Hoteles

- Cristina Peri Rossi - Saturday, 12 Feb 2022 19:07 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Además de la narrativa, la poesía y el ensayo, Cristina Peri Rossi se ha dedicado al periodismo durante décadas. En este artículo, la autora uruguaya explora una de sus obsesiones: los hoteles percibidos como espacios literarios.

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En un principio, si alguna vez hubo principio, no éramos sedentarios. Vagábamos por las llanuras, por las montañas, reunidos en grupos o en tribus. Nos refugiábamos en las cuevas para protegernos del frío y de la lluvia. Vagábamos por los montes, atravesábamos los montes. Después se construyeron los castillos, fundamentalmente para encerrar a las mujeres y a la prole.

Despierto en un hotel de Salamanca –el Condal– o de Cádiz –el Atlántico–. Yo, que soy un poco nómada, me he acostumbrado a vivir en los hoteles, perífrasis de la vida. Los hoteles me hacen recordar que estoy en tránsito por la vida: no soy, sino estoy. No tengo, sino usufructo. La llave que el conserje me tiende para entrar a la habitación del hotel es un préstamo, como la vida misma. Los hoteles son transitorios, igual que el ser humano. Y la vida es como esta ciudad de Salamanca a la que me asomo desde la ventana del hotel: una visión fugaz, un momento intenso e irrecuperable.

En la soledad de la habitación del hotel me siento en armonía: efectivamente, nada es mío, nada me pertenece. Esta cama no es mi cama: la ocupo accidentalmente una noche, dos. Otros viajeros a quienes no conozco se miraron en la luna de este espejo sin memoria. Nada es mío en esta habitación: los vasos del lavabo están para que los use el pasajero de una noche, de un día.

Viajar es una manera de acostumbrarse a entender y a aceptar que la vida es fugaz o instantánea: amanezco en Salamanca, estoy 48 horas en la ciudad, converso con gente que quizá no volveré a ver, me asomo a la vida de los otros y desaparezco como he venido: me voy en un tren, en un avión, ya no existo más para los que se quedan. Estoy y no estoy, ilusoria como la vida misma.

A veces, cuando despierto a una hora incierta de la noche en la oscuridad de la habitación de un hotel, no recuerdo bien dónde estoy. ¿Es Montevideo, con su viento fuerte y el ruido de las olas que rompen en la ensenada? ¿Es Barcelona, húmeda y secreta como el sexo de una mujer? ¿Es Madrid, esa suntuosa capital de provincia? ¿Es Berlín y su muro gris lleno de inscripciones? ¿Es Santa Maria, el puerto de Cádiz, con su violento olor a criaturas del mar? La impersonalidad de los hoteles aumenta mi confusión: espejos laminados, colchas verdes, alfombras peludas, música funcional: los objetos son de nadie, igual que la vida. La angustia me dura poco tiempo: al rato puedo recordar dónde estoy, no por los objetos que me rodean –el bolso de cuero negro con el que viajo, los dos pares de zapatos usados que reposan en la alfombra, el cepillo de dientes blanco que está en el baño– sino por el paisaje que diviso desde la ventana. Son las calles estrechas de Cádiz iluminadas con mercurio color naranja, es la soledad de Salamanca a orillas del Tormes, es el acre color de gasolina de Barcelona.

El hotel me recuerda que soy pasajera de la vida y que sólo hay una manera de retener el instante: escribir, a esta hora de la noche, el texto imperfecto que imperfectamente reflejará la felicidad de un instante, el dolor intenso de otro. Porque la vida tiene el perfume de los naranjos de Sevilla o de los tilos de Berlín, y también, el fuerte olor a cloaca de Nápoles o la belleza podrida de Venecia. Los hoteles, como los barcos, son la imagen de nuestro tránsito, hoy estuve, mañana ya no estaré.

 

Publicado originalmente en El Periódico, Barcelona, 4 de junio de 1989. Tomado de El pulso del mundo. Artículos periodísticos 1978-2002, Cristina Peri Rossi, Ediciones Trilce, Uruguay, 2003.

 

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