Artes visuales
- Germaine Gómez Haro | [email protected] - Sunday, 11 Sep 2022 06:07



En la entrega pasada (28/VIII/2022) se inició la reseña de la magna exhibición La América de Diego Rivera que se presenta actualmente y hasta enero de 2023 en el Museo de Arte Moderno de San Francisco, California (SFMOMA), proyecto ambicioso y visionario del curador invitado James Oles. El guión curatorial de la muestra comienza con el parteaguas que marcó el devenir artístico de Rivera a su regreso de Europa a México en 1922, la experiencia vivida en dos viajes al Istmo de Tehuantepec, donde abrevó a profundidad en las fuentes de la tradición popular indígena que consideró un ejemplo vivo de la cultura premoderna. En los mercados y calles del Istmo captó como nadie la esencia del pueblo mexicano a través de su vida cotidiana y oficios. En esas imágenes austeras y conmovedoras, vemos las pinturas de caballete más distintivas de Rivera y hoy en día más cotizadas en el mercado, pero que en sus orígenes fueron concebidas como un statement político en su afán por exaltar la dignidad de la clase obrera que consideraba el futuro de la humanidad. Su fascinación por captar el espíritu del pueblo lo lleva a pintar un gran número de hermosos retratos intimistas de madres y niños que, junto con las soberbias pinturas de Tehuantepec, conforman una sección medular de la muestra. Estas dos temáticas están profusamente representadas, algunas provenientes de colecciones privadas de difícil acceso o poco difundidas, como Vendedora de flores del Museo de Arte de Honolulu, que poca gente conoce. Es una obra soberbia, de grandes dimensiones, en la que vemos a la modelo favorita de Rivera, Luz Jiménez, hierática como un monolito azteca, en pleno dominio de una composición exuberante de flores y follaje que, de hecho, fue realizada en el estudio.
Varias salas están dedicadas a la presencia de Rivera en San Francisco. Diego llegó a la ciudad californiana en 1930 comisionado para realizar un mural para el Instituto de Arte (“La creación de un fresco mostrando la construcción de una ciudad”, 1931), pero terminó haciendo tres que fueron una fuente de inspiración fundamental para muchos artistas del Área de la Bahía que trabajaron durante la época del nuevo trato (the new deal) y para los pintores chicanos y latinos. San Francisco es hoy en día una de las capitales mundiales de la pintura mural callejera y el Distrito de la Misión es consecuencia de ello. Su segundo mural, titulado Alegoría de California (1931), se encuentra en un espacio privado conocido como el City Club, y el tercero (Unión panamericana, 1940) fue realizado para la Exposición Internacional del Golden Gate y más tarde instalado en el City College. Adicionalmente, realizó otra obra mural de menores dimensiones para la casa de los coleccionistas Sigmund y Rosalie Stern en Atherton, una zona rural en el condado de San Mateo. La obra fue posteriormente donada a la Universidad de California en Berkeley; el curador enfatiza la dificultad de transportarla e instalarla en la exhibición. Un toque lúdico es la sala dedicada a los dibujos que hizo Rivera para la coreografía del poco conocido ballet modernista de Carlos Chávez (H. P. Horsepower) que tuvo una sola función en Filadelfia en 1932, y la recreación de dos divertidos ejemplos del vestuario.
Diego Rivera pintó algunas de las obras que integran esta magna exposición hace casi cien años, en plena efervescencia de muchos de los dilemas que seguimos viviendo en la actualidad: la lucha entre las clases sociales, la búsqueda de igualdad y de justicia social, la espinosa relación entre Estados Unidos y México, el confrontamiento en vez de la concordia… Rivera siempre creyó en la idea del poder del arte como herramienta para transformar la sociedad, e inclusive lo consideró un “arma” para luchar por un mundo mejor. A un siglo de distancia, hago votos para que esas ideas utópicas plasmadas en lienzos magistrales y pinturas murales sobrecogedoras sigan siendo una inspiración.