Misterio de Navidad

- Eve Gil - Sunday, 26 Dec 2021 07:16 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

Mi primo Luis y yo no perdíamos la esperanza, más bien, la fe, en que no llegaríamos a adultos sin haber visto el trineo de Santa Claus surcando los cielos… al grado de que cada Nochebuena ignorábamos los bocadillos de la Abue y los juegos de los demás primos para treparnos al techo armados con sendos binoculares para contemplar el cielo hasta que empezara a clarear el amanecer del 25. Ya nos había tocado ver nuestros juguetes nuevos deslizarse, una caja detrás de otra, a lo largo de tubo de la chimenea… apagada, por supuesto, ligeramente oscurecidas de hollín. Y a lo lejos, las pavorosas carcajadas de Santa, extraordinariamente parecidas a las de tío Víctor.

Pero cuando se tienen nueve años… quiero decir, nueve yo, siete Luis, uno ya ha empezado a captar ciertos detalles sospechosos, además de lo mucho que aquel eco risueño nos remitía a tío Víctor. Número uno: la risa de Santa no podía ser tan espantosa. Nuestros primos más pequeños se echaban a llorar de miedo en vez de aguardar la mágica aspiración de sus obsequios. Número dos: ¿por qué tío Víctor desaparecía unos minutos antes de que Santa Claus se manifestara, y luego reaparecía como recién salido de la ducha?

Número Tres…

–¿Qué no te has dado cuenta de que Santa y tío Víctor son la misma persona? –increpé a mi primo cuando ya nos habíamos aposentado en nuestro improvisado observatorio, con un cielo completamente limpio, como si una aspiradora enormísima hubiera arrasado hasta con las nubes y las estrellas.

–¡Eso no puede ser! –exclamó Luisito, con su voz de niña y sus enormes ojos oscuros todavía más grandes y negros por la indignación–. ¡Santa Claus es un ancianito panzón, vestido todo de rojo! Tío Víctor jamás se vestiría de rojo… y no es viejito… y no tan gordo…

–¿Acaso no te has percatado de que la risa no es la de Santa sino la de tío Víctor?

–Sí, se parecen demasiado…

–No seas tonto: tío Víctor nos ha estado engañado haciéndose pasar por Santa.

-¡Eso no puede ser! ¿Y los regalos? ¿Cómo sabe exactamente lo que pedimos si nos cercioramos de que nadie nos vea cuando arrojamos las cartas al buzón?

Me quedé pensativa un rato, tratando de resolver tan legítima duda:

–Los adultos siempre se las ingenian… es posible que exista una especie de complot entre Santa y ellos… por alguna extraña razón los niños no debemos verlo y nadie sabe explicar por qué… es posible que los adultos sí puedan verlo y entenderse con él, ya sabes, asuntos de dinero… negocios…

–Ay, por un momento creí que dirías que Santa no existe –dijo Luis, haciendo pucheros.

–Claro que existe… pero vamos a pedirle una señal para que se manifieste y no perdamos la fe en él.

–¿Qué señal?

–Llevamos siglos haciendo esto –mostré mis binoculares; señalé nuestras mullidas ropas que no habían impedido que nos resfriáramos algunas veces, armados hasta los dientes, como dicen en las películas–. ¡Que ahora por fin nos permita verlo, aunque sea de lejos, o de lo contrario…!

–¿Qué? –se alarmó Luis

–¡Le exigiremos a tío Víctor que nos diga por qué se ha estado haciendo pasar por él!

Luis se quedó muy pensativo, medio sepultado en su capuchón, hasta que al fin resopló y dijo: ¡Está bien!

Con más ahínco que nunca comenzamos a otear en aquel horizonte azul oscuro que no pocas veces nos había regalado visiones interesantes que nos dábamos a la tarea de investigar: alguna estrella que resaltaba como reina entre las demás; una luna especialmente brillante; cometas, luciérnagas parpadeantes que, sabíamos hoy, eran satélites. El cielo muy raras veces nos defraudaba, pese a nunca habernos permitido asistir al fenómeno que realmente buscábamos: el trineo de Santa Claus. Y esta vez lucía particularmente neutro. Si acaso algún pájaro desbalagado. Neblina. Fuegos artificiales.

Y de pronto, de la nada, de entre aquella cáustica oscuridad, empezó a centellear una luz roja, a la que, al cabo de unos segundos, se le sumaron otras de colores variados que cambiaban intermitentemente, como si giraran despacio: azul, amarillo, verde…

–¿Qué es eso? –gritamos al unísono, acortando distancias como buscando calor. Permanecimos muy juntos y profundamente callados mientras contemplábamos aquel fenómeno. Aquella enorme esfera navideña, o eso parecía, titilando como una estrella, pero cada parpadeo era un color distinto. Tuve la sensación de que era una especie de lenguaje, de que intentaba decirnos algo… pero me fue imposible transmitírselo a Luis. Me había quedado como helada. Inmóvil. Percibí cómo a nuestro alrededor los faroles de la calle y de los iluminados arreglos navideños en los porches de las demás casas empezaban a parpadear también, como sincronizándose con aquella especie de clave Morse emitida por la gran esfera. Tras unos segundos que se me antojaron eternos, la esfera simplemente desapareció de nuestra vista, como si la aspiradora celeste se la hubiera chupado también y la electricidad se normalizó por acto de magia.

Luis fue el primero en hablar, con sus enormísimos ojos negros fijos donde momentos antes había estado aquella cosa:

–Sí, nos han engañado, María: ¡Santa es un extraterrestre!

 

*Eve Gil. Narradora y ensayista, ha publicado entre otros las novelas El suplicio de Adán, Tinta violeta y Réquiem por una muñeca rota.

Versión PDF