La guerra, ¿primera musa?

- Vilma Fuentes - Sunday, 13 Mar 2022 07:49 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Oportuna reflexión sobre la guerra, sus cantos y lamentos en la mitología y la literatura, en las que se ponderan tanto las grandes cualidades como los profundos vicios de la civilización humana, paradoja que alcanza su estéril extremo en la era moderna.

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La guerra, hoy día calamidad de numerosas poblaciones, si no de todas a lo ancho del planeta, no es evidentemente una desconocida ni un nuevo descubrimiento; es, al contrario, quizás la más antigua actividad de las sociedades que responden a la denominación de especie humana.

En tiempos remotos, cuando aún no se distinguían los sueños de la vigilia, los pobladores se reunían alrededor del fuego para escuchar a los aedas cantar hazañas y proezas de los dioses y los hombres. Dioses y hombres convivían entre ellos. No escasas veces surgían querellas entre los habitantes del Olimpo y sus diferencias desataban también la guerra entre los mortales, sujetos a los caprichos divinos.

La diosa de la Discordia, en venganza por no haber sido invitada al Olimpo, arrojó una manzana robada del jardín de las Hespéridas, sobre la cual estaba escrito que la manzana pertenecería a la diosa más bella. Los dioses eligieron a Hera, Atenea y Afrodita, pero no lograron ponerse de acuerdo para decidir entre las tres. Ante este desacuerdo, se llama a un hombre, un príncipe llamado Paris, hijo del rey de Troya. A cambio de verse elegida por Paris, las diosas le ofrecen recompensas maravillosas. Hera le asegura un reino que lo convertirá en el rey más poderoso. Atenea le promete ganar todos los combates. Afrodita le ofrece la mano de la mujer más bella de la Tierra y un cinturón de seducción: ninguna mujer podrá resistirle. Paris elige a esta última y desencadena el despecho y la ira de las otras dos diosas: Hera y Atenea. Paris se enamora de Helena, esposa de Menelao, rey griego. Helena, seducida, lo sigue a Troya. Cuando logra saber quién es el raptor, Menelao pide ayuda al rey más temido de Grecia, su hermano Agamenón, y una flota parte en guerra contra Troya. Una guerra que durará veinte años.

“Canta, oh Diosa, la cólera de Aquiles/ cólera funesta…” así comienza Homero el canto de la guerra de los griegos contra Troya, la Ilíada, libro fundador de la literatura en Occidente, donde se celebran las hazañas de los héroes de Troya como de Grecia. Entonces, se cantaba la guerra como una epopeya y se admiraban las proezas. Durante siglos, las guerras fueron motivo de narraciones épicas que hacían soñar a los hombres con destinos gloriosos. Combates de los caballeros de la Mesa Redonda, guerras de las Cruzadas para conquistar Jerusalén en busca del santo Grial. El destino glorioso de uno de estos héroes, valiente y noble caballero al servicio del emperador Carlomagno, es narrado en La canción de Rolando, obra fundadora de la literatura en lengua francesa.

Cabría preguntarse sobre este fenómeno donde los cantos de la guerra son origen de las grandes obras de toda la literatura occidental. La cuestión merece plantearse: es perturbadora. La primera respuesta que viene a la mente es que rendir homenaje a la gloria de los héroes permite celebrar las más nobles virtudes de la especie humana: valentía, lealtad, fidelidad, audacia; así como permite condenar, en el otro extremo, los peores defectos de la misma especie: cobardía, bajeza, mentira, traición. En suma, la panoplia completa de las cualidades y defectos de la especie que se revelan a la luz de ese tiempo excepcional de la guerra.

Cierto, existen sin embargo grandes obras que, sin poner en escena actos guerreros, aspiran al mismo fin y obtienen semejante resultado. Los retratos de valor o vileza, lealtad o traición, grandeza o mezquindad son igualmente profundos cuando reina la paz. Las novelas de La comedia humana de Balzac se desarrollan en tiempos pacíficos. This weak piping time of peace (Este tiempo débil de los flautistas de la paz), clama con desdén el rey de la tragedia shakespeariana Richard III. Junto a los nobles héroes de la guerra se levantan las siniestras figuras de asesinos, monstruos engendrados por el poder y la ambición.

Guerras intestinas como la de Secesión, narrada en Lo que el viento se llevó, donde los aspirantes a héroes sudistas, mal armados, pierden la batalla y sus ideas del honor al enfrentar un ejército con un armamento más moderno. Guerras de Napoleón, como la de Rusia, espléndidamente relatada en Guerra y paz, de Léon Tolstoi.

Elevadas y viles cualidades se irán esfumando con las masacres colectivas, carnicerías como la de la primera guerra mundial. Los escritores cesan de celebrar el heroísmo, porque no puede haber heroísmo cuando las bombas y los gases caen sobre las trincheras. Nace, entonces, una literatura de condena a los conflictos bélicos ante las matanzas colectivas. “La verdad de la vida no es morir, sino morir robado”, dice Guilloux en Le sang noir sobre los muchachos engañados que se enrolaron creyendo que esa guerra sería la última. Céline irá más lejos en su demolición despiadada de la guerra y sus militares en Viaje al fondo de la noche.

¿Qué se puede escribir ahora sobre una guerra de máquinas y robots que no deja lugar a heroísmo alguno? Una guerra deshumanizada de drones y bombas atómicas donde sólo respiran miedo y muerte.

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