'Águila o sol': Cantinflas, Arcady Boytler y la interpretación del silencio

- Sergio J. Monreal - Sunday, 26 Jun 2022 10:55 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
'Águila o sol' (1937), una película señera del talentoso director ruso Arcady Boytler (1895-1965) con el primer gran Mario Moreno Cantinflas (1911-1993), la trama y el contexto social y cultural del filme son el asunto de este ensayo que, como el protagonista, nos convoca a la pregunta y su lacónica respuesta: “Desde el momento en que yo fui, ¿quién eres? ¿Por qué? Entonces: interpreta mi silencio.”

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El nudo argumental de la película Águila o sol, rodada en 1937 por el cineasta ruso Arcady Boytler, bien podría resumirse de la siguiente manera: Polito Sol (Mario Moreno Cantinflas), cómico de carpa a quien una noche de amargas entrevisiones y pesimistas augurios han llevado de la apoteosis escénica a la confidencia de cantina y la obcecación alcohólica, se ve atrapado en un sueño: el sueño de una noche de cabaret, a la que han acudido a hurtadillas todos los encargados de servir de coordenadas para el universo personal que desde la absoluta orfandad había conseguido erigir a su alrededor. Pero ninguno de ellos da traza de reconocerlo, y tanto su patrón como sus hermanos van adquiriendo ante sus abordajes e interpelaciones una actitud progresivamente hostil.

Durante el pasaje onírico donde Polito ve cumplidos y sobrepasados sus más funestos augurios de pérdida, olvido, orfandad y exilio, cobra crucial importancia la manera en que Arcady Boytler dispone los términos del ingreso al sueño. Polito, borracho tras una visita a la cantina en compañía de su hermano Carmelo (Manuel Medel), se ha metido a regañadientes a la cama, convencido con alcohólica obcecación de que su novia se marchó al cabaret para encontrarse con un desconocido admirador que le envía flores. En realidad, hace rato ya que ella duerme en la habitación de al lado, pero el empecinamiento de Polito la imagina saliendo de puntillas en medio de las sombras mientras él duerme, risueña y con atavíos propios para augurar una inequívoca noche de farra. Mediante un efecto de cámara, del Polito dormido se desprende literalmente un Polito soñado, permitiéndose –antes de salir tras las inmateriales prófugas– la licencia de tomar de la mesa una botella de gasolina que supone de licor, y de cobijar el cuerpo deshabitado que deja sobre la cama. Se trata de un desdoblamiento que homenajea, recobra y ajusta en clave nacional el célebremente inmortalizado por Buster Keaton en Sherlock Junior (1924). A partir de ahí, y hasta el final del sueño, Cantinflas-Polito quedará dividido en dos: asistiremos a la cadena de desencuentros que el cabaret onírico le tiene deparado, asomándonos cada tanto a la vigilia donde el que duerme se revuelve y agita al compás de los pormenores de su pesadilla. Hasta el instante crucial donde soñado y soñante –dos que son y no son el mismo– quedan dispuestos el uno frente al otro, de nueva cuenta como delante de un espejo.

El soñado increpa al soñante, reclamándole su indiferencia ante la zozobra de cuanto le ocurre: “Con razón me está pasando lo que me está pasando, señor. Adriana ni me reconoce, Castro me acaba de pegar y tú tan tranquilo como si no pasara nada.”

El soñante increpa al soñado, reclamándole tanto su abandono como los daños y perjuicios que éste, sin deberla ni temerla, le está haciendo padecer: “Me quedo dormido, tú te levantas, ni avisas, te tengo que estar siguiendo. Ahora resulta que ya te peleaste, te pegaron. Con razón yo traigo un golpe… no sé ni a qué horas.”

Al final, el breve intercambio queda zanjado en los siguientes términos: “De plano, o andas conmigo, o andamos los dos juntos, o no andas, o no quieres.”

Ganarse las tablas

El público del teatro popular que hizo nacer a Cantinflas era, por principio, un público impertinente, protagónico, activo. Quien ocupaba sitio en la butaca de la farándula más humilde, asumía que el importe desembolsado le autorizaba para interpelar de viva voz cuanta humana presencia apareciera sobre las tablas, haciéndole sentir con proporcional intensidad su aprobación o su inconformidad. Mario Moreno, lo mismo que multitud de excepcionales actrices y actores forjados en las carpas, templaron su talento y conquistaron la devoción de la audiencia en ese exigente, rijoso, rudo contexto, no apto para la pusilanimidad. El artista, dado que en ello le iba el pan, tenía del todo prohibido corresponder a la presión del respetable en sus mismos términos; sólo quedaba el recurso de vencer y convencer por vía de la seducción. Ese prodigioso segundo en que los cómicos, sin necesidad de volver los ojos hacia la galería, advierten con toda nitidez haber capturado la atención de quienes miran, llevándoles al espontáneo y expectante silencio, al entusiasta y extemporáneo aplauso, o a la exclamación y el comentario. Las diversas modalidades de participación activa por parte de quien mira, lejos ya de invadir con amagos de externa interrupción cuanto sucede en la escena, pasan a incorporarse como parte del espectáculo, elevando así al público a la categoría de cómplice y coartífice, o limitándose a evidenciar una cualidad y una condición que en todo momento le han sido consustanciales.

Arcady Boytler, formado a la par en los poderosos veneros europeos del teatro de variedades y del arte de vanguardia (colaboró con Stanislavski, Meyerhold, Baliev y Eisenstein), se interesó siempre por restituir, recordar o resguardar para el público cinematográfico esa misma complicidad, esa responsabilidad compartida. No resulta pues gratuito, casual ni irrelevante el hecho de que, en 1932, su primer proyecto en México fuese un híbrido fílmico-teatral titulado El espectador impertinente, y desarrollara en diez minutos la historia de un espectador cinematográfico (el propio Boytler) quien, tras increpar a una mujer que cantaba en pantalla (Anita Ruanova), era retado por ella para que saltase de su lado y probara hacerlo mejor.

Ese directo intercambio entre la realidad del ensueño fílmico y la realidad de la vigilia cotidiana animó de principio a fin la obra de Arcady Boytler, alcanzando su más nítida, completa y compleja enunciación en La mujer del puerto y Águila o sol. Sueño, ensueño y vigilia se funden en una sola patria compartida, desde la cual el espectador (siempre que sostenga cabal apertura para la impertinencia a que se le convoca) ve plenamente restituidos los derechos fundamentales de su mirada libre: el derecho al entendimiento, el derecho a la habitabilidad.

Una de las lecturas habituales al abordar el habla característica de Cantinflas, se afana en privilegiarle méritos de crítica social y denuncia política como parte del dominante contexto de demagogia y verborrea que el estado de la Revolución institucionalizada terminaría convirtiendo en uno de sus rasgos distintivos. Sin desestimar dicho enfoque, sino antes bien precisándolo como un específico matiz dentro de una perspectiva de mayor amplitud, pareciera más adecuado situar los usos idiomáticos de Cantinflas como una estrategia de contacto (a la vez identificación, apropiación, rechazo, celebración y lamento) con lo indecible. Señala al respecto Carlos Monsiváis: “Estoy convencido de que Cantinflas, al principio, más que burlarse de la demagogia, como aseguraron varios críticos, lo que intenta es asir un idioma, apoderarse de un idioma a través de esas fórmulas laberínticas que lo depositen en el centro de su significado.”

Interpreta mi silencio

Cantinflas no dice nada; sin embargo, no para de hablar. De tal suerte, cristaliza la improbable opción de verbalizar el silencio, en una línea que no resulta desmedido emparentar con la que años más tarde desarrollarían en la literatura y la escena europeas Eugene Ionesco y Samuel Beckett.

El absurdo, que suele asumirse en automático como abolición radical de todo sentido, en sus ejemplos artísticos perdurables ha representado siempre una sostenida demanda por redimensionar la noción misma de sentido. A menudo, el tumulto verbal que en Ionesco inflama la carcajada hasta reducirla a hueca cáscara de sí misma, o la muda, árida destilación de densidades que en Beckett pronuncia sin enunciar, hacen emerger desde un vacío de multiplicados espejos cierta peculiar elocuencia al comienzo imperceptible. Si algo poseen de inquietante denominador común las travesías creadoras arbitrariamente reunidas bajo la etiqueta “Teatro del Absurdo” es ese instante en que el caótico palabrerío principia, sin afectar alteración alguna, a nombrar.

De manera análoga, puesto que se ha convenido norma la carencia absoluta de significados en cuanto Cantinflas chapurrea, tenderá a juzgarse ociosa la tentativa de apreciar cualquiera de sus diálogos más acá de la total insignificancia. No obstante, en manos de Arcady Boytler, para rematar el primer sketch hablado de Cantinflas –el primer despliegue integral de sus atributos lingüísticos y gestuales en la pantalla cinematográfica–, Cantinflas en efecto termina diciendo, enunciando, nombrando. La pantalla muestra el escenario de un teatro de segunda durante la función; la escena teatral muestra una calle cualquiera de la ciudad; ahí, Polito y Carmelo, enmascarados de nadie (pareja de zarrapastrosos recogiéndose a dormir tras otra jornada de precariedad y holganza) intercambian chistes y puyas. A una invectiva de Carmelo, replica Polito, para conducir el sketch a su desenlace: “Desde el momento en que yo fui, ¿quién eres? ¿Por qué? Entonces: interpreta mi silencio.”

¿A quién va dirigida esta demanda, entendible lo mismo en términos de súplica que de reto y condena? ¿Al espectador cinematográfico, que en ese sketch ve inaugurada la opción de fascinarse por la extrovertida manera de callar de Cantinflas, por ese incesante parloteo donde la vocación de silencio no se disimula nunca, por esa obstinación de comunicar lo innombrable desde lo innombrable mismo? ¿O al propio actor-personaje-persona, que se desdobla simultáneamente del rostro a la máscara y de la sobremáscara al vacío que hay detrás del rostro? ¿Resulta lícito conjeturar siquiera un deslinde de ambas alternativas, cuando su sola formulación evidencia la puntual correspondencia entre quien mira y quien es mirado, desde el momento que en pantalla Mario Moreno es Cantinflas, Cantinflas es Polito, y Polito sube al escenario para volverse la extrema caricaturización del peladito sin nombre que al nivel de la calle y de la cotidianidad social equivale a nadie? Desde el momento en que yo fui, ¿quién eres?

Al interior de la ficción fílmica que Águila o sol plantea, el apelativo “Cantinflas” no existe. El personaje que Polito Sol materializa en las tablas carece de título, denominación, nomenclatura. Él y Carmelo se maquillan y atavían de algo que ha constituido cotidiana sustancia para sus vivencias y videncias desde que eran niños: lo marginal, que a ras de realidad no demanda atención sino para establecer respecto suyo una distancia precautoria, pero que merced a los hechizos de la representación escénica puede devenir privilegiado y magnético a través de la alquimia adecuada.

Interpreta mi silencio. La palabra “interpretación” ha de considerarse aquí simultáneamente de acuerdo con sus dos usos habituales. Diciendo “interpreta mi silencio”, al espectador solicitará (de ahí la perdurable fidelidad retribuida al personaje) que Cantinflas otorgue cuerpo a lo más indecible de sí mismo, que es a un tiempo lo más indecible del país que acaba de nacer. En retribución, diciendo “interpreta mi silencio” Cantinflas exigirá que el espectador afane el más despierto azoro en el desciframiento de su peculiar manera de verbalizar el enmudecimiento, de callar parloteando.

Nunca como bajo la mirada de Arcady Boytler volverá Cantinflas a revelar a tal extremo su esencial condición de sueño lúcido.

 

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