Mescalina

- Roberto Garza - Sunday, 26 Dec 2021 07:41 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

Hubo un tiempo durante mi juventud en el que viví un proceso de expansión de la conciencia, gracias a que experimenté con algunas drogas psicotrópicas, como los hongos alucinógenos, el LSD y el peyote. De esos tres potentes psicoactivos, el que más me colocó fue la mescalina, alcaloide que es el principio activo del peyote o hikuri y de los llamados San Pedro.

Una tarde del verano de 1993, mis compas Alex Sánchez, Javier Molinar y Pedro Nava, más quien esto escribe, nos reunimos a cotorrear y a escuchar música en casa de Alex, que recientemente había estado en Real de Catorce, maravilloso pueblo potosino de donde trajo una bolsa con suficiente mescalina como para colocar a una decena de huicholes en procesión.

Fue avanzando la tarde y, entre rolas, cervezas y toques de mota, Alex sacó la mescalina en polvo, que tiene un color muy peculiar que mezcla verde y café pálido. Cada quien nos servimos una dosis de dos (¿o tres?) corcholatas con mescalina en nuestras respectivas chelas. Nos miramos a los ojos, brindamos y nos tomamos de un jalón la amarga pócima de los dioses del desierto.

No habían pasado ni diez minutos cuando sentí malestar y ganas de vomitar. Ya había consumido peyote antes y sabía que expulsarlo es parte del proceso. Es una reacción natural del cuerpo al sentirse intoxicado. También guacarearon Alex y Javier. El único que no cantó Oaxaca fue Pedro, que prefirió quedarse con toda la mesca circulando en su organismo. El compa terminó tan drogado que ese día se ganó el mote de Huichol.

La casa de Alex estaba literalmente pegada a un campo de golf. Así que, ante la falta de desierto, nos brincamos a ese terreno perfectamente bien empastado, con subidas y bajadas, lago artificial y muchos árboles.

Eran como las nueve de la noche, había luna llena y podía sentir los efectos de la mescalina: una gran energía física, euforia, júbilo y un estado alterado de conciencia. Percibía la realidad distorsionada. La Luna, por ejemplo, la veía como una flor brillantísima en la cúpula celeste. Cuando empezamos a caminar por el campo de golf, se abrió ante nosotros un umbral luminoso que nos llevó al viaje psicotrópico más fuerte, divertido y largo de mi vida.

Algo importante de esta experiencia fue que los cuatro andábamos colocadísimos y en el mismo canal. Primero llegamos a una caseta de vigilancia vacía que Javier bautizó como “la casita del bosque”, porque así la veíamos, como si estuviéramos dentro de un cuento o una película, pero no como realmente era.

Pasando la “casita” llegamos al lago y, al acercarme al borde, se me apareció una figura maléfica en el agua que me provocó terror y escalofríos. Fue como si hubiera visto a la muerte. Me alejé asustado y les dije a los compas que siguiéramos adelante. Durante muchos años pensé en esa escena como una señal subconsciente de alerta, como si mi destino fuera morir ahogado.

En algún momento de la noche ocurrió algo realmente extraño: los cuatro vimos a un animal parecido a un zorro, pero del tamaño de un perro grande, con una cola enorme, las orejas picudas como cuernos y con los ojos de un rojo tan brillante que daba miedo. Se paró frente a nosotros y nos quedamos helados. Fiel a su naturaleza, Pedro, que traía una bandera de golf en la mano, gritó y salió corriendo hacia él como si fuera cazador de mamuts. “¡Huichol!, ¡huichol!, le gritaba Alex. El animal desapareció al instante. A la fecha no me explico qué fue lo que vimos. Tal vez un perro, quién sabe. Me quedo con la versión de que fue un espíritu de venado que nos visitó.

La razón por la que Pedro traía una bandera en la mano, de ésas que están numeradas y van en cada hoyo del campo de golf, es que en pleno pico del viaje jugamos a “conquistar los hoyos”, de tal suerte que quien llegaba primero se quedaba con la bandera. Teníamos veintiún años y el subidón de energía era tan fuerte que no paramos de correr durante varias horas, casi hasta el amanecer.

Cuando regresamos a casa de Alex ya estaba saliendo el sol y seguíamos tan colocados que no pudimos dormir. Recuerdo perfecto la cara de Javier cuando decía: “Ay nanita, ¿qué me metí?” El viaje de mescalina es largo, muy largo, y llega un momento en el que ya quieres bajar, pero no puedes. Y eso asusta.

Estábamos hablando de lo maratónica de la experiencia, cuando Alex puso “Country Death Song” de Violent Femmes: “I had me a wife, I had me some daughters. I tried so hard; I never knew still waters.” Con la música todo fue regresando poco a poco a su lugar, aunque el efecto duró varias horas más y no dormimos nada hasta la noche siguiente.

Hoy, a tres décadas de distancia, puedo decir que aquel viaje con mescalina fue tan potente que de algún modo me colocó para toda la vida.

 

*Roberto Garza. Locutor radiofónico, editor, ensayista y narrador, fue coordinador de Comunicación del FCE; actualmente dirige el programa de radio Bandas Sonoras.

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