Cinexcusas
- Luis Tovar - Sunday, 09 Jan 2022 07:55



Hacerse un eco fidedigno y, por lo tanto, verosímil, del modo de hablar de la sociedad o, más precisamente, de este o aquel segmento de la misma, es uno de los atributos más buscados y apreciados de toda obra literaria, cinematográfica y, en general, narrativa; es gracias a esa verosimilitud que la obra en cuestión puede llegar a establecerse como eco fiel de un segmento social, una de cuyas principales señales distintivas es, precisamente, su expresión verbal: nadie ignora, por ejemplo en México, que en la región norte del país el habla es radicalmente diversa a la que se da en el sur, en el centro, en occidente, etcétera. Igualmente sabido es que dichas particularidades léxicas son parte fundamental de todo aquello que define y hace real una idiosincrasia: somos lo que hacemos pero, con idéntica relevancia, lo que comemos, lo que decimos y cómo lo decimos, entre otras cosas.
El cine mexicano de la llamada época de oro estableció más de un paradigma, no sólo icónico sino, y de modo abundante, verbal. No son los únicos filmes, pero quien ha visto Nosotros los pobres, Ustedes los ricos y Pepe el Toro –la celebérrima triada escrita y dirigida por ese canon cinematográfico nacional que es Ismael Rodríguez–, sabe bien que de ahí procede la idea de que las clases bajas urbanas, en particular de Ciudad de México, hablaban y, más aún, siguen hablando como Pepe el Toro, Chachita y la Chorreada, con ese tono que los habitantes de otras comarcas definen como “cantadito”. No sólo eso: abundan quienes dan por creer que los modismos, barbarismos y demás particularidades idiomáticas expresadas en determinadas locuciones adverbiales, metonimias, sustantivos, licencias gramaticales… todavía están vigentes, como si el tiempo –más de siete décadas, una friolera– sencillamente no hubiera transcurrido.
Ese fenómeno ha seguido verificándose hasta la fecha, y para comprobarlo basta con mirar/escuchar ciertas películas de los años sesenta, los setenta, los ochenta y así hasta la época actual: unos más y otros menos, pero los guiones de los filmes de corte urbano-popular, para denominarlo de alguna manera, porfían en la misma pifia y lucen como involuntarios palimpsestos verbales, en los que cualquier personaje es puesto a hablar como si fuese un injerto de Roberto, el boxeador de Campeón sin corona, el Tirantes de Lagunilla mi barrio y El Jarocho de Amores perros.
El defecto es naturalmente antipático incluso si, como sucede en algunos filmes, el quid no estriba en el habla y la idiosincrasia y la trama se reduce a mero vehículo/pretexto para el despliegue, como en mosaico, de una franja social, cultural y económica pero, en el caso de éstas, se maximiza de manera inevitable: recurrir a ese bricolaje y, todavía peor, al absurdo e imposible propósito de alcanzar la exhaustividad –como si el guionista se hubiera dicho a sí mismo algo tipo “voy a hacer que mis personajes digan todititos los modismos que me ha tocado escuchar”–, desemboca en catálogos orales gratuitos, inopinados, atosigantes y, claro está, inverosímiles. Poco termina importando, si no es que nada, que la trama sea plausible, que los personajes tengan volumen, peso específico y verismo histriónico, pues por culpa del exceso verbal el espectador va a contracorriente, al tener que dedicar demasiada atención, y hasta padeciendo, la catarata desmedida de giros gramaticales particulares y, por lo que hace al cine urbano-popular, de leperadas/palabrotas/groserías, que tantísimos guionistas consideran inherentes a los personajes que habitan esas historias y, tal vez por eso, los ponen a decirlas cada cuatro vocablos durante los noventa o más minutos que la película dura.
No es el único defecto que padece, pero todo lo anterior es lo que la memoria termina guardando de un filme como Chilangolandia (2021), escrita y dirigida por un Carlos Santos al parecer convencido de que los oriundos de Ciudad de México, si somos de clase media p’abajo, hablamos, nos vemos y actuamos como los estereotipos de su película. Hasta cree.