Brevedad, intensidad y muerte prematura: la obra narrativa de Ignacio Rodríguez Galván

- Marco Antonio Campos - Sunday, 08 May 2022 06:25 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842) es, como se verá en este ensayo, un buen ejemplo de gran talento truncado por una muerte injustamente adelantada. En sólo veintiséis años dejó una obra narrativa, drámatica y poética que vale la pena recordar y revalorar.

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Ignacio Rodríguez Galván (Tizayuca, 1816-La Habana, 1842) escribió tres cuentos y una novela corta que tienen como escenario Ciudad de México. Un par de narraciones ocurre en la Nueva España y el otro par en las dos primeras décadas independentistas: “La hija del oidor” tiene su campo de acción en 1809, un año antes del grito de Independencia; “El visitador”, en 1567, año de la supuesta o real conspiración de Martín Cortés, hijo de Hernán Cortés y La Malinche; “Manolito el pisaverde”, quizá el más complejo y mejor resuelto, en 1832, y “La procesión”, en el cual se narran sucesos entre 1820 y 1836, y que desde el principio se le va de las manos al autor. En sus poemas, en su teatro y en su narrativa, los asuntos de IRG son netamente románticos y aspiran en su desarrollo y en sus desenlaces tristes o trágicos a emocionar o sacudir al lector.

En la segunda mitad de la década de los treinta del siglo XIX –estrechamente conservadora–, cuando escribe Rodríguez Galván, las mujeres decentes eran como objetos bellos y útiles de la casa. En sus cuentos hay historias de jóvenes desdichadas, padres severísimos o consentidores, amantes ambiciosos, esposos crueles, autoridades abusivas o extranjeros trepadores. El destino de los jóvenes y las jóvenes en las narraciones, salvo en “La procesión”, es inevitablemente funesto, y en el mejor de los casos, como el del Brujo de “La hija del oidor”, la cárcel. Algunos rasgos distintivos ligan a las principales protagonistas femeninas de las ficciones (Juanita, Teodora, María, Ana, Isabel): ser jóvenes, bellas, ricas (salvo María) y huérfanas de madre, y desde luego y tristemente, víctimas.

 

Amargura, melancolía y resentimiento, transformados

A los once años, traído por su madre, Rodríguez llega a Ciudad de México a vivir a la casa-librería de su tío Mariano Galván, quien era el hacedor asimismo de los bellos y didácticos Calendarios Galván, los cuales empezaron a circular en 1826 y que en los siglos XX y y XXI han sido continuados por otros. Ignacio Rodríguez Galván trabajó de mil usos para su tío, pero la librería fue el azar más feliz que tuvo en su escasa vida, que le permitió descubrirse como un voraz lector, lo cual a su vez lo llevaría a la escritura de diversos géneros, destacándose en la poesía, el teatro y el cuento, lo cual resultó un bien de fortuna para la tradición literaria mexicana. Fue el mejor poeta del primer romanticismo, y la “Profecía de Guatimoc” es uno de los cuatro o cinco poemas mayores de nuestro siglo XIX. ¿Es poco que Rodríguez Galván, a los veintidós años de su edad, en el prólogo a su drama Muñoz, visitador de México, puesto en escena en 1838 en el Teatro Principal, escribiera que tenía casi la certeza de que se trataba del “primer drama histórico mejicano escrito por un mejicano”?

Pobre, poco agraciado en su aspecto físico, extravagante en su conducta y vestimenta, Rodríguez respiraba melancolía, amargura y resentimiento social, y esa melancolía, esa amargura y ese resentimiento, para quien posee un talento fuera de lo común como el suyo, pueden llegar a ser buen campo de cultivo para escribir bella literatura. Rodríguez detestó a las élites, pero moría por tener a sus jóvenes hijas, representadas ante todo en la delgada y delicada actriz Soledad Cordero, en quien pensó para escribir sus personajes femeninos principales. Soledad Cordero, “la Rosa del [Teatro] Principal”, como la llamó Guillermo Prieto en sus Memorias de mis tiempos, era un destello de diamante en el lodazal del ámbito de la farándula; asimismo de los ricos Rodríguez criticó acerbamente su frivolidad y arrogancia, como cuando narra, por ejemplo, los bailes o paseos que organizaban, en los cuales la élite solía solazarse en el chismorreo infecto y la murmuración envenenada. Detestó a los franceses, a quienes caricaturizó en la nouvelle “La procesión” en el personaje La Braconier, el prometido de Isabel, y arremetió contra ellos en su poema “Guerra a los galos, guerra…”, escrito un año después de la injusta y abusiva Guerra de los Pasteles. Eso no anula que admirara a sus poetas y artistas. Borges decía que Francia, como el Japón, era un “país literario”; Rodríguez vio de esa manera a Francia.

Salvo pasajes, los ambientes de las ficciones del joven hidalguense Galván son opresivos: las estrechas y sombrías calles del centro histórico y casas de ricos que parecen cárceles suntuosas. Las calles que menciona son San Francisco, Tacuba, Seminario, Arzobispado y Santa Teresa, y desde luego, por otro lado, la gran plaza, que los mexicanos llamamos Zócalo desde 1843. Sin embargo, Rodríguez no nombra las calles precisas donde los protagonistas habitan. En alguna página cita de paso que había tabernas en las calles de San Pablo y la Palma. Aparecen también las acequias y canales. De los suburbios, sirve de escenario, en un pasaje de “La hija del oidor”, el Paseo de la Viga, en cuyo canal navegaban desde el sur los indios en sus canoas para vender su mercancía y donde los “léperos y villanos” tocaban la guitarra y el bandoneón y bailaban “el monótono e insulso jarabe”. En “Manolito el pisaverde” el capítulo final ocurre en el pueblo de San Ángel, y más precisamente a sus orillas, en El Cabrío, que muy probablemente sería lo que son hoy Tizapán y el Pedregal con su cascada, sus barrancos, peñascos y sus “enormes lavas”.

 

“La hija del oidor” y “Manolito el pisaverde”

Creemos que de lo más logrado en “La hija del oidor” es el juego de disfraces del joven personaje, quien es lo mismo un hombre bien parecido que salva a la muchacha de ahogarse en el Canal de la Viga, que un insolente pordiosero que insulta al oidor en la calle nocturna, que seduce y preña a Juanita fingiendo ser el Licenciado Primo Verdad –el verdadero (ahora héroe mexicano) había muerto un año antes en la fallida conspiración de 1808–, que al último se revela como un hombre apodado el Brujo, asesino de profesión. Juanita, una adolescente de dieciséis años, como lo fue en el virreinato, como lo fue en el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, fue una niña bien, conservadora, de ésas que solían vivir en “el encierro y la tiranía” hasta casarse, a la espera de que los padres le hallaran un buen partido matrimonial.

“Manolito el pisaverde” ocurre en 1832. Manolito, elegantemente vestido, de facciones hermosas, es en verdad María, la esposa guatemalteca de un advenedizo guatemalteco, Jacinto Almaraz, quien ha venido a México en 1829 haciéndose pasar como perseguido político, pero su fin es casarse (se llega a casar por segunda vez), con una joven heredera rica llamada Teodora. María, una muchacha de dieciocho años, quien lo ama profundamente, a su vez ha venido a buscarlo, disfrazándose de hombre, y la noche de su boda se ha colado a la alcoba de Teodora y le ha contado toda la historia. El objeto clave que demostrará la infidelidad de Jacinto es una cruz que Manolito (María) da a Teodora, quien a su vez la mostrará Jacinto. Al día siguiente, en el paseo en San Ángel, Jacinto ha reconocido a María y la tragedia es inevitable. Los hechos acaecen en dos días: la noche de un sábado y en el curso del domingo.

 

Muñoz, el siniestro visitador virreinal

Sobrio e intenso, el otro cuento de la época virreinal es “El visitador”, el licenciado Muñoz, funcionario español enviado a la Nueva España con autoridad de virrey de facto, quien llega en 1567, el turbulento año de la conspiración de Martín Cortés. Muñoz, hombre obstinado en la extrema crueldad, consuma sin tregua y en brevísimo tiempo un estrago entre culpables y sospechosos en nombre de la Corona: destierros, cárceles, ejecuciones. Una de las imágenes más impresionantes es cuando Rodríguez Galván describe las cabezas de los auténticos o supuestos conspiradores “levantadas sobre escarpines en la gran plaza”. Agigantado por la leyenda, Muñoz es uno de los personajes más siniestros en la historia de la Nueva España, y Rodríguez Galván, al hacer su retrato moral y físico, lo hace más siniestro. En una recreación de fábula, Rodríguez (como lo llamaban los amigos) le crea una debilidad y lo lleva a enamorarse de una joven de veinte años, virtuosa y bellísima, benefactora de los indios, Ana Cervantes, hija del alcalde, quien está a un día de casarse con un noble, Baltasar Quesada, a quien Muñoz, para separarlos, lo manda a encarcelar, y al verse Muñoz imperiosamente rechazado por Ana, ordena decapitarlo. Advertido de los excesos criminales, Felipe II ordena a Muñoz volver a España, quien conocerá y ya un inmediato y aciago adiós.

“El visitador” tiene su correspondiente en el teatro de Rodríguez Galván en la pieza Muñoz, visitador de Méjico. La historia es esencialmente la misma pero varían nombres, estado civil, hechos secundarios y conclusión. Ana en la pieza es Celestina; “una criada de edad provecta” es Berta; Baltasar Quesada es Baltasar Sotelo, o más explícito, en la conjuración están los hermanos Pedro y Baltasar Quesada, pero éste no es el prometido como en el cuento, sino un conjurado. En la obra de teatro es más intensa que en el cuento histórico la crueldad de Muñoz. Narrada en verso, los metros más utilizados son el octosílabo y el endecasílabo. El largo tercer acto, cuando se urde la conspiración para matar a Muñoz, y el desenlace sorpresivo, son lo más intenso de la obra.

 

El melodrama germinal de Rodríguez Galván

Si el melodrama en México ha sido lo natural en las ficciones, en el teatro, en el cine y en la televisión, en la novela corta de Rodríguez, La procesión, hallamos un típico ejemplo de esa primera mitad del XIX. Los hechos acaecen durante el Jueves de Corpus de 1836, y los protagonistas, que se hallan en la calle de San Francisco viendo el acto religioso, son doña Joaquina, su hija, su sobrino Julián y su amiga doña Manuela. Doña Joaquina detesta las procesiones porque en 1820 Dorotea, su primera hija, un mismo Jueves de Corpus, se extravió y porque son un pretexto para que los ricos se luzcan en sus carruajes, presuman un catolicismo artificioso y desprecien a quienes son económicamente inferiores. Su sobrino Julián, muchacho de veintidós años, está enamorado de una muchacha rica (Isabel), quien está por casarse con un petimetre francés, que sólo va a la caza de la fortuna del padre. Julián la busca desesperadamente, esperando a que asome al balcón. No sabe ni imagina que la joven Isabel es Dorotea, la hija que doña Joaquina perdió y el hecho cambió esencialmente la vida de la familia. Doña Joaquina perdió a Dorotea, luego perdió al marido y acabó adoptando a su sobrino Julián.

En las ficciones, más importante que lo verdadero es que parezca verosímil, es decir, lo que se cuenta y cómo se cuenta; en La procesión hay algo que nos aleja por la exageración fácil de la credibilidad: no parecen verosímiles ni la entrada subrepticia de Julián a la casa de Isabel; ni que el año anterior, desde que la sigue, Isabel se haya enamorado también del muchacho pobre sólo de verlo furtivamente de lejos; ni que Julián vaya a buscar al cobarde petimetre francés (La Braconier), prometido de Isabel, a desafiarlo; ni que los azares lleven a descubrir que Isabel es Dorotea, la hija perdida de doña Joaquina, es decir, su prima, y que a las primeras el padre de Isabel, don Santiago, gustoso consienta de inmediato la boda. No es que eso no pueda ocurrir, sino que en la narración suenan falsamente lacrimosos.

 

Mala estrella y muerte prematura

Estos tres cuentos y la novela corta, más allá de digresiones moralistas o sentenciosas, de metáforas de dudoso gusto, de exageraciones sentimentales, dejan ver que Rodríguez no sólo tenía un talento inusual como poeta, sino también tenía buenas dotes como narrador y dramaturgo, y duele comprender lo que significó para la literatura mexicana su repentina muerte a los veintiséis años en La Habana, Cuba, a causa de la malaria, el 25 de julio de 1842. Su destino era Caracas, donde gracias a la recomendación del ministro de guerra, el general José María Tornel, que estimaba su talento, iría a trabajar en la Legación Extraordinaria de las Repúblicas del Sur e Imperio del Brasil. Su “mala estrella”, de la que él hablaba de tener, se volvió una sombra sin regreso.

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