Muy futurista

- Guillermo Samperio - Sunday, 15 May 2022 01:15 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

Si de casualidad vive en un edificio viejo pero medio cuidado donde, como de antiguo, en lugar de números, los departamentos se indican todavía por letras, tendrá un gran gusto porque decir “departamento R” a su interlocutor, sobre todo si es más joven que usted, le intrigará al muchacho y, al final, le parecerá “muy nice, muy… cómo decirlo, muy futurista”. Usted le sonríe con un gesto en los labios entre de gusto y de burla, pero la persona sólo identifica la primera intención y usted agregará, para no herir susceptibilidades, que en efecto, es futurista y, claro, está nice. Usted lo invita a entrar a su departamento que, a no dudar, tiene arreglado un poco a lo postmoderno, combinado con la decadencia de algunos muebles un tanto viejos, pero con su mano de gato.

Un problema de vivir en edificios de letras o de números romanos en la actualidad no es tanto una cosa o la otra, sino que nadie se habla en  todo el edificio; quizás, de forma eventual, un saludo medio masticado y párele de contar. Otro problema son los alambres o los mecates para tender, si no hay jaulas, y no falta uno que otro pleito de tendederos, ya que, si lo piensa bien, un edificio que usa todavía letras en lugar de números es que se trata de un inmueble de los años cuarenta, aunque el dueño, nada tonto o muy abusador, ha vuelto los antiguos cuartos de servicio de cada departamento en departamentitos y esos sí están numerados, de acuerdo con la modernidad, pero sigue sin poner jaulas. Ya hubo un pleito tremendo por ello, pues la familia del departamento A es la única rijosa del edificio (tal vez porque tiene el “a”, o sea los primeros), y la señora de allí, una viejita todavía medio activa traía pleito con la del J.

Coincidieron en la azotea, se hicieron de palabras, como otras veces, luego de manos, pero como la del J es una mujerona joven, fuerte y alta, con un solo empujón la mandó al piso y la vieja pegó su cabeza contra un muro, se lastimó el cuello y quedó tendida, arribó la policía y una ambulancia. Bajaron a la viejita con camilla voladora por un tragaluz, tal vez el mejor viaje que ha hecho tal mujer anciana. Los hijos de esta longeva amenazaron de muerte a la del j, cuyo marido es taxista, al cual engañaba, y pronto se fueron: la muerte es la muerte tenga lugar o no.

Yo aproveché para cambiarme al J, pues era más grande que el mío, pero tal vez estaba maldito o heredé la rabia de los del Y; el esposo de la viejita, otro viejito, le ha dado por ponerme toda la correspondencia en mi buzón que es un cajón sin cajón, como todos, correspondencia que ya nadie utiliza en el edificio, es decir de la gente que se ha cambiado y no avisa a sus bancos, empresas, amistades o a las oficinas de gobierno, que ya no viven allí desde hace veinticinco, diez, cinco o tres años, a las oficinas respectivas. Con tal viejito entablé una lucha permanente, pues a veces le repletaba su cajón incluso con volantes de pizzas, hamburguesas, tacos, tamales, etcétera. Pero él incrementó su acción, metiéndome debajo de la puerta de mi departamento más correspondencia y anuncios. Desde luego, cuando él y yo nos veíamos de frente nos saludábamos con toda cordialidad como si fuéramos unos caballeros del siglo XVIII por completo inocentes.

Sin embargo, mi paciencia llegó a su límite, ya que mis problemas existenciales, monetarios (debía cuatro rentas), la tremenda ruptura con mi mujer en turno, la ausencia de mis hijos que nunca me visitan, la soledad que me ha ido cercando, me llevaron a concebir una carta como las del estadunidense The Unabomber, la cual llevaría un explosivo muy potente, desde luego la carta dirigida a nombre del anciano que, en verdad, no entendía cómo seguía vivo, lo mismo su ultra-anciana mujer. Así que me asesoré en Tepito (donde venden de todo) y allí me la prepararon de forma estupenda. Esa misma tarde (18:23 pm), ya oscureciendo, la dejé en su cajón sólo con unas siete cartas equívocas; cerca de las ocho de la noche escuché el bombazo, retumbó el edificio, hasta se movió un poco y pensé que los de Tepito se habían pasado de detonantes. Desde entonces, el departamento está vacío, con tablas en lugar de puerta de entrada. Culparon a la mujer fornida y a su esposo el taxista, quienes parece que huyeron hacia Centroamérica. En la actualidad sólo está en mi cajón la poca correspondencia que me llega. Murieron los viejos y la humanidad debe agradecérmelo y en especial el edificio y su dueño; además fallecieron las más presumidas y groseras hijas de ambos. Como fui guerrillero, no tengo el menor cargo de conciencia y sigo con mis actividades en mi departamento “nice y postmoderno.”

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