Virginia Woolf la habitación de las palabras (una emisión radiofónica)

- - Sunday, 07 Aug 2022 07:31 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La editora, dramaturga, ensayista y novelista Virginia Woolf (Londres, Reino Unido, 1882-1941) es autora de títulos clásicos como 'Las olas', 'Al faro', 'La señora Dalloway' y 'Una habitación propia', y es también una de las figuras más destacadas de la historia de la literatura, célebre por su prosa experimental, minuciosa, cargada de poesía, capaz de producir imágenes totalmente nuevas para la narrativa.

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En 1912, con treinta años de edad, Virginia Woolf contrajo matrimonio con el también escritor Leonard Woolf, y juntos fundaron la ahora mítica editorial Hogarth Press, que publicó los trabajos de T.S. Eliot, Katherine Mansfield y Sigmund Freud, sólo por mencionar a algunos. En 1915 publicó su primera novela, Fin de viaje, pero no fue hasta después de la aparición de las novelas La señora Dalloway y Al faro que obtuvo reconocimiento y elogios por parte de la crítica literaria.

Han transcurrido más de ochenta años desde la muerte de la escritora británica. Para recordarla, traducimos la emisión radiofónica de la BBC en la que participó Virginia Woolf el día 29 de abril de 1937 como parte de una serie llamada Words Fail Me. Sólo se conservan ocho minutos de la emisión original, y es una de las pocas grabaciones que se conocen de la escritora británica. Más tarde se convirtió en un ensayo titulado Craftmanship, que se publicó como parte de la colección The Death of the Moth, and Other Essays.

Las palabras, las palabras inglesas, están llenas de ecos, de recuerdos, de asociaciones, naturalmente. Han estado en boca de las personas –en sus casas, en las calles, en los campos– durante muchos siglos. Y esta es una de las principales dificultades para utilizarlas en la actualidad: que están tan cargadas de significados, de recuerdos, de tal manera que han contraído muchísimos y célebres matrimonios.

La extraordinaria palabra “encarnado”, por ejemplo, ¿quién puede usarla sin recordar también “mares multitudinarios”?* Antiguamente, desde luego, cuando el inglés era una lengua joven, los escritores podían inventar nuevas palabras y utilizarlas. En la actualidad resulta bastante sencillo inventar nuevas palabras –se nos ocurren en cada ocasión que vemos algo novedoso o sentimos algo nuevo–, pero no podemos utilizarlas, porque el idioma es antiguo. No se puede utilizar una palabra nueva dentro de una lengua antigua por el hecho –tan obvio como misterioso– de que una palabra no es una entidad única y separada, sino parte de otras palabras. No es una palabra hasta que forma parte de una frase.

Las palabras se pertenecen entre sí, aunque, por supuesto, sólo un gran escritor sabe que la palabra “encarnado” pertenece a “mares multitudinarios”. Combinar palabras nuevas con palabras antiguas resulta fatídico para la construcción de la frase. Para utilizar correctamente las palabras nuevas, habría que inventar un nuevo lenguaje, y eso, por el momento, no es nuestro tema, aunque sin duda llegaremos a ello. Nuestra preocupación es ver qué podemos hacer con la lengua inglesa tal y como permanece en la actualidad. ¿Cómo podemos incorporar las palabras antiguas en nuevos órdenes para que sobrevivan, para que produzcan belleza, para que digan la verdad? Esa es la cuestión.

Y la persona que pudiera responder a esta pregunta merecería cualquier corona de gloria que el mundo le ofreciera. Piense en lo que significaría si se pudiera enseñar y aprender el arte de escribir. Cada libro, cada periódico, diría la verdad, crearía belleza. Pero, al parecer, existe algún obstáculo en el camino, algún impedimento para la enseñanza de las palabras. Porque, aunque en este momento al menos cien profesores están dando conferencias sobre la literatura del pasado, al menos mil críticos están revisando la literatura del presente, y cientos y cientos de hombres y mujeres jóvenes están aprobando los exámenes de literatura inglesa con el mayor crédito; pese a eso, ¿escribimos mejor, leemos mejor de lo que leíamos y escribíamos hace cuatrocientos años, cuando no éramos ilustrados, ni evaluados, ni formados? ¿Nuestra literatura georgiana es un remendado de la isabelina?

Entonces, ¿dónde vamos a depositar la culpa? No en nuestros profesores; tampoco en nuestros críticos; ni siquiera en nuestros escritores; sino en las palabras. La culpa es de las palabras. Son las más salvajes, las más libres, las más irresponsables, las más inasibles de todas las cosas. Por supuesto, se pueden atrapar y clasificar y colocar en orden alfabético en los diccionarios. Pero las palabras no viven en los diccionarios; viven en la mente. Si desea una prueba de ello, piense en la frecuencia con que en los momentos de emoción, cuando más necesitamos las palabras, no las encontramos. Sin embargo, ahí están el diccionario; ahí tenemos a nuestra disposición medio millón de palabras ordenadas alfabéticamente.

Pero ¿podemos hacer uso de ellas? No, porque las palabras no viven en los diccionarios, sino en la mente. Observe otra vez el diccionario. Sin duda hay obras de teatro más espléndidas que Antonio y Cleopatra; poemas más hermosos que la Oda a un ruiseñor; novelas frente a las cuales Orgullo y prejuicio o David Copperfield son burdas torpezas de principiantes. Sólo es cuestión de encontrar las palabras adecuadas y ponerlas en el orden correcto. Pero no podemos hacerlo porque no viven en los diccionarios; viven en la mente.

¿Y cómo habitan en la mente? De forma variada y extraña, tanto como viven los seres humanos, yendo de un lado a otro, cayendo en el amor y apareándose juntas. Es cierto que están mucho menos unidas por las ceremonias y las convenciones que nosotros. Las palabras de la realeza se emparejan con las plebeyas. Las palabras inglesas se casan con las francesas, las alemanas, las indias y las africanas, si se les antoja. De hecho, cuanto menos indaguemos en el pasado de nuestra querida madre inglesa, mejor será para la reputación de esta dama. Porque se habrá ido a la deriva; justamente eso: una bella doncella a la deriva.

Por lo tanto, establecer cualquier ley para estas incuestionables vagabundas resulta algo peor que inútil. Unas cuantas reglas insignificantes de gramática y ortografía son todo lo que podemos imponerles. Todo lo que podemos decir de ellas, cuando las observamos por encima del borde de esa caverna profunda, oscura y vacía, a duras penas iluminadas en la que viven –la mente–, es que parece que les agrada que la gente piense y sienta antes de usarlas, pero que piense y sienta no sobre ellas, sino sobre algo distinto.

Son muy sensibles, se cohíben con facilidad. No les gusta que se discuta su pureza o su impureza. Si se creara una sociedad para el inglés puro, mostrarán su animadversión instaurando otra para el inglés impuro. De ahí la violencia antinatural de gran parte del discurso moderno: es una protesta contra los puritanos. También son muy democráticas, creen que una palabra es tan buena como cualquier otra: las palabras sencillas son tan buenas como las cultivadas, las palabras incultas como las eruditas, no hay rangos ni títulos en su sociedad.

Tampoco les gusta que las excluyan con la punta de la pluma y las examinen por separado. Van unidas, en frases, en párrafos, a veces durante páginas enteras. Odian ser útiles; odian ganar dinero; odian que se les dé un sermón en público. En resumen, odian cualquier cosa que les imprima un significado o las limite a una posición, porque su naturaleza es evolutiva.

Tal vez esta sea su peculiaridad más atractiva: su necesidad de transformación. Es porque la verdad que intentan captar tiene múltiples vertientes, y la transmiten siendo ellas mismas polifacéticas, que muestran este camino, luego otro. De este modo, significan una cosa para una persona y una distinta para otra; son ininteligibles para una generación y tan claras como una lanza para la siguiente. Y es gracias a esta complejidad que sobreviven.

Por lo tanto, quizá una de las razones por las que hoy no tenemos ningún gran poeta, novelista o crítico literario es porque negamos a las palabras su libertad. Las limitamos a un significado, el significado útil, el significado que nos hace tomar el tren, el significado que nos hace aprobar el examen. Y cuando las palabras son inmovilizadas, pliegan sus alas y mueren.

Por último, y lo más importante, las palabras, al igual que nosotros, para vivir cómodas necesitan intimidad. Sin duda les gusta que pensemos y sintamos antes de usarlas; pero también les gusta que hagamos una pausa, que nos volvamos inconscientes. Nuestra inconsciencia es su intimidad; nuestra oscuridad es su luz... Esa pausa se realiza –esa cortina de oscuridad se permite caer– para tentar a las palabras a unirse en uno de esos matrimonios rápidos que son imágenes perfectas y que producen belleza eterna. Pero no, nada de eso va a suceder esta noche. Las pequeñas desgraciadas están fuera de sí, desobligadas, desobedientes, mudas. ¿Qué es lo que murmuran? “¡Se acabó el tiempo! ¡Silencio!”

 

* Virginia Woolf hace alusión a los versos de Macbeth de William Shakespeare, Acto 2, escena 2, líneas 60-61, cuando, después de asesinar a Duncan, Macbeth dice: “No, this my hand will rather/ The multitudinous seas incarnadine” (“No, en todo caso en mi mano/ Encarnan los mares multitudinarios.”) (N. del T.)

 

Nota y traducción de Roberto Bernal.

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