Cinexcusas
- Luis Tovar - Sunday, 02 Jan 2022 07:54



El garbanzo que tocó la flauta
Se ha dicho aquí antes, y la filmografía reciente no deja de confirmarlo: el cine mexicano sigue adoleciendo de una notable carencia en cuanto a ejercicios de género o, si se quiere ser optimista, se concentra en uno o dos –la comedia romántica y el melodrama serían esos géneros– y, salvo la recurrente producción de filmes de terror, se olvida casi por completo de biopics, thrillers, filmes de época, históricos, parodias, farsas y un largo etcétera. Si bien es cierto que difícilmente se halla uno frente a un ejercicio de género puro, no es menos verdad que la habitual combinación genérica –por ejemplo, la clásica entre romance y thriller–, con frecuencia es degradada a simple acumulación producto de una impericia que así quiere remediarse, desde luego, con pobrísimos resultados.
Considerado lo anterior, de entrada es agradable ver que alguien, verbigracia un cineasta que se cuenta entre los pocos que han incursionado con relativo buen pie en un género equis, digamos la comedia de enredos, retoma su propia estafeta y vuelve a proponer un ejercicio del todo o poco menos que puro. Ese cineasta sería Alejandro Lozano y el ejercicio referido la tardía y más bien inesperada secuela de Matando cabos, a la cual sólo se le añadió el número 2, y que cuenta con la participación de los aquí diegéticamente insustituibles Joaquín Cosío y Silverio Palacios en los papeles protagónicos.
Quien vio Matando cabos en 2004 sabe que la cinta se hizo memorable, entre otros factores, por significarle la celebridad a sus protagonistas, haber logrado bastante aceptación del público –con el éxito taquillero consecuente– y, en términos de contenido, virtualmente haber establecido un paradigma para el cine local y, podría decirse, incluso puntual en términos socioculturales: siendo una comedia de enredos bastante plausible, de ritmo ágil, tejida con habilidad, sostenida de principio a fin, aderezada con dos o más vueltas de tuerca en la trama, que pudo haber sido desarrollada en cualquier época y contexto… al mismo tiempo, puesto que su tiempo es el presente y su lugar Ciudad de México, se hizo eco no sólo fiel y verosímil, sino hasta simpático, y revelador para quienes no son oriundos de dicho lugar, de un modo de vivir, sobrevivir, asociarse, relacionarse y traicionarse pero, sobre todo, de hablar.
Que se acuda a las virtudes de la primera parte en lugar de mencionar las de la segunda es sintomático, para mal: es así porque Matando cabos 2 carece de todo lo bueno, sea mucho o poco, que tiene la película que le da origen. Para empezar, y quizá debido a que su salida fue por streaming y no en salas, perdió el noventa o más por ciento de leperadas, en cuyo uso eficiente consiste mucho de la gracia –que uno la comparta o no, que le haga reír o no a uno, es otro asunto– de Matando cabos. Tampoco ayuda, sino todo lo contrario, un formato en video tan plano, aséptico, carente de profundidad y embarrado como el que eligieron esta vez, tan contrastante con el grano y el oscurecido voluntario de la fotografía del filme original. Cuantimenos colabora una trama que, cometiendo una traición grande y a saber si voluntaria, inconsciente o inevitable, abandonó totalmente las coordenadas del género –la comedia de enredos, pues–, para deslavarse en una secuela de venganzas, nostalgias imposibles y citas reiterativas al cine de luchadores del cual, valiéndose de pastiches y calcas burdas, se supone que quiso ser homenaje. Vistos en conjunto, parecería una de dos: una, que Alejandro Lozano, director y guionista de ambos filmes, a toda costa quiso evitarse el bochorno de caminar sobre sus propias huellas y que se lo señalaran como algo censurable, como si no supiera hacer otra cosa; o dos, y desde luego peor para él, que su primer Matando… fue garbanzo que tocó la flauta, burro de a libra, condición tristemente confirmada con su Matando… segundo. Eso sí, cualquiera de las dos cosas es lamentable.