La casa sosegada
- Javier Sicilia - Sunday, 23 Jan 2022 07:53
Uno de los síntomas más graves de la descomposición de México es la manera en que la violencia, en sus expresiones más horribles y salvajes, ha adquirido carta de naturalización. Entre las aproximaciones que se han dado para entenderlo –todas ellas profundas, pero incompletas; el mal pertenece al mundo donde el lenguaje fracasa–, sobresale La palabra que aparece. El testimonio como acto de sobrevivencia, de Enrique Díaz Álvarez (Anagrama, 2021). La importancia de este ensayo, que todos deberíamos leer, es, entre muchas otras virtudes, el punto de vista desde donde Díaz Álvarez aborda el horror: el relato de las víctimas. Para este filósofo del poder, el gran problema de la violencia es que siempre constituye el relato hegemónico, el de los vencedores, el del poder. Ya sea que lo cree el Estado, las organizaciones criminales y lo reproduzcan los medios de comunicación, la violencia ocupa el escenario de la narrativa normalizándola en la conciencia de la gente: a fuerza de acostumbrarnos al relato clásico de vencedores y vencidos, el horror de la destrucción de otros se va volviendo una forma de lo cotidiano. Contra ello, Díaz Álvarez opone en este libro el relato de las víctimas. Su análisis traslada el discurso del poder al del testigo, no en el sentido de ese tercero “que declara desde una posición neutral entre dos contendientes en un proceso jurídico”, sino en el de quien ha padecido la fuerza del poder, del vencedor: el sobreviviente de la violencia, el derrotado, el desechado, el desaparecido, el que sólo aparece en el relato del poder como un cuerpo mutilado, ensangrentado o como una cifra, un porcentaje, una gráfica, el que, en síntesis, dice, Jorge Semprún, viene de la muerte y la trae consigo.
Ya sea que, como Semprún, Primo Levi o Elie Wiesel, hayan sobrevivido directamente al poder de la violencia o que, como la mayoría de las víctimas, lo traigamos con nosotros de manera indirecta en la muerte o desaparición de nuestros seres amados o que, por connaturalidad –ese conocimiento que nace de la experiencia de compartir una misma naturaleza– pongan su palabra al servicio de las víctimas, como lo hacen en México Daniela Rea, Marcela Turati, Diego Osorno, Teresa Margolles, María Rivera, Fernanda Melchor, David Huerta o Francisco Torres Córdova, entre otros, esos testigos, dice Díaz Álvarez, permiten, a través de sus testimonios, si no detener la violencia, al menos resistirla, evitar que el relato del poder sea absoluto.
En este sentido, el libro de Díaz Álvarez no quiere explicar la violencia, mucho menos el mal, sino oponer a ella y al relato hegemónico que la produce, la justifica o la encubre, la palabra de sentido que las víctimas guardan y que se encuentra en las orillas del lenguaje, es decir, allí donde el horror del mal encuentra su última y más profunda resistencia.
En esa palabra, en esos testimonios, que Diaz Álvarez recupera y analiza con penetrante lucidez, desde la segunda guerra mundial hasta la guerra de Felipe Calderón contra el narcotráfico y continuada de otra manera por el actual gobierno, descubrimos el poder de esa palabra que viene, como un sobreviviente de lo humano, del fondo del infierno, de las casas de seguridad, de los campos de exterminio, de las cárceles, de las fosas, de los arrabales de la fuerza y el espanto donde el poder tiene su morada.
Leer La palabra que aparece no es sólo un ejercicio de higiene política, es también una manera de recuperar lo que bajo la violencia del poder hemos olvidado: nuestra capacidad de indignación y nuestra solidaridad con los caídos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.