La casa sosegada

- Javier Sicilia - Sunday, 20 Mar 2022 06:58 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Ser menos

 

Una de las características más hermosas del Evangelio y la menos comprendida es su noción de Dios. Hasta entonces Dios era poder. No hay ninguna tradición religiosa, ni siquiera filosófica, que no lo vea así. El Evangelio, sin embargo, dice lo contrario: Dios es debilidad, impotencia y vacío.

La revelación de ese fenómeno es tan brutal e incomprensible (un Dios que se hace carne, predica una doctrina nueva del amor, muere como un delincuente, resucita en secreto –una tumba vacía y unas apariciones selectivas– y asciende a los cielos como un globo de feria) que los propios evangelistas, Pablo –su intérprete fundamental–y la enseñanza que se elaboró después, se vieron en la necesidad de relaborarlo en clave de poder. No sólo los evangelistas llenaron a ese Dios de milagros, de amenazas de que volvería con todo su “poder y gloria a juzgar a vivos y muertos”, sino que para salvar la omnipotencia de Dios, decidieron que esa encarnación, esa muerte y esa resurrección, formaran parte de un plan divino para salvarnos del pecado. Con ello dejaron intacto el poderío de Dios, pero, en Jesús de Nazaret muriendo desolado en la cruz, condenaron al hombre al sufrimiento.

Habría que estudiar todavía lo que esa reinterpretación de Dios en clave de poder tiene que ver con las violencias que se han suscitado desde que la Iglesia se volvió un poder en el imperio romano hasta nuestros días, en que ese poder, ya desacralizado, se volvió Estado.

La revelación del Dios del Evangelio sigue siendo, sin embargo, contraria a ello. Quien mejor lo ha visto es una mística de frontera, es decir, que no viene directamente de ninguna religión, Simone Weil.

Para esta mística sin Iglesia, Dios, como lo dice la primera carta de Juan el Evangelista, es amor. Pero ese amor no es un más, sino un menos. Tanto la vida de Jesús como su prédica no son actos de poder, es decir, actos de expansión de sí, sino de renuncia y, en consecuencia, contrarios a la fuerza que se ejerce como poder que gobierna. Semejantes a los niños, los seres humanos, amparados por las imágenes que nos hemos fabricado de Dios, tendemos a ocupar, a controlar y a dominar todo. Vemos el poder como virtud. No así el Evangelio para quien Dios es debilidad, impotencia, fuerza que se vacía de  sí, que se niega y no se afirma, que se contrae y no se extiende, que no toma ni atesora para sí, sino que da y se da. Es, dice Comte-Sponville comentando a Weil, “lo contrario de la vida que devora o se afirma: lo contario de la pesadez, que Weil llama gracia [gratuidad, don], lo contario de la fuerza, que Weil llama amor”.

El Dios del Evangelio, de quien Jesús dice que quien lo mira a él ve a Dios, que “hace salir su sol sobre buenos y malos y caer su lluvia sobre justos e injustos” y a quien debemos imitar, es, dice Alain, el maestro de Weil, “un Dios que sólo tiene espíritu para dar, un Dios débil y proscrito”, un Dios contrario al poder, a la fuerza, a la violencia, que son la expresión del mal.

No creo que en este tiempo en el que la lógica del poder –ya sea de las religiones, de las ideologías, de las armas, de la tecnología, del Estado, del crimen organizado– nos ha conducido a un callejón sin salida, pensar en ese Dios que nos llama a ser menos y del cual nos disponemos a conmemorar su pasión, muerte y resurrección, sirva de algo. Hemos caminado con esa lógica lo suficientemente lejos que parece imposible revertir su capacidad destructiva. Pero pensar en ello y volvernos menos en nuestra individualidad, puede, en todo caso, retrasar la catástrofe y reconciliarnos con nosotros mismos y con el sentido del ser que extraviamos.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

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