Nosferatu: el centenario de un clásico

- Marco Antonio Campos - Saturday, 26 Feb 2022 20:49 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Tal vez como el personaje en que está basada, el conde Drácula, la película 'Nosferatu', de F.W. Murnau (1888-1931), filmada en 1922, se niega a envejecer y morir. Obra maestra del cine mudo, este año cumple sus primeros cien años y aquí se le rinde un sentido y bien informado homenaje.

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El 4 de marzo de 1922 se estrenó Nosferatu, una de las obras maestras del cine mudo, o mejor, de la historia del cine, dirigida por f. w. Murnau (1888-1931). En el cine expresionista de lengua alemana hubo varios maestros mayores, o al menos muy notables, entre los que se contaban, incluyendo actores y guionistas, Carl Mayer, Fritz Lang, Robert Wiene, Paul Wegener y Conrad Veidt. Pese a los pocos años de su nacimiento, el cine había entrado a una espléndida madurez, y Alemania, que vivía un desastre económico, pese a eso, fue un polo irradiador artístico. En la historia del cine hay en cada generación toneladas de películas para la basura y unas cuantas que forman un collar de diamantes. Algunos diamantes brillaron en la Europa central en los años veinte.

En ese 1922 faltaban seis años para que el cine empezara a hablar coordinada e íntegramente. Sin voz, debían integrarse de manera armoniosa, como en Nosferatu, diálogos escrupulosos, música que se correspondiera con la trama, sets lúgubres que se contrastaran con bellos paisajes, y entre los personajes, una gestualidad, que a veces o a menudo se exageraba o se volvía fársica.

Curiosamente la película fue filmada en ciudades alemanas y eslovacas, pero no rumanas. La Varna real, que se menciona como la ciudad de Transilvania donde vive el conde Orlok, pertenece a Bulgaria y es una ciudad portuaria del Mar Negro. Otras significativas, supuestamente rumanas, se hallan en el norte de Eslovaquia, como el castillo donde habita el Conde Orlok, gran padre cinematográfico de los vampiros, o como el río Váh, en que se navega hacia Wisborg, donde el vampiro tratará de asentar su casa.

Es curioso que Drácula, una novela de 1897, que parece tan antigua y a la vez tan moderna, se quedara tan intensamente en el imaginario popular del siglo xx y del xxi y diera en las diferentes ramas del arte variaciones de toda índole. Nosferatu fue la primera cinta que se basó en Drácula, y como su modelo fue una pieza inolvidable de magia y de espanto. Las leyendas sobre vampiros venían tal vez desde la Edad Media; Bram Stoker les dio para siempre carta literaria; f. w. Murnau carta cinematográfica.

Se ha repetido mucho, pero se sabe que el filme estuvo a punto de perderse para siempre, porque, pese a las previsiones Albin Grau y Enrico Dieckman, socios de los estudios Prana, y, también, claro, de Murnau de cambiar el título a la obra y los nombres de las ciudades y de los personajes para no pagar los derechos simplemente porque no tenían dinero, la viuda del irlandés Bram Stoker, Florence Balcombe, los demandó y ganó el juicio. El estudio (Prana) se declaró en bancarrota, pero la justicia ordenó la destrucción de todas las copias. Se salvaron algunas, y luego de décadas de nutridas vicisitudes, de malos plagios y reconstrucciones fallidas, se logró recobrarla fielmente. Fue la única película que produjeron los estudios Prana, pero esa una perdurará mientras exista el cine.

Cierta crítica ha acusado a Murnau de tener una inteligencia fríamente precisa y de quitar casi la emoción a sus historias. Es tan inexacto como culpar de lo mismo a Bresson, a Antonioni o a Resnais. No sé de qué emoción se hable, porque el horror y la angustia se apropian del espectador de principio a fin. Es, en verdad, eine symponie des grauens, una sinfonía del horror. Quizá se refiera sobre todo a la pareja de los Hutter (Thomas y Ellen), romántica hasta el melodrama, y a la que tal vez Murnau debió atenuar su gestualidad, que fue en ocasiones excesiva. Sin embargo, podría argüirse que la historia lo obligó a ello y sirvió como contraste a un mundo que casi a cada momento roza o toca lo infernal. Es el amor devoto de la pareja en pugna ante el horror homicida que acecha. Sin embargo, debe puntualizarse que, si separamos a ambos, cada uno tiene un papel definitorio: Hutter es quien va al “país de los fantasmas y los ladrones” a traer a Wisborg al conde Orlok y Ellen debe sacrificarse hasta la muerte para hacer cenizas el Mal.

Los nombres de los protagonistas están calculadamente deformados, pero conservando una tenue semejanza: Orlok en vez de Drácula, sin olvidar que el magnífico actor principal se llamó Max Schreck, que en alemán significa susto o sobresalto, y que eso causa cada vez que aparece; el matrimonio Hutter, Thomas y Ellen, que da una imagen suave, lo mismo que Harding, propietario de la compañía naviera, y su hermana Ruth, a quienes Hutter encomienda a su mujer mientras viaja a los Cárpatos. El enloquecido agente de viajes Knock, que significa en inglés golpe o puñetazo, quien es a la vez el discípulo y algo como un grotesco doble de Orlok. Para él trabaja Hutter, y Knock es quien le vuelve atractivo el viaje a Transilvania para hacer el contrato de la venta de la casa a Nosferatu en Wisborg, la cual se halla frente a la del matrimonio Hutter.

De los protagonistas las mejores actuaciones son las que representan el Mal: Orlok y Knock. Desde que vemos sus físicos la normalidad se debe poner a un lado. El agente Knock es de cabeza redonda, calvo, furiosamente despeinado en el pelo que le queda, con mirada sin ninguna fijeza; el Conde Orlok es espectralmente blanco, flaco, altísimo, con ojos fuera de órbita, cejas pobladas que parecen pájaros a punto de volar y garras rapaces en vez de manos. Camina con una lentitud larga que paraliza al que lo ve, pero puede ser tolerantemente amable. En Transilvania, en su aislado y atroz castillo, Orlok empieza a tener vida cuando entra la noche y en las horas de luz duerme rodeado de ataúdes con ratas (que cinematográficamente no es un recurso imaginativamente feliz). Y pese a todo, hay detrás o en el fondo de las imágenes un gran aliento poético, como lo hay en el Nosferatu de Werner Herzog (1979), su magnífico heredero.

La destreza técnica de Murnau es asombrosa, al grado que tenía un cronómetro para darle una rítmica precisión a la sucesión de imágenes y escenas y secuencias, lo que crea de continuo sorpresas pavorosas, las historias se van conjuntando hasta unirse al final y el espectador está siempre al filo de la butaca.

En una película así no podían faltar castillos y casas descalabradas, aciagas noches, salas de ataúdes, cortinajes que azota el viento, heridas sangrientas en el cuello, cuervos anunciadores de infortunios, murciélagos nerviosos, cautelosos gatos, una epidemia, información en páginas cifradas, libros malditos esclarecedores…

Me son especialmente atractivos varios momentos del filme de Murnau: las pesadillas de Ellen, cuando vive en casa de los Harding, repitiendo los hechos de pavor que vive su marido en ese preciso instante; o cuando la misma Ellen está en la playa frente al mar, rodeada de cruces, esperando a Hutter; o cuando el mismo Knock vive, como si fuera Orlok, lo que vive Orlok. La triple muerte final –al momento del canto del gallo y la llegada del alba– no puede estar mejor lograda. No es sólo un final notable, sino uno de los mejores momentos del cine mudo.

Antes de morir joven en Estados Unidos, Murnau filmó varias cintas que lo prestigiaron como uno de los realizadores mayores de la historia del cine: La última risa (1924), Tartufo (1925), Fausto (1926) y Amanecer (1927). De todos los homenajes que se le han hecho y pueden hacérsele al Nosferatu de 1922, ninguno más alto que la espléndida versión adaptada que hizo Werner Herzog, en 1979, con actores excepcionales como Klaus Kinski, Bruno Ganz y la bellísima Isabelle Adjani. En Nosferatu de Herzog es una versión del filme de Murnau y es a la vez un nuevo filme, pero los une una alta poesía visual. Más allá de las nuevas escenas del último tercio, donde Herzog se distancia en las escenas del Nosferatu original, el filme de Herzog dialoga con el mismo lenguaje mágico casi sesenta años después.

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