y es una maravilla: no soporta a los hombres, a los seres humanos, porque matan todo. Matan a los animales, matan a otros hombres, matan por diversión, por honor, una idea que le parece pueril y ridícula, matan porque sí. Y luego, convierten sus hechos en algo engañoso y bello, en poesía. Por eso, Grendel odia a los poetas, porque doran la píldora amarga de la pulsión homicida que anima la épica. Pero es un monstruo muy confundido porque ama el lenguaje.

Gardner, sagazmente, retrata a la madre de Grendel como un ser incapaz de hablar, de comprender el lenguaje humano. Con rasgos que lo emparentan con Calibán, el hijo se pregunta qué hacer con ese don que surge del mismo lugar de donde brota todo aquello que odia. Pero sabe insultar y lo hace con gracia.

Ahora que ando bien descarrilada con un libro, traté de volver sobre mis pasos y retomar mi cuento, pero el fantasma irónico de Gardner se interpuso en mi camino. A los quince años de la lectura de la novela, me doy cuenta de que me cambió para siempre.

Así como perdí a Beowulf, perdí antes a Aquiles (eso, sin que mediara nada), al Cid, a Ulises, a Arturo, a Lanzarote, a Tristán. Releo los poemas fundacionales de la tradición occidental y me duele comprobar que en todos hay loas a la violencia.

No dejaré de leerlos, pero creo que es hora de entenderlos desde otro lugar. Mi lugar será la selva donde Grendel acecha, asqueado por la sed de sangre de los hombres.

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