Ingeborg Bachmann: consumirse en la escritura

- Eve Gil - Sunday, 31 Oct 2021 07:34 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En este ensayo sobre la escritora austríaca, Ingeborg Bachmann (1926-1973), autora de los relatos 'Ansia', 'El caso Franza' y 'Réquiem por Fanny Goldmann', se tratan con acierto los elementos –ideas, estilo y estructura narrativa– contenidos en su novela 'Malina', obra controvertida, pero sin duda con un alto valor literario y, acaso, testimonial, pues tiene rasgos autobiográficos.

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Cuando sus entrevistadores sugieren que Malina, su única novela, es autobiográfica, Ingeborg Bachmann sólo acepta que la parte autobiográfica se asienta en los espantosos sueños de la narradora. El protagonista de dichas pesadillas es su padre, al que acusa de haberla seducido. Pero las palabras no acuden a su boca y la madre barre presurosa la suciedad de la casa junto con la acusación silente de la hija. Resulta difícil de creer que dicha novela haya sido escrita por una prestigiada poeta, autora de dos magníficos libros de poesía –galardonado el primero de ellos, El retraso consentido (1953), por el renombrado círculo Gruppe 47, e Invocación a la Osa Mayor, el más conocido en nuestro idioma–, que renuncia radicalmente a la poesía. No era indispensable repudiar un género para consagrarse a otro, “…pero ya sabía que se había acabado”. Se niega rotundamente a hablar en términos de renuncia o resignación, mucho menos de mudanza. Su desconcertante Malina, a la que califica como “un único libro largo”, poco se parece a una novela pero menos a un poema. Cansada acaso de la perfección formal de su poesía, quema sus naves y se queda del otro lado del canon.

Nacida en Klagenfurt (Carintia), el 25 de junio de 1926, Ingeborg Bachmann habría de caracterizarse por una escritura radical que la pinta, a pesar de sí misma, como un ser a la deriva. De ahí que reelaborara un discurso para representarse ante el mundo “de los otros” y ser diferenciada de su espacio temporal que fue el llamado Grupo 47, entre quienes destacan Paul Celan, Heinrich Böll, Günther Grass e Ilse Aichinger. Bachmann no consigue identificarse con lo que llama “sentimiento austríaco”. Ella es un maravilloso ejemplo de que el idioma en que se escribe es fruto del azar y no necesariamente ubica geográfica o temporalmente a un autor.

El empleo más significativo para la joven Bachmann fue en la radiodifusora Rot-Weiss-Rot, de las fuerzas de ocupación estadunidense, donde se desempeñó como locutora y libretista, y le aportó enorme éxito y acceso a sus grandes contemporáneos que terminarían siendo sus entrañables amigos, como Henrich Böll. Ya entonces, a través de sus dos primeras obras radiofónicas, se perfilaban los que serían sus temas: la narrativa de los sueños, con un afán interpretativo de trasfondo político más que psicológico; la problemática relación hombre/mujer, que Ingeborg consideraría el principio del fascismo, y la reflexión un tanto pesimista sobre el papel de la mujer en el mundo: “podríamos decir que toda la postura del hombre frente a la mujer es enfermiza […] De las mujeres podría decirse a lo sumo que están más o menos marcadas por el contagio del que son víctimas, por una simpatía con el sufrimiento”. En 1953 se mudaría a Roma donde escribiría lo más sobresaliente de su producción narrativa, empezando por Malina. Entre 1958 y 1963 viviría una relación amorosa con el escritor suizo Max Frisch (1911-1991), con quien cohabitaría también en Frankfurt y al que la une una profunda afinidad en cuanto al cuestionamiento que este realiza contra la burguesía suiza.

Ser autora en lengua alemana no era fácil, no para enorgullecerse siendo la lengua de los dioses tirados de su pedestal, de ahí la urgencia del llamado Gruppe 45 por desmanchar su vehículo de expresión, e Ingeborg fue la que más lejos llegó en ese afán por reivindicar la literatura germana al especializarse en germanística. No obstante lo anterior, la joven acudió a matricularse en la Universidad de Viena sin haberse decidido entre Derecho y Filosofía y optó por asistir simultáneamente a ambas facultades. Ese mismo verano realizó sus prácticas en un tribunal del distrito, aunque terminaría doctorándose como filósofa con una controvertida tesis contra Heidegger. Su mayor influencia, tanto en esta área como en el ejercicio narrativo, donde la veta filosófica está más que clara, es Ludwig Wittgenstein, cuyos escritos se reeditaron gracias a los esfuerzos de la propia Ingeborg. Del citado filósofo lo que más la deslumbra es su cuestionamiento al lenguaje que ella misma pondría incesantemente en práctica, diciendo junto con él: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. No extrañe entonces que sus relatos representen mundos subordinados no a los sueños. Esto y su hondura filosófica es lo que vincula a Malina con los relatos reunidos en Ansia y los relatos largos El caso Franza Réquiem por Fanny Goldmann, presentadas como “novela inacabada”, la primera, y “borradores de novela”, la segunda. Cada circunstancia, cada acción es contemplada y desarrollada desde una perspectiva enteramente filosófica, como en Malina el mero acto de polvearse la nariz o delinearse los ojos: “el gesto de sumergir la borla en una polvera o de hacer un trazo pensativo con el lápiz para delinear constituyen la única realidad. Surge así una composición, hay que crear una mujer para un vestido de casa”.

La narradora de Malina se mueve entre dos mundos en apariencia incompatibles que logra conciliar: el de una mujer que no se atreve a salir sin maquillarse ni peinarse a la calle, y colma los ceniceros de colillas retorcidas, y una poeta que necesita darle un sentido existencial y literario a este caos. Puede uno vislumbrar a la mujer rubia desmoronándose en palabras, mesándose los cabellos entre un teclazo y otro (la pelirroja Isabelle Huppert, aureolada en humo, dirigida por Werner Schroeter) entre un cigarrillo y otro: la escritura, desmembrada de metáforas y envuelta, no obstante, en símbolos y más símbolos que constituyen atmósferas oníricas más que poéticas. Más próxima a Freud que a Rilke, Malina, hubiera representado un banquete de cardenal para el padre del psicoanálisis, “sólo oigo, con mayor intensidad, una voz que acompaña las imágenes y dice: incesto. Es inconfundible, y sé a qué se refiere”, dice el yo a “Malina” al que suponemos tercero en discordia en la relación entre la narradora e Iván pero resulta ser su alter ego, su doble masculino. Iván, el amante por quien la narradora invierte tiempo en pintarse las uñas, cocinar, hacer de niñera de sus dos hijos y practicar ajedrez, parece despreciar a Malina, lo que resultaría obvio en tanto Malina se nos presenta como el “rival” de Iván. Pero la cosa da un brusco viraje cuando caemos en cuenta de que Malina vive en la narradora, es decir, es esa parte masculina a la que Virginia Woolf refiere en Un cuarto propio. La crítica feminista ha cuestionado a la narradora de Malina su buena disposición para desempeñar el papel tradicional de la mujer, acaso porque no ha captado la voluntad de ironización en torno a la relación hombre/mujer y de los estereotípicos de género, esperables en todo texto con intencionalidad feminista, aunque Ingeborg, como las mujeres de su tiempo, todavía se lo pensaba dos veces para proclamarse “feminista”.

No es casual que Malina, denominado por su autora una autobiografía espiritual y psíquica, lleve como título el nombre de su yo masculino. Pareciera tratarse de una mujer más bien tímida, ensimismada y nerviosa, con un tortuoso mundo interior y una desubicación proyectada en la desigual estructura de la novela. La narradora siempre quiere agradar. No al lector, nunca al lector, su escritura es íntima, solipsista, sino a quienes la rodean: primero a Iván… a los hijos de Iván… pero antes se ha desvivido por agradar al padre que la tortura en pesadillas. Al único que no pretende agradar, además del lector, es a Malina, su yo masculino que representa la razón, el intelecto, el jugador de ajedrez. La narrativa de esta relación transcurre paralela a la recreación de una ciudad, Viena, por la que el “yo” experimenta una ambigua emoción amor/odio tan intensa, que orilla a la narradora a mudarse a Roma, desde donde le será posible contemplar su ciudad a la distancia, sin que la ciegue la pasión. En Malina reconocerá, sin embargo, que no se trata de una ciudad en particular (Viena representa una infancia desdichada… el recuerdo no del primer beso sino de la primera bofetada: el chico del que Ingeborg se enamoró en la adolescencia correspondió a su rendición con un golpe en el rostro); sino de un estado de ánimo que abarca la narración total. La ciudad que tan meticulosamente recrea, con sus cafés, sus calles y callejuelas y sus ríos, fluctúa dependiendo del estado reflexivo y/o anímico de la narradora… puede ser hermosa, incluso mágica. También decadente y terrorífica. Viena y Carintia, ciudad donde según la leyenda San Jorge mató al dragón, son los escenarios omnipresentes en las evocaciones de Ingeborg Bachmann, quien, paradójicamente, nunca escribió sobre Roma, sede de su contento. Carintia es el escenario de la niña que descubrió la escritura a los diez años, aunque su interés de origen fue la composición musical, en especial la ópera –Ingeborg llegaría a escribir libretos para la ópera El joven lord, de Henz Werner Henze–, lo que explicaría la enorme semejanza estructural entre Ingeborg y su más notable relevo, la Nobel de Literatura, Elfriede Jelinek, con quien comparte también la profunda desazón del sentimiento austríaco, aunque Ingeborg lo manifiesta a través de la melancolía y una ironía nacida más de una sensación de haber sido traicionada que del resentimiento.

Algunos pasajes de su narrativa, especialmente de Malina, resultan sencillamente aterradores porque se adelantan a la condición en que moriría, “Mis cartas inflamadas, mis invocaciones inflamadas, mis deseos inflamados, todo ese fuego que he llevado al papel con mis mano quemada… temo que todo pueda convertirse en un trozo de papel carbonizado.” En el relato “La caravana y la resurrección”, incluido en Ansia y otros cuentos, se lee: “Sólo en el lugar en el que el niño empezó a arder hay una llama pequeña, en medio de la oscuridad inmensa que ha absorbido la luz crepuscular”. La cualidad rugiente y devoradora del fuego la intriga y fascina, del mismo modo que a Virginia Woolf intrigaba y obsesionaba el agua.

Ingeborg Bachamann murió el 17 de octubre de 1973, durante un incendio en un cuarto de hospital en Roma, donde convalecía de una depresión nerviosa. Todo indica que sucumbió al efecto de algún sedante con un cigarrillo prendido entre los labios. La idea del suicidio es un tanto descabellada. Quizá sea preferible morir calcinado que vivir perpetuamente en llamas.

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