Cartas desde Alemania

- Ricardo Bada - Sunday, 21 Aug 2022 08:00 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Leni Riefenstahl: paradojas de historia y arte

 

Suele decirse que el fascismo no produjo obras de arte, y en principio uno está de acuerdo con esa afirmación. Pero uno faltaría a la más elemental de las normas precautorias si olvidase que la única regla sin excepción es que no hay regla sin excepción. Y esa excepción, en el caso del fascismo, existe. Son las películas realizadas entre 1934 y 1938 por Leni Riefenstahl, Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad) y Olympia: la primera tiene como tema el congreso del partido nazi en Nuremberg, la segunda los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936.

Si sólo hubiese dirigido estas películas, Leni Riefenstahl (fallecida en septiembre 2003 a la bíblica edad de 101 años) merecería ya una mención importante en la historia del cine. Y sin embargo es un mérito que se le sigue negando, no sólo por su adicción casi enfermiza al fenómeno Hitler, sino también porque en sus filmes resulta imposible disociar el fotograma de la ideología, cohonestar lo magnífico de la obra con lo bastardo del motivo.

Leni Riefenstahl nació bajo el signo de Leo el viernes 22 de agosto de 1902, hace, pues, 120 años. Siendo aún muy joven, su figura esbelta y ágil fue fijada por el celuloide cuando era bailarina de expresión. De ahí el salto inmediato a las películas que suelo llamar “orográficas” y que son todo un género en los países alpinos. A la edad de treinta años debutó como directora con Das blaue Licht (La luz azul). Es entonces cuando se produce un acontecimiento que marcará su vida para siempre.

Oyendo una arenga de un pintor de brocha gorda y excabo del ejército alemán, de nombre Adolf Hitler, esta mujer, ya famosa bailarina, actriz y directora, tiene algo así como una epifanía, se siente –según cuenta en sus memorias– “como paralizada”, experimenta la sensación –vuelvo a citarla literalmente– “de que la Tierra se ensanchase delante de mis ojos”. Y esto lo escribe, o al menos no se avergüenza de publicarlo, en una fecha tan tardía como 1987.

Tan profunda es esa fascinación que Hitler ejerció sobre ella, que mucho tiempo después, cuando el ministro de Obras Públicas y Armamentos del III Reich, Albert Speer, salió de la prisión a la que fue condenado durante el juicio de Nuremberg (escapando a la horca por lo mucho que mintió durante los interrogatorios) y publicó sus propias memorias, Leni Riefenstahl estuvo en desacuerdo con la imagen de su ídolo que aparece en ellas. Y eso a pesar de que Speer fue una de las personas que mejor conoció al austríaco nacionalizado alemán y fundador del imperio milenario que, por dicha, sólo duró doce años.

La cosa es tanto más difícil de entender si se recuerdan otras palabras en que ella condensó su credo artístico: “Me fascina lo que es bello, fuerte, sano, vivo. Busco la armonía.” ¡Cuán lejos estaba Hitler de la belleza, fortaleza, salud y vida, armónicamente conjugadas, que Leni Riefenstahl fotografió décadas más tarde en su justamente famoso libro sobre la etnia nuba en el sur del Sudán! O las que halló en sus proezas de documentalista buceadora, ya octogenaria, persiguiéndolas con su cámara hasta el fondo de los mares.

¿Qué pensar, pues? Encuadre, corte, fundido: hoy, en las películas documentales, quienes conocen las suyas, apenas ven un determinado efecto dicen “es un Riefenstahl”, del mismo modo como se reconocen un Tiziano, un Rembrandt, un Zurbarán, inequívocamente. En suma: Leni Riefenstahl, lo queramos o no, nos dejó un legado artístico. ¿Su faceta Dr. Jekyll? De otra parte, su inconmovible y acendrada fascinación por Hitler y su renuencia a admitir una culpa propia. ¿Su faceta Mr. Hyde?

Y una última reflexión harto heterodoxa y no para todos los paladares: hoy en día admiramos las catedrales, olvidando que fueron construidas por una fe que no vacilaba en quemar en la hoguera a quienes no la profesaban. Nunca deberíamos olvidar este “insignificante” detalle. Ni que tantos y tantos admirables poetas y escritores entonaran en su día cantos de devoción al padrecito Stalin, de los que nunca se retractaron.

 

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