Las rayas de la cebra
- Verónica Murguía - Tuesday, 14 Dec 2021 20:01



Hoy que escribo estas líneas, Ciudad de México se prepara para una celebración multitudinaria (porque claro que habrá gente, por convicción, curiosidad o manita de puerco) alrededor de la figura del presidente. Que se proponga una fiesta, en este preciso momento, me desconcierta e irrita. No encuentro motivos para celebrar. Menos aún con la inminencia de la llegada de la variante Ómicron al país. Sumémosle la granada arrojada en Guaymas a las feministas; los coches bomba en Hidalgo: las decenas de muertos zacatecanos y michoacanos que engrosan las estadísticas de homicidios dolosos; el desabasto de medicamentos y el desafío de las clases presenciales, que me temo, plantearán retos cuyas dimensiones no son calculables ahora.
Pero el presidente suena más convencido que nunca de que todo va bien. Y las encuestas lo apoyan. Según éstas, la mayoría de los mexicanos aprueban su desempeño y, como él, perciben que todo va sobre ruedas. Al leer esas notas, me sentí una aguafiestas.
Yo imagino el vehículo que transita sobre las ruedas mencionadas como una carroza decimonónica que tiene la forma del país. Las ruedas traseras van en la punta de Baja California Sur, las de adelante a la mitad de Oaxaca. Los faros están en Quintana Roo y el asiento del piloto en, claro, Tabasco. Este vehículo podría llevar muchas cosas buenas, pero de lo que va más cargado es de muerte. Eso opaca cualquier celebración.
Va rápido porque, dicen, es un bólido bien calibrado, impulsado por chorrales de petróleo y popularidad. Yo afirmo que va destapado porque se le chisparon las balatas, como diría el señor Argueta, un mecánico muy visionudo que conocí hace mil años.
Ay de quienes no somos felices en esta ruta en la que vamos todos, de los que queremos un cambio de vías. Los que no podemos estar llenos de alegría y esperanza. Subrayo el “podemos”. No es cuestión de voluntad, sino de apreciación. No puedo, ni quiero, desmontar mi espíritu crítico, aunque por eso me digan que merezco viajar en el cabús.
En mi experiencia, limitada pero no por ello menos amarga, aquellos que defienden el proyecto del presidente se sienten en la obligación de amonestar, con mayúsculas si es por escrito o con lo dientes apretados si es en persona, a quienes no podemos ni dormir. Eso añade al ambientazo que reina en los vagones.
Las familias pelean, la gente se insulta por internet, las amistades desaparecen y la violencia, que para mí es lo más grave, crece y nos daña a todos.
Por eso que comencé a leer otras estadísticas. Por ejemplo: la DGCS de la UNAM publicó, el 3 de septiembre de este año, que tenemos el primer lugar de embarazo adolescente en América Latina. Esto, con perdón de los celebrantes, es un asunto gravísimo. Cada embarazo adolescente representa, en la mayoría de los casos, la interrupción de la vida escolar: el deterioro de, por lo menos, dos vidas: la de la jovencísima madre y la del bebé.
Somos el segundo país más peligroso para ser un ambientalista.
Caímos 23 lugares en el índice que mide la felicidad, que publica la ONU. Estábamos en el lugar 23 y caímos otros 23. Ahora estamos en el 46.
En el índice de corrupción, medido con instrumentos más precisos que el de felicidad, y publicado por el World Justice Project, hemos aumentado los índices de corrupción y sólo nos superan Uganda, Camerún, Cambodia y República del Congo.
Pero el dato que me dejó más ensombrecida es inapelable. Las estadísticas del INEGI informan, al que quiera saber, que de enero de 2020 a marzo de 2021, se suicidaron medio millón de mexicanos, en su mayoría jóvenes.
Ese número me basta. Algo va muy, muy mal, si tanta gente se ha sentido orillada a tomar esa decisión. Este dato tristísimo debería estar en la agenda presidencial, en los objetivos de todas las instituciones que puedan cambiar este número.
¿Cómo conciliar estos datos? Yo no sé. Pero la disparidad me apabulla.