Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 19 Sep 2021 07:47 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Don Pedro

 

Pues nada. Llevo muchos años tratando, sin éxito, de convertirme en una persona serena. En una mujer de ésas que mantienen la distancia justa ante el correr del mundo: ni indiferente ante las malas noticias, ni exageradamente sentimental. Ni hiperracionalista, ni hiperemotiva (aunque puestos a escoger, prefiero que me guíe el cerebro a que me conduzca entre baches y saltos mi azorrillado ánimo). Anhelo para mí un sentido de la proporción justo y diáfano; quiero ser sensata. No lo logro.

Por más que leo a Montaigne o repito la oración de la serenidad, siento que con cada muerte de un conocido el mundo se vacía de las presencias que dan sentido a mi vida. Entonces me dan ganas de gritar en el camellón como una plañidera; de rasgarme las vestiduras; de echarme ceniza en la cabeza. Momentáneamente pierdo la razón: no me apacigua el saber que la muerte es lo único seguro, o que como dice la Celestina: “Nadie es tan joven que no se pueda morir mañana, o tan viejo que no pueda vivir un día más.” Me cuesta gobernarme, aunque, como todos, al cabo de las horas aprieto los dientes, me aguanto y sigo, con gastritis, jaquecas y pesadillas. ¿Qué más puedo hacer?

Soy mala para hablar de lo que de veras me duele. O lo convierto en ficción, o me esfuerzo por encontrarle el lado humorístico. Tengo un sentido del pudor exagerado, fomentado por ciertos rasgos de mi educación. En mi familia había muchos temas tabú: el sexo, claro, del que no se hablaba más que en forma de chistes; el dinero, la falta sobre todo; el dolor (aunque mi mamá, la única con derecho a expresarlo, tenía talante de cantante de ópera y lloraba si se le caía la salsa sobre el mantel); las adicciones (aunque hubiera pedazos de Ativán en cada alféizar, al lado de cada lavabo y en los burós); la enfermedad y los errores.

Los hijos quedamos, después de años de negar todo, un poco raros. No sabemos llorar bien. En estos años infernales esa deficiencia ha tomado la forma de un falso estoicismo cuya composición es, sospecho, ésta: sesenta por ciento susto: veinte por ciento dolor y veinte por ciento desconcierto. Nada de la inteligencia resignada que gravita sobre las reflexiones de los estoicos. Cero aceptación. Yo quiero a mis muertos con salud y conmigo. Felices.

Como se ve, no asunto.

Quiero hablar de la persona que se fue. No pretendo haberlo conocido a fondo, pero sí lo vi a diario durante años y mantuve con él una relación llena de afectuosa cordialidad. Era un hombre sonriente y modesto, dueño de la cocina económica que queda a unos metros de mi puerta. Siempre de buen humor, el oficio de “dar de comer” tenía, para él, una dignidad tan grande que no era necesario explicar mucho. El otro oficio que ejercía era el de campesino, al que volvió durante la pandemia. Cuando abrió de nuevo acá, nos alegramos porque por fin había de nuevo croquetas de papa con atún recién hechas y a la mano.

Quien haya freído un huevo en esta vida entenderá que cocinar, sobre todo en una cocina económica, es una labor durísima. A diario había dos sopas, arroz, croquetas y tortas de papa, chiles y los guisados. Una comida completa por menos de cien pesos. Agotador, pero don Pedro no perdía la disposición incansable.

Abría temprano y cerraba a las ocho. En las tardes, sentado en la mesa del fondo, acompañado de otro trabajador, limpiaba los frijoles mientras montañas de chiles rellenos se doraban en el comal para ser pelados y desvenados. En sus ratos libres, que eran pocos, estudiaba la Biblia.

Algo que lo hacía reír era comprobar que un letrero que mandó pintar en hebreo sobre la cortina metálica del negocio, les resultó tan apabullante a los graffiteros de la zona que jamás le pintaron nada encima. Ni siquiera durante la cuarentena cuando la cortina permaneció cerrada más de seis meses.

“¡Que suerte que no lo graffiteen!,” le dije un día. “El poder de Dios, señora”, me contestó, riéndose.

La verdad, no me hago a la idea de no volver a verlo.

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