El enfermo en su lecho

- José Filadelfo García - Friday, 17 Dec 2021 02:06 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La enfermedad abre un espacio de reflexión que oscila entre la resistencia y el abandono, y en el que el enfermo, literalmente, se juega la vida. Este artículo se asoma a ese espacio con lucidez y valentía, y así nos devuelve, en el otro extremo, la conciencia de la salud.

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al Dr. Enrique Chávez León

La enfermedad es la indeterminación en el mundo. Postrarse por ella es reposar con inquietud y dilatar, al interior de los ojos y hasta el desasosiego, las preguntas aún no contestadas –desde los días en que nos enteramos de que sabemos poco, hasta ahora en que estábamos más confiados o necios– y que cubren el cuerpo del enfermo con una indiferencia inmutable. El organismo no está solo, es la conciencia opacada por el dolor que indaga en lo que él ya sabe, y mientras éste progresa, avanza en su curso natural o sesgado por los artificios médicos, el futuro, sin embargo alguno, se extravía. Otros miran al enfermo con buenos deseos, pero el enfermo qué mira en su interior, durante el punto más álgido de la inestabilidad orgánica, sino un tiempo que marcha tan lento que la luz del día y la noche carecen de importancia; un paso del tiempo atroz que devora la paciencia y en el que la agonía, ensoñada o irremediable, pero un hecho para el radar de los sentidos, y más allá del pronóstico del especialista, es un principio de redención no voluntario, sólo descubierto; tan profundo, que no existen los deseos.

El delirio febril es la manifestación desordenada de los pendientes irresueltos de la memoria: un impulso por conocer lo que ya no es posible, que sólo aspira a la inexactitud. No es necesario encontrar la esperanza, el organismo ya la ha perdido por el enfermo; no obstante, aun bajo esa desolación, tener todavía vida encierra en una interrogante la salvación, una pregunta tan débil que es imposible meditarla. La enfermedad es la adversidad más reveladora de los temperamentos: chispas de brutalidad agotada o silenciosa santidad debajo de las sábanas. En la enfermedad se nubla el tibio rubor de la cotidianidad y se abre paso lo sobrenatural, sea en el erudito, el científico o el lego: evento ficticio o hallazgo evidente, de cualquier modo la lógica y sus utensilios, ya impracticables, se disuelven, lo extraño persiste; hueco o gozoso, lo sobrenatural es más real que una cama. Dios es un pastor o se escabulle, como grillo recóndito, entre los síntomas; los microorganismos actúan por su cuenta o a favor de su designio inescrutable; el enfermo puede decir gracias y atraer hacia sí un viñedo o un abismo.

Las madrugadas confirman en el enfermo la imposibilidad de la eternidad: el entorno duerme, roto, y a él, desde las sombras de la habitación, la historia lo olvida, más bien, él no tiene historia. El enfermo postrado en su dolorosa incertidumbre no tiene biografía: su pasado se concreta y enfría en el pacífico bombo de la sístole y la diástole. Si muere, sus huesos se fundirán con la tierra y volverán en abono, o serán traslúcidos a causa del enigma. Pero si sus músculos se endurecen, las ojeras se refrescan y sobrevive, lavará su rostro este hombre nuevo que, después de renunciar por días, como un muerto, a todo, está irreconocible. Y como un forastero cuyo nombre conocen, vuelve a poblar, despedazado, el mundo. Un enfermo redimido, sano y salvo, pero deteriorado: un optimismo raro.

 

*Ciudad de México, 1982. Escritor, editor e investigador literario, maestro en Literatura Hispanoamericana. Es autor del poemario Lisonjas (2000) y la antología de cuento y poesía Cantos y enfermedades (2002). Obtuvo la Presea al mérito en la cultura José Recek Saade en 2017.

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