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Anfiteatro, Alejandro Arteaga.jpeg

La afinidad de los reversos

'Anfiteatro', Alejandro Arteaga, Arlequín Editorial, México, 2021.
Moisés Elías Fuentes

 

Si un recurso se puede considerar rasgo distintivo en el trabajo de Alejandro Arteaga (Ciudad de México, 1977), es el manejo de elementos metaliterarios e intertextuales en su discurso; rasgo que, además, con el tiempo ha adquirido mayor plasticidad, otorgando al relato una envolvente agilidad rítmica, que es la que atrae a lo largo de las 211 páginas de Anfiteatro, novela que implica un paso inteligente en la evolución creativa del autor.

Merecedora del XIII Premio Nacional de Novela y Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2018, Anfiteatro se ubica temporalmente en el siglo XXI, pero con una temática que remite claramente al período de entreguerras (1919 a 1939), a la narrativa noir y al cine de espionaje tan en boga en aquel entonces. Es en este escenario múltiple que Arteaga despliega la historia de Antoine Arnaux y su aventura detectivesca para esclarecer el asesinato de Valerie Lefevbre, su otrora amante.

La trama sirve a Arteaga como base para una lograda inmersión en los movimientos culturales y en la cultura popular de entreguerras, que se anuncia en las primeras páginas con recortes de periódicos que recuerdan a ciertos filmes del expresionismo alemán, y con el telegrama. En ambos casos, periódicos impresos y telegramas son fuentes de información tachadas de anacrónicas en la actual era de las supertecnologías de la comunicación, empeñada en la desaparición de la comunicación impresa. De esta forma, las constantes referencias a la literatura devienen homenaje a la letra impresa.

Homenaje a la letra impresa, pero también a la lengua hablada, lo que se devela desde el nombre mismo de la novela, Anfiteatro, sustantivo que remite a los sitios de espectáculos y obras teatrales de la antigua Roma, a las aulas de clases y a las morgues, en especial las que funcionaban como recintos de estudio en las facultades de medicina. En los tres casos, lugares de exposición: espacios en los que se representa la ficción, en los que se comparte y se debate el conocimiento, o en los que se develan las intimidades físicas del cuerpo desnudo, despojado de vida, reducido a realidad incompleta.

En su fundamento, la narrativa noir expone al misterio como un cuerpo incompleto, no porque está muerto, sino porque no tenemos las razones de su muerte. La resolución del misterio es un acto forense, intelectual, pero también un acto emocional, toda vez que los sentimientos se involucran en el proceso de la investigación. Esa asociación de lo intelectual y lo sentimental fue un aporte esencial de los grandes maestros de la narrativa noir, algo que Arteaga ha entendido plenamente en Anfiteatro, al grado de hacerlo explícito.

En las páginas de Anfiteatro es evidente la huella de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain, entre otros autores señeros de la narrativa noir. Con todo, a pesar de su notoria influencia, no debe hacerse de lado a otros dos autores, no tan evidentes pero también decisivos: Graham Greene y John le Carré. De Greene, Arteaga aprende el tono de divertimento; de Le Carré, el dominio de los elementos de la trama, por desperdigados que se encuentren o inconexos que parezcan ser.

En esta reunión de influencias se sustenta el discurso narrativo del Anfiteatro de Arteaga, porque en dicha reunión no se anulan unas a otras, sino que se complementan y se entrelazan, donde lo probable y lo imposible se concilian para la creación de nuevas realidades, como los desconcertantes pero irrefutables juegos de imágenes del proyector en casa de Fabienne Rastier, que son bellos y seductores: “Fuera de la película y con un movimiento que no aprecié, hizo emerger del borde superior de la máquina un bastón cuya punta me señaló. En la proyección comenzó una nueva escena en la que Fabienne y yo departíamos a la sombra de un árbol como en un cuadro de amor cortés, una imagen que me conmovió sobremanera.”

Bellos y seductores, sí, pero también aberrantes e insoportables, afinidad de los reversos que difícilmente se logra y que Arteaga ha logrado con creces: “La última maniobra del objeto me sigue produciendo pesadillas.

Un nuevo clic y la escena se abrió –me arrepiento de mi curiosidad y de no haber huido antes–: Fabienne, en primer plano, con el rostro apático, casi transparente, se reconocía las manos. Al fondo, un árbol majestuoso y, en uno de sus brazos, mi cuerpo pendiendo de la horca.”

 

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