Desde la clandestinidad: el cine mexicano incómodo

- Rafael Aviña - Sunday, 12 Jun 2022 06:15 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
A lo largo de la historia, siempre ha habido obras de arte que por su tema y tratamiento resultan “inadecuadas”, “irritantes” o de plano “inaceptables” para la censura o la moral establecida. Este artículo nos presenta algunos ejemplos en la producción cinematográfica de nuestro país en las últimas décadas.

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Mi cosita bonita se había reducido al tamaño de una tripita, pero todavía la tenía de fuera… como una pluma cuando se te queda colgada. Claro que no se me notaba porque estaba chiquitérrima…” El 25 de junio de 1999 se estrenaba un filme insólito inspirado en la novela homónima de Eusebio Ruvalcaba, de la que citamos un breve párrafo: Un hilito de sangre (1995), dirigida cuatro años atrás por el debutante Erwin Neumaier. Una película enlatada que se estrenó sin pena ni gloria y salió para trastocarse en otra de esas leyendas de la clandestinidad.

En aquel 1999, año en que estaban por estrenarse títulos exitosos como La ley de Herodes, de Luis Estrada, Amores perros, de Alejandro González Iñárritu y Perfume de violetas, de Maryse Sistach, uno de los problemas a los que se enfrentaban las nuevas generaciones de cineastas mexicanos era la falta de continuidad en sus trabajos, lo que impedía su consolidación y provocaba la fractura de sus trayectorias personales. Tal como le ocurrió a Un hilito de sangre, varias décadas atrás otras cintas nacionales asustaron a la censura de su momento, como fue el caso de La mancha de sangre (1937), de Adolfo Best Maugard –¿otra referencia alegórica al himen roto?–, cuyo pecado, además de mostrar un desnudo femenino frontal en primer plano, fue que las prostitutas de un cabaret llamado “La mancha de sangre” rompían el arquetipo tradicional impuesto por Santa, para ejercer con placer un oficio como cualquier otro. Estrenada en 1943, desapareció hasta 1994 cuando la Filmoteca de la UNAM la rescató.

El escándalo de Un hilito de sangre se inició desde el momento en que la novela escrita por Ruvalcaba en 1991, merecedora del Premio Agustín Yáñez, fue retirada de los estantes de Sanborns luego de ser tachada de pornográfica. Neumaier y su guionista, Alejandro Lubezki, adaptaron libremente el texto con la anuencia del autor y del Centro de Capacitación Cinematográfica dentro de su programa de óperas primas. El resultado: un traslado ingenioso, en suma divertido e irreverente del mundo infantil-adolescente, en tiempos cuando la corrección política y la autocensura no echaban por tierra las ideas y la audacia.

Para su desgracia o para su fortuna, Neumaier y Lubezki desconocieron una palabra mágica de nuestro cine: “alinearse”. Por el contrario, su película abandonaba los lugares comunes para describir el proceso de madurez adolescente y presentar una visión desparpajada de un chamaco calenturiento y soñador (un rollizo Diego Luna antes de su transformación en gran estrella), obsesionado por los calzones verdes de una adolescente (Ana Castro) a la que sigue incluso hasta la capital tapatía buscando realizar sus sueños eróticos.

De hecho, el caso de Un hilito de sangre se emparentaba de algún modo con el del neolonés Víctor Saca, responsable de En el paraíso no existe el dolor, de 1993 y estrenado hasta 1998, que padeció el desprecio de las mismas autoridades del Imcine que la produjeron, debido a su manera de retratar temas no aptos para moralistas. En ella, Saca desglamurizaba sus ambientes sórdidos, al igual que a sus prostitutas y chichifos, creando personajes creíbles que iban de lo patético a lo emotivo, e incluso a lo repulsivo, como ese incidental Mr. Jalisco, un criminal que se gana la vida en ligues homosexuales de alto riesgo. Armada por constantes regresos al pasado, Saca, también egresado del CCC, relataba una historia de emociones compartidas por un grupo de personajes solitarios. Manuel (Fernando Leal) y Marcos (Miguel Ángel Ferriz) deambulan melancólicamente debido a la muerte por sida de un tercero, Juan (Fernando Palavicini), primo de Marcos y amante y socio de Manuel en una localidad neolonesa donde reinan la violencia, la frustración y el horror social.

A un texto irreverente como el de Ruvalcaba se le dio un tratamiento aún más lúbrico y subversivo para contar las peripecias de un púber voyeurista, en una suerte de traslado irónico de fin de siglo de Las batallas en el desierto –el extraordinario libro de José Emilio Pacheco. En efecto, León –estupendo Diego Luna– encarna al Carlitos de la colonia Roma de los noventa, con todo y su Mariana en la figura de Osbelia, en medio de una familia disfuncional, agresiva y vulgar. Un filme que se mueve entre el humor y la violencia, entre la reflexión y la burla irónica con personajes sórdidos pero muy divertidos, como el vejete que encarnaba el gran Jorge Martínez de Hoyos, un obsceno muñeco de ventrílocuo (voz de Dario T. Pie), una niña ciega y pervertida (Yuriria Rodríguez) y un curioso restaurantero chino (Naoto Matsumoto) que introduce a León en un universo de balaceras, persecuciones y despertar sexual.

Un hilito de sangre no es una película fácil; sin embargo, estaba lejos de ser un experimento universitario. Se trataba de un filme audaz, nada timorato, escatológico y algo irresponsable que evitaba todo contacto con el cine de calidad light de aquel entonces, como Cilantro y perejil o Sexo, pudor y lágrimas. Por supuesto tiene sus fallas técnicas en una sucesión de viñetas, algunas mejores que otras, con un final tal vez apresurado; no obstante, la cinta está bien construida narrativa y visualmente y consigue sacar adelante las escenas eróticas entre un adolescente y una mujer adulta (Claudette Maillé) y otra niña ciega, motivo central de su ocultamiento.

Los anónimos y mediocres en la pantalla

En estos días –finales de mayo, principios de junio de 2022– coincide el lanzamiento de un par de obras independientes que han seguido un camino similar desde la clandestinidad y la falta de oportunidades para exhibirse en salas. Por un lado La huésped (2015), de Pedro Pablo de Antuñano, en aquel entonces, director jurídico y de Gobierno de la Delegación Cuauhtémoc bajo el mando de Ricardo Monreal, reestrenada de alguna forma por TV UNAM a fines del pasado mayo, y ¿Te veré en el desayuno? (2006), ópera prima de Rodrigo Pizá a partir de la novela homónima de otro notable e irreverente escritor: Guillermo Fadanelli, recién proyectada dieciséis años después de filmada, gracias al Museo del Cine Mexicano, Content One y Moho, en el Centro Cultural Bella Época.

Filmada en locaciones de la colonia Condesa y sobre todo en el Centro Histórico (Moneda, Vizcaínas, Santo Domingo y más) y proyectada en su momento en el Festival Internacional de Cine de Singapur, La huésped es un atípico drama psicológico sobre un burócrata asesor financiero de cuarenta y cinco años, Genaro Basurto (eficaz Antuán o Antonio Zagaceta), que descubre su verdadera vocación y personalidad oculta cuando se “encuentra” con su otro yo: Nina, una bella y joven compañera de trabajo que interpreta Michelle Berúmen y que termina por desquiciar su cotidianidad al lado de su chocante esposa (estupenda Claudia Goitia), sus dos hijos y un compañero de trabajo (Iván Tula).

Más allá del pasado político de su realizador, así como de sus evidentes defectos técnicos e histriónicos en los papeles secundarios, La huésped, escrita por José Luis Trejo, apuesta por un arriesgado clímax tan desconcertante como inesperado, y no sólo eso: tiene la particularidad de incluir en el reparto a actores no profesionales; varios de ellos, jóvenes en situación de riesgo que tuvieron familiares en la cárcel o que accedieron a las drogas, a los que se les dio un taller de actuación y formación fílmica.

Por último, ¿Te veré en el desayuno?, producción México-Canadá ambientada en los años noventa, anticipa los personajes pobrediablescos y patéticos de La huésped. Esa enorme capacidad de ironía que muestra Fadanelli en su obra literaria y en sus cortos cinematográficos, así como su gran sentido de la observación para escudriñar en la cotidianidad de seres anónimos, mediocres y solitarios, es trasladado con eficiencia por Pizá a la pantalla grande. Ulises (Rodolfo Cerdán) es un contador que vive en Tacubaya, que aspira a obtener un ascenso que sabe imposible y que a los treinta y nueve años sabe que ya no es un joven, inicia una relación formal con Cristina (Adriana Ramona Pérez), una prostituta que guarda fotografías de los hombres que se han enamorado de ella y a la que invita a vivir a su casa. Adolfo (Roberto Ríos Raki), excompañero de la primaria de Ulises, es un veterinario fracasado incapaz de distinguir entre un perro y un coyote, cuyo padre muere mientras se lavaba los dientes, que vive obsesionado con la joven e ingenua Olivia (Patricia Madrid), su vecina en la Unidad Independencia, a la que observa desde su ventana todos los días.

Una tragedia brutal los unirá cuando Olivia es violada por tres hombres y consigue arrancar un trozo de labio de uno de los atacantes, que conserva entre los dientes durante su traumático proceso de rehabilitación, y Adolfo logra acercarse, entablando una amistad con los perturbados padres de ella; la plática sobre los calzones femeninos entre la hija y el padre o el diálogo con la madre sobre la maternidad resultan notables.

¿Te veré en el desayuno? es un relato incómodo, cuya virtud radica paradójicamente en lo deprimente de su propuesta: una épica cotidiana de la infelicidad cuando las relaciones amorosas son forzadas o nacen de situaciones erróneas. En una época en la que todas las desechables comedias románticas mexicanas vía Netflix se empeñan en mostrar finales felices inverosímiles, un filme como el de Pizá sorprende por su capacidad para escupir en la cara la realidad del día a día, la fragilidad de las relaciones y el sentido de la existencia a través de la frustración.

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