Charles Baudelaire: dos siglos del poeta indescifrable

- Enrique Héctor González - Sunday, 10 Oct 2021 07:48 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Los doscientos años de su natalicio motivan este breve y lúcido ensayo sobre Charles Baudelaire (1821-1867), uno de los poetas llamados “malditos” que, después del romanticismo francés, abrieron el camino para la poesía moderna occidental. Controvertida pero al cabo necesaria y fecunda, él mismo definió su obra como “un mísero diccionario de la melancolía y del crimen”.

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I

En abril de 2021, el poeta francés Charles Pierre Baudelaire habría cumplido doscientos años. Ni el japonés que presumen las estadísticas actuales como el hombre más longevo, ni siquiera el viejo militar inglés Thomas Parr, cuya edad mítica se calcula en 152 años y gracias al cual un whisky de decreciente calidad lleva su nombre, podrán alcanzar los dos siglos en que la vigencia del autor de Las flores del mal se ha mantenido intacta. Ni siquiera su fama de poeta maldito, de Dante decadente (según Barbey d’Aurevilly, ese escritor contemporáneo suyo que pergeñó los más acabados cuentos crueles de que se tenga memoria), ha muerto con él, aunque resulte algo inexacta y determine, lamentablemente, una línea de aproximación a su poesía que soslaya su verdadera riqueza, que es el espíritu de innovación, el influjo de libertad creativa que todavía permite advertir que el género, por lo menos en la tradición occidental, evidencia dos etapas perfectamente reconocibles: la poesía antes y después de Baudelaire, el poeta que abrió un rumbo distinto a la creación lírica.

En dos siglos ha corrido mucha tinta acerca de la obra y, sobre todo, la figura de Baudelaire, lecturas que se superponen o contradicen eficazmente, que matizan o martirizan una obra de por sí abierta a interpretaciones de toda índole, sustentada como está en la que quizá sea su nota preponderante: el ánimo de provocación, esa vieja estrategia inherente a todo ejercicio artístico que merezca un lugar en nuestra memoria. Si se ha hablado de “desgarramiento” como la palabra clave en los poemas de Baudelaire, tal rompimiento se ha enfocado, preferentemente, en términos religiosos, lo divino y lo satánico, cuando en realidad es la segunda fuerza la que marca la pauta en la espinosa espiritualidad de la literatura de quien tenía bastante claro que era más fácil creer en Dios que en el Diablo, pero más difícil amar a aquél que a éste.

II

En 1857 tanto Madame Bovary, la emblemática novela de Flaubert, como Las flores del mal, fueron sometidas a proceso jurídico. Ambos libros ya se habían asomado parcialmente al conocimiento público en los años previos, a partir de su aparición gradual en revistas y periódicos. Quizá sólo se trataba de construir (para luego destruirla) una figura, la del escritor marginal y deleznable, frente al intelectual orgánico y aceptado que era Victor Hugo: la necesidad de empañar los méritos poéticos, poco evidentes para la mayoría, descalificando la actitud, los desplantes, los excesos del poeta.

El problema con Baudelaire, que ya antes fue el de Sade y más tarde será el de Rimbaud y Kafka, es que en vez de leer sus textos lo leemos a él. A él, con toda la carga que el mito conlleva. Por ejemplo, su infancia desolada, cuando la joven viuda que fue su madre (el padre, viejo, murió pronto) se casa en segundas nupcias con un militar joven y ambos le procuran al futuro poeta una educación aburguesada muy de la época. Su mal llevado viaje a India, forzado por esa conocida angustia parental de librar al hijo de sí mismo mediante un exilio distractor (¡pero si uno siempre cargará con su sombra!, ¿o dónde hay que dejarla colgada?) cuando tal vez sólo quieren, en el fondo, desaparecerlo, llega nada más a la isla de Mauricio, pues Baudelaire lleva la fiesta por dentro, además de la angustia y la voluntad de execrarlo todo: la queda búsqueda o celosa celeridad de suscitar el fracaso de cualquier empresa, sobre todo si es personal.

Baudelaire dilapidó en su juventud una buena fortuna hasta que los padres intervinieron, pero sus extravagancias, pintarse el pelo de verde, por ejemplo, pueden ahora ser vistas como lo que son: desplantes, alardes, inocentes atributos de un espíritu educado en el desafío. Más valioso y radical es su descubrimiento del spleen, esa palabra inglesa que designa el tedio; más vital que su dandismo es el reconocimiento de su asfixia, pues “cuando lo trascendente se presenta como algo tan remoto que nunca se va a alcanzar, predominan las imágenes opresivas que materializan la idea de la prisión, todo lo que encierra, puertas, tumbas, cielo plomizo que pesa sobre la cabeza y la conciencia”. Como remedios (o paliativos, para ser más precisos) de este fastidio vital, sólo descuellan el viaje y la muerte.

III

La poesía muestra, no enseña; suscita y convoca un estado de ánimo o de gracia que prescinde de lecciones o arrobos programados. No trata de defenestrarnos desde las alturas de un saber particular, sino de vislumbrar la marea imaginaria del instante. Es música, y la música, cuando es verdaderamente música, lo que hace es detener el tiempo: no eres tú el que escucha, es ella la que te escucha a ti. En el caso significativo de Baudelaire, este viaje vertiginoso y al mismo tiempo estático va signado por una idea a la que siempre fue fiel: “La irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa o el estupor son elementos esenciales y característicos de la belleza.” Basta de cantar evidencias, encontremos corresponsabilidades, parecería decir el poeta en cada poema; complicidades, correspondencias donde se asome la naturaleza íntima de la vida, que es siempre más desastrosa y desordenada, menos apacible de lo que queremos reconocer. Las flores del mal, lo anota la crítica, “no es un libro inocente, pero tampoco un libro gratuito: cuestiona constantemente lo más doloroso y lo menos presentable de la condición humana”. Acaso, como en Sade, de lo que se trata es de recrearse en lo infecto para evidenciar y desaconsejar su procuración, según quieren algunos, o más bien para que advirtamos su cercanía, la valoremos, la integremos sin falsos pudores. Si en una primera instancia podemos aceptar sus palabras (“describo el mal y el pecado porque están aquí y me molestan y no encuentro otra manera de quitármelos de encima, de expulsarlos de mí, que el producirlos cuantas veces sean necesarias”), la obra complementa sus intenciones confundiendo propósito y resultado, como debe ser, como ocurre casi siempre en la obra marcada por la genialidad. ¿O acaso el Quijote sólo parodia y se burla de las caballerías sin que sospechemos a cada página que en su execración hay una gozosa inmersión en la materia?

En una primera dedicatoria, un tanto más larga, de su libro central –que después sustituyó por la vigente, al “poeta impecable” Théophile Gautier–, Baudelaire subraya que el blasfemo no hace sino “reafirmar la religión”. Asimismo, confiesa lo descarriado que va el título del libro, en la medida en que “en las etéreas regiones de la verdadera poesía no existe el mal y tampoco el bien”. Aprovecha, además, para definir su obra como “un mísero diccionario de la melancolía y del crimen”. En todo caso, en el poeta se cumple la sentencia que un siglo más tarde esbozará Cioran con su habitual y despiadada precisión: “un libro es un suicidio aplazado”. En efecto, el poeta francés, el poeta maldito por excelencia, fue un suicida frustrado que dejó al respecto una carta de intenciones (no cumplidas): “Me mato porque soy inútil a los demás y peligroso para mí mismo.” Muere, en realidad (luego de una mudez de año y medio provocada por un violento ataque de hemiplejía), de sífilis crónica.

Para Baudelaire lo natural es el mal, ya que se realiza sin esfuerzo. Pero este mal no es el Mal, el que verdaderamente le interesa, el exquisito y satánico, el que “exige creatividad”. Ama la ciudad, odia la naturaleza tan devotamente sobrevalorada por el romanticismo. El spleen, el tedium vitae, el bazo (etimológicamente hablando), la depresión, son el clima emocional de sus poemas, donde la exaltación es una máscara, la enfermedad manifiesta del ocioso sensible y lúcido. Como lo dice en uno de los poemas así intitulados, “Spleen”, estamos hablando de una “melancólica falta de curiosidad”.

La suya es una poesía menos sentimental que psíquica, profundamente contradictoria como corresponde a la incoherencia de un mundo moribundo y al mismo tiempo dócil a las sensaciones vitales, el sentido del olfato, por ejemplo, tan esencial en Proust como en Baudelaire, quizá porque, lo escribió Walter Benjamin, “un aroma adormece la conciencia del paso del tiempo”. Estamos, además, frente a una poesía total, incluyente, en donde la ruina, la enfermedad, la muerte, el horror, el crimen, la marginación, la miseria y la insignificancia se manifiestan en su amplitud, lo mismo que el amor a la amante prostituta, Jeanne Duval. Su oscura claridad, como la de la Malabaresa, la judía bizca y otras mujeres del libro, no sólo refuerza su obsesión por las mujeres de piel oscura sino que, asimismo, sirve de contraste a la naturaleza solar del paraíso dantesco, que Baudelaire hace convivir con las más rotundas imágenes del infierno del poeta florentino, muerto exactamente cinco siglos antes del nacimiento del escritor francés.

Así, Dante y su riqueza simbólica, Dante y sus peculiares combinaciones vocálicas, Dante y su fijeza en el pecado, se revelan en las teorías musicales y sinestésicas que acuña Baudelaire en algunos poemas. Este lujo de correspondencias desusadas, tan señalado en el soneto del mismo nombre, se manifiesta mejor en otro poema, “Los faros”, donde a Rubens corresponde Venus, el color rojo, la nota Mi y la vocal i; a Leonardo da Vinci la luna, el blanco, la e muda y la nota Re; a Rembrandt Saturno, el amarillo, Fa y la vocal u; Miguel Ángel es el sol, el azul, la nota Si y el diptongo oi; Goya es la Tierra, negra, con las nasales in y en; y Delacroix es Marte, el color naranja, la nota Sol y la nasal an.

Porque “la música horada el cielo”, a decir del mismo Baudelaire, y la conectividad que modula y armoniza es más efectiva que la de la señal de internet más diligente y poderosa, se impone naturalmente, a doscientos años del nacimiento del poeta, la lectura y relectura necesariamente musical de este autor rotundo, paradójico, inabarcable, para quien los gatos no sólo eran vampiros apacibles sino asimismo el enigma central de un mundo naturalmente indescifrable.

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