Manuel Payno el hombre de la situación
- Enrique Héctor González - Sunday, 18 Sep 2022 08:50
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Un asunto de reconocible pero casi inexplorada naturaleza es el del prestigio equívoco que le otorga el simple paso del tiempo a algunas obras y a ciertos autores. Ya Rilke había observado que “la fama es la suma de los malentendidos que se reúnen alrededor de una persona”. La honra oficial y panegírica de un poeta menor, el prestigio de una obra que nunca dio para tanto, el olvido en que caen novelas en verdad atractivas, únicas en su tiempo, así como la gloria inexacta de otras (a veces del mismo autor) que han merecido una devoción infundada, trazan el fresco de un fiasco sin duda infame.
Reivindicar esta música perdida es siempre gratificante en virtud de que no sólo devuelve un merecido reconocimiento a su creador, sino también porque esa misma iniciativa arroja una luz impensable sobre la obra completa, redimensionando sus alcances o inhibiendo la esclerosis y la univocidad de lo que de ella sabemos. Así, la atención al Quijote ha terminado por pulverizar la que sin duda le hace falta (en el común de los lectores, no entre la crítica especializada) a Los trabajos de Persiles y Sigismunda, su novela póstuma, del mismo modo que se pasa por encima de la sutil delicadeza de la época azul de Picasso en virtud de la “fama” del Guernica o Las señoritas de Avignon.
El caso de Manuel Payno (1820-1894) es emblemático en la literatura mexicana del siglo XIX. Propiamente hablando, escribió tres novelas, dos de ellas vastamente examinadas (El fistol del diablo y Los bandidos de Río Frío), y numerosos artículos periodísticos e históricos; es, quizá, el primer cultivador de la novela corta en México, especie de la que publicó algunas docenas de textos; fue diplomático, diputado, senador, ministro: un hombre público, un político liberal moderado, se dice, que supo estar bien y mal con gobiernos tan disímiles como los de Comonfort, Maximiliano y Benito Juárez. Memorialista espléndido, muy a la manera de su contemporáneo Guillermo Prieto, Payno es un referente natural para acceder a la historia decimonónica de nuestro país. Y, entre todo eso, escribió, bajo la influencia de Lizardi, con intenciones costumbristas e históricas y atenazado por las estéticas romántica y realista, una novela olvidada en el espesor de sus otras creaciones, que algunos críticos se han empeñado en justipreciar como un ejemplo acabado de narrativa humorística: El hombre de la situación (1861), novela ni larga ni corta, ágil (como que fue pergeñada por uno de los representantes más insignes de la literatura folletinesca en México), amena y digna de un lugar que siglo y medio de historia literaria le ha escamoteado sin pudor.
Desde su nacimiento en una familia emparentada con el presidente Anastasio Bustamante, se sabe que la vida de Manuel Payno estuvo involucrada en circunstancias políticas. Se sabe también que su “facundia narrativa” (el calificativo es casi vergonzoso, indica una facilidad verborreica para escribir y fue asestado por Anderson Imbert) no le impidió estructurar con paciencia los diecinueve capítulos de su novela menos conocida ni pensar aun en continuarla, pero los compromisos burocráticos y luego la edad se lo estorbaron. Sin embargo, y a pesar de sus modestas dimensiones (una quinta parte de la extensión de cada una de sus dos novelas más conocidas), El hombre de la situación sabe atizar el interés del lector de manera lúdica, aunque ciertamente acartonada en el trazo de los personajes y acusando acaso la propensión a los cierres capitulares fantásticos y exagerados propios de la novela de folletín.
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La historia está escrita en clave paródica. El hecho de que el autor confiese en el proemio que su propósito es “dar idea de algunas de las costumbres de nuestros abuelos, de nuestros padres y de nosotros mismos”, traduce mal el ánimo irónico con que cuenta la historia del viaje de Fulgencio García desde su natal España al virreinato de México, lugar donde (lo aseguraba su padre) se recoge el oro en piedritas tiradas por las calles. Su disparatada personalidad es de una arrogancia agradable, graciosa, insolente, desfachatada. Como muchos peninsulares, sólo sobrevive y medra en América gracias a sus destrezas, sus trapacerías y sus relaciones paisanas.
Pero la novela no se contenta con imaginar al personaje y su suerte, sino que crea una genealogía que parte nada menos que de Julio César y termina por llegar al siglo XIX. Si trabajar de mozo con los Aguirrevengurren es un desafío para este Fulgencio segundo, para el tercero –que devendrá el “hombre de la situación” del título, sin mayor explicación sobre el término, aunque puede colegirse en él un elogio a su naturaleza proteica– y para el cuarto todo es arrebato y oportunidad, chanza y buena suerte, aunque los descalabros se multipliquen.
Es probable que la intención literaria de Payno fuera sólo la de encuadrar, de una manera desenfadada y sin mayores pretensiones, el arribismo de ciertos españoles llegados a México. Quizá haya incluso alguna compasión y hasta admiración por el espíritu emprendedor y aventurero de estos hombres, pero el cliché y la fácil complacencia con el lector de diarios (hay que recordar que la novela se publicó por entregas en el periódico La Independencia antes de encontrar, ya entrado el siglo XX, su formato de libro) definen mucho del humor de El hombre de la situación. Que Fulgencio segundo esté a punto de morir cuando empieza a trabajar de mozo a costa de unas piñas, aguacates y ciruelas que se comió con todo y hueso y cáscara, no pasa de ser un episodio cómico en busca de la sonrisa aquiescente. La suma de situaciones que vive este hombre de la idem parecen un tanto inocuas si uno no va hilando la madeja de sus desventuras y golpes de suerte, si la lectura no comprende (en el sentido más inclusivo del término) la ambigüedad del fenómeno: ¿se trata de un elogio a la naturaleza advenediza del progreso económico o una imagen del desasosiego como el caldo de cultivo que propicia, equívocamente, los destinos favorables?
Suerte y sinsabores, parece decirnos Payno, configuran el entramado de la vida y así como el futuro prohombre Fulgencio García Julio, a punto de casarse con una judía de la Nueva Vizcaya, llega a esta provincia del norte para enterarse de que la mujer ha quedado marcada de viruelas, la decisión de no abandonarla obedece menos al cumplimiento de la palabra dada que al hecho feliz de que a su cuantiosa fortuna no la haya atacado ninguna inoportuna enfermedad. Sí, es el “monstruo de la ambición”, pero también la caricaturesca voz que reclama, en la narración, una mirada atenta a cómo se forjan los destinos, de manera azarosa e inverosímil. Un criado infunde en Fulgencio la inquietud de ascender políticamente y sus deseos se cumplen por azares insospechados. (El retrato de su viaje a la capital para asumir el cargo lo emprende con todo y familia, perros, pollos, enseres y demás mojiganga).
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La burla socarrona de Payno en El hombre de la situación, el ansia paródica de la novela, el retrato de una aristocracia declamatoria cobijada por filántropos ridículos y fastuosos (el protagonista se hace miembro de una Sociedad Lancasteriana donde un poeta destartalado puede terminar sus textos con interjecciones como Zus / Puf / Uf y los periodistas y políticos invitados festejan la hondura de sentimientos que le cerró la boca), conviven con salpicaduras inexactas de buena voluntad pedagógica y simplificadora que tienen, en la feliz caricatura, su gracia y su desgracia. Lleva razón Yliana Rodríguez cuando apunta que “paradoja, contradicción y absurdo son los gérmenes de esta novela”, pero ¿no ocurría lo mismo en las aventuras desaforadas de la novela picaresca? ¿No vamos de la frivolidad a la crítica despiadada, del retrato preciso de la miseria a su trivialización en las novelas de Lizardi que tanto determinaron el humor de Payno? Y no se trata de justificar una práctica literaria sino de reconocer que el mundo configurado por la novela decimonónica mexicana aún no había asimilado o siquiera conocido los alcances del realismo gogoliano, el elegante humorismo de Thackeray, la flexibilidad narrativa de Maupassant.
Ya es un mérito que Payno emprendiera esta suerte de ejercicio de imaginación histórica con el aliento de quien aligera la pluma y se repantiga en el sofá de la publicación periódica para endilgarle diariamente al lector (la novela apareció en entregas incesantes, completa en su incompletud ya aludida, en el mes de marzo de 1861) una historia que puede remitirlo o no a situaciones de hecho, pero que lleva implícita la impecable y hoy en día casi olvidada vocación del entretenimiento.
En medio de este retrato progresivo de errores y aciertos, uno inevitable, para un autor forjado en la vida pública, en ese zafarrancho de traiciones y devociones, intríngulis, simulaciones e hipocresía, es el retrato de una clase política siempre improvisada, siempre a merced de la genuflexión o el mal paso. Cuando el hijo mayor de Fulgencio adquiere talla y desplantes de grandeza, sus hermanas cambian sus nombres por otros menos delatores de su provincianismo norteado y la mujer asume dengues de gran tono. El padre, Fulgencio segundo (el viajero), pudo haber muerto en la despilfarrada miseria de quien todo lo pierde entre fanfarronerías, pero el nieto va a “uno de esos colegios científico-industrio-económico-morales y prácticos” donde se enseña “historia, frenología, numismática, cálculo infinitesimal, equitación, psicología, obstetricia, mecánica, astronomía, canto llano, griego y árabe”. Es claro que la novela no alcanza a matizarlo todo con este talante hiperbólico e ingenioso, y aun puede decirse que Payno está lejos de ser el Dickens del Club Pickwick y que le tiembla la mano a la hora de agudizar su ánimo crítico; pero qué duda cabe que, en la intención de perpetrar una ficción histórica en tono relajado y complaciente, escribe una novela de gran originalidad que sin duda vigoriza la narrativa mexicana del siglo XIX.