En defensa del Marqués de Sade
- Enrique Héctor González - Sunday, 03 Apr 2022 06:45



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El crítico literario Enrique Anderson Imbert, autor de una reconocible Historia de la literatura hispanoamericana, era también a veces contador de historias. Una muy breve entre las suyas merece ser recordada por su esmerada ironía: “Escena en el infierno. Sacher Masoch se acerca al marqués de Sade y, masoquistamente, le ruega: ¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta! El marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a tiempo y, con la boca y la mirada crueles, sádicamente, le dice: No.”
Es posible que Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814) cumpla hoy en día el deplorable destino de muchos escritores célebres: ser más famoso que leído y que su vida en prisión –donde pasó más tiempo que en libertad, pues fue encerrado tanto por la monarquía de los Luises como por los revolucionarios, e incluso durante el imperio napoleónico– resulte más atractiva que su obra, incólume a pesar de o gracias a la incomprensión que sigue generando luego de dos siglos. Frente a la hipocresía de quienes lo vilipendiaron y condenaron sus crímenes y prácticas sexuales, flagelaciones, actos de libertinaje (que, por lo demás, secretamente practicaba buena parte de la clase aristocrática a la que Sade pertenecía), su obra literaria es un acto de sobrevivencia aun en su condición de haber sido destruida y múltiplemente mutilada por sus verdugos, siempre dispuestos a fundir para confundir: eres lo que escribes.
Pero Sade era también filósofo, un hombre de ideas en cuyo sistema de pensamiento bien y mal son términos impertinentes. Lo que realmente importa es concordar con la inestable naturaleza de la vida, la perpetua metamorfosis que sólo tiene lugar en el mundo si sus dos fuerzas contrarias esenciales, creación y destrucción (la primera subordinada a la segunda), dan lugar a que las cosas sigan cambiando. Nada más ético, más conveniente, entonces, que el crimen, pues “al destruir da lugar a la aparición de nueva vida”.
Es numerosísima la descendencia que, en la tradición de la literatura erótica, se desprende de la obra del marqués. Apollinaire, Paulhan, Klossowski, Bataille, Paz, Camus, entre otros, han leído con menos defección que adhesión al autor de Justine, su novela más traducida. Son muchas las virtudes de su prosa apresurada y excesiva, y una de las primeras es que invita a abandonar el menor asomo de prejuicio en el lector. Describir detenidamente un crimen, y aun embellecerlo, no es sino un acto de valentía que apela a la dialéctica del juego erótico y de la vida misma. La intensa atracción que ejercen la sexualidad y el placer no se explicaría sino como otra forma del exceso y el desbordamiento de nuestra condición humana cuando actúa fuera de la legalidad institucionalizada. Y en las novelas, en el teatro, en los escritos políticos de Sade se busca violentar un orden: nada más justo y más humano para dar vida y movimiento al ser mismo de la historia.
Se le ha visto como un santo al revés, alguien que escenifica el mal de un modo catártico y purificador. Si eso significara que ver el horror nos cura de caer en él, la lectura resultaría poco provechosa. Se trata de integrar un todo del que casi nunca vemos los componentes incómodos o condenables, por prejuicio moral. Como los grandes autores de la tradición literaria, Sade nos enseña a mirar: no a aprobar o condenar, sino a comprender. La forma como designa los órganos de la copulación es inaudita por elegante y eufemística: “el altar donde quemaré mi incienso” vale por vulva, el culo es “el asilo del misterio”. Sus personajes razonan depravadamente con una eficacia argumental difícilmente atribuible a bandidos y prostitutas; se vuelven teólogos del vicio y la obscenidad en medio de orgías truculentas, lo cual califica de inverosímil y ficcional, pero literariamente funcional, lo que ahí sucede.
Esto no quiere decir que no nos apelen sus historias excesivas y desgastantes. Sade quiere conmovernos, pero está haciendo literatura o, por lo menos, ese es el producto final. Que para ello el autor haya sacrificado su vida a la subversión es menos importante que la trascendencia de su obra, que entronca con nuestras fantasías y deseos. No nos incita al mal, como la literatura policíaca tampoco nos incita al robo o al asesinato. Nos muestra un rostro oculto, la briosa ebriedad de evadir, como apunta Bataille, el poder de la prohibición.
Antes que conminarnos, Sade nos seda: leerlo es sintonizar el canto de una íntima y elevada liberación. Más que un libertino, es un escritor libertario. Su literatura es perversa y perniciosa en la medida en que la leamos como un manual de instrucciones, es decir, en que seamos lectores ineptos y epidérmicos que no adviertan, con Deleuze, que “la piel es lo más profundo”. En el sencillo gesto con que lo imagina Anderson Imbert, negándose por placer a dar placer, está inscrito uno de los rasgos más íntimos de la condición humana: la fidelidad a nosotros mismos, que es, muchas veces, la lúcida desobediencia de nuestros principios para regenerarlos y mantenerlos vivos.