Miss Clairol
- Luis Tovar - Sunday, 26 Dec 2021 07:40



Nunca supo su nombre ni le dio por averiguarlo, pero los motes con los que se llegaba a mencionarla eran de los que se quedan bien grabados: en diferentes épocas e indistintamente, se le conoció por apodos tan escasamente comedidos como Gordolfa Gelatina, en alusión al sesentero-setentero y célebre personaje de Los Polivoces, tanto por su corpulencia como, sobre todo, porque usaba idénticas las cejas: dos imposibles arcos de medio punto demasiado arriba de los ojos. Otro sobrenombre era la Señorita Peggy, referido a la muñeca de fieltro, mofletuda y sonrosada, con ancha nariz de cochinita, que hacía de pareja de la rana René en el Show de los Muppets; según los niños del barrio, la voz chillona y punzante de aquella marranita-marioneta le habría venido perfecta a la Peggy local, a quien por cierto ninguno recordaba haber oído hablar –ellos andaban, casi todos, entre los ocho y los diez años, de modo que alguien de dieciséis o diecisiete los ignoraba por completo. Un apodo más era Miss Clairol, el nombre de una marca de tinte para el cabello, pues Gordolfa/Peggy acostumbraba teñírselo de un tono rubio tan estrepitosamente dispar al tono de su piel, que para los vecinos pasó de ser una “güera oxigenada” más, a ocupar ella sola su propia categoría, y había que ver de qué notable manera: todo comenzaba en la cabeza, y aunque no faltaba quien sospechara que más bien era una peluca Pixie la que elevaba el peinado de Miss Clairol en esa suerte de copete combado que provenía directo de los años sesenta, uno de ellos zanjó para siempre la cuestión con un argumento irrebatible: “¿Y dónde has visto que vendan pelucas güeras con las raíces negras?” Donde sí había Pixie –o alguna otra marca– era en las pestañas, inverosímilmente largas, gruesas y curvadas hacia la frente, donde los dos perfectos semicírculos pintados a mano llamaban la atención de todo mundo y eran, por lo demás, el rasgo que más la asemejaba con su madre, copia o modelo de Miss Clairol en eso lo mismo que en el resto del aspecto: cabello teñido, pestañas postizas, labial restallante, mejillas chapeadas de colorete, además de los vestidos cortos hasta la rodilla o poco más arriba, casi siempre floreados, medias o pantimedias que algo oscurecían el tono claro de su piel, y de remate zapatillas tan altas como fuese posible, de las que él solía ver en los aparadores de Zlop y El Taconazo Popis.
Éramos incapaces de no quedarnos mirándolas pasar: si uno estaba jugando en el parque, no faltaba quien se distrajera cuando veía que por la banqueta se aproximaba Miss Clairol, indefectiblemente acompañada de la Gordolfa Grande, momento en el cual todos volteábamos hacia el mismo lugar y así nos quedábamos hasta que las dos rotundas se perdían en una esquina; entonces reanudábamos el juego, aguardando sin decirlo a que el ritual, idéntico, se repitiera de regreso.
Quién sabe por qué sería, pero nunca nos cansábamos de verla, y eso que no sólo pasaba diario sino mínimo tres o cuatro veces el mismo día. Tampoco tenía importancia, para decirlo con una expresión de aquellos tiempos, que Miss Clairol no nos fumara (como tampoco lo hacían muchos más, por ejemplo Arturo, no el único pero sí uno de los más auténticos hippies locales –cinta en la cabeza, medalla de peace and love al cuello, playera batik psicodélica, cintas de grecas tejidas en las valencianas del pantalón, morral huichol al hombro, huarache con suela de llanta y barbita Ho-Chi-Min–, que toleraba de buena gana nuestras miradas impúdicas y nuestras preguntas impertinentes y que, cuando se aburría de nosotros, bromeando encaraba a alguno y le decía: “Ya estuvo, ¿eh?, te voy a descontar”).
Quién sabe qué tanto de su etapa hippie habría conservado Arturo si un accidente en automóvil no lo hubiese hecho morir tan joven, pero de quien sí pudo saberse fue de Miss Clairol, quien cuatro décadas más tarde, ya sin su madre, seguía deambulando por las calles de Altavilla, sólo que convertida en una grotesca caricatura de sí misma: podía ser más de uno, pero parecía siempre llevar puesto el mismo vestido de grandes flores estampadas, medio desgarrado; ya nunca traía zapatos calzando los pies que de ese modo se le hicieron planos y bastos de tanto sostener las gruesas piernas, el vientre inmenso, los pechos voluminosos y la redondísima cabeza que Miss Clairol, visiblemente ajena a las convenciones estéticas pero fiel a pie juntillas a lo que su mente ida consideraría para siempre esa falsa belleza contenida en la expresión “arreglarse”, a veces mal pintado el cabello cada tanto más canoso, adornaba con grandes trozos de bolsas de plástico del supermercado a manera de moños y, salido de vaya a saber qué propietaria de algún salón de belleza que sintiera algo semejante a la compasión con la gorda loca –último apelativo para ella, de quien no sólo él sino todos ignoraron para siempre el nombre–, el bilé aplicado con abundancia desquiciada en los labios, las mejillas y alrededor de los ojos. Y callada, como desde siempre. Y sola, como desde el principio, y forzándolo a uno, incapaz de atinar por qué, a mirarla cada vez que aparecía sentada en el suelo por ahí o apareciendo, desapareciendo y volviendo a aparecer detrás de alguna esquina.
Hasta que.