En recuerdo de Patrizia Cavalli (1945-2022)

- Giorgio Agamben - Sunday, 23 Oct 2022 07:24 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En este artículo, el prestigiado profesor y filósofo Giorgio Agamben (Roma, 1942), uno de los autores italianos vivos más atendidos en el mundo, recuerda a Patrizia Cavalli, quizá la poetisa italiana más destacada en las últimas décadas y quien falleciera en junio del presente año. El texto de Agamben es una inmejorable presentación para una breve muestra de la obra poética de Cavalli.

 

Han pasado ya dos meses desde la muerte de Patrizia y, sin embargo, aunque me sucedió que la soñé, hablar de ello no resulta nada sencillo. Dos meses, ¿qué son dos meses comparados con más de medio siglo de familiaridad ininterrumpida? Anoche, en mi sueño, estábamos con otras personas en su casa –esa casa que conozco como si fuera mía– en la esquina de la Biscione y el Paradiso [la serpiente y el Paraíso], entre el pecado y la salvación, y en un momento dado me acerqué a Patrizia tumbada en una cama o en un sofá y escudriñé su rostro como si en él se adhiriera su última verdad. La última verdad: una aseveración contradictoria, porque Patrizia era demasiado genuina para aceptarla y contra la que escenificó el teatro, el teatro siempre abierto del que tanto, incluso demasiado, se habla.

La casa de Patrizia –pero realmente será posible separar a Patrizia de su casa, esa casa que ahora desaparecerá para siempre con las miles de cosas que la llenaban, de chucherías u objetos maravillosos que conformaban su universo– era de alguna manera Patrizia, porque el mundo, el cuerpo y la mente no se pueden separar. Y quizá sea bueno que esa casa y ese mundo no sobrevivan a Patrizia: murieron con ella y sin ella ya no podrán hablarnos.

La posición del amigo de un poeta es incómoda. Si, por un lado, la intimidad sugiere la pretensión de un conocimiento incomparablemente más profundo que el de un lector ordinario, por otro lado, basta con dejarlo al tiempo para que esa pretensión revele su absoluta insustancialidad. Si a ese poeta lo siguen leyendo dos o tres siglos después, quienes se enfrenten a su obra no serán ciertamente inferiores –ni mucho menos– a su amigo ya fallecido. Por eso mismo, el gesto de los críticos que reclaman la intimidad del autor es, cuando menos, engañoso. En otras palabras, se puede decir del amigo del poeta –en este caso sobre mí en relación con Patrizia– lo que acabo de decir de su casa: está muy bien que desaparezca con él su testimonio, porque corre el riesgo de ser ilusorio con respecto a lo único que acabará contando: la obra escrita.

Sin embargo, pese a todo... Quizá ese testimonio destinado a perecer no era irrelevante, así como la casa y los objetos de los que el poeta gustaba rodearse no conformaban una unidad despreciable. De hecho, tal vez eran tan importantes que debíamos dejarlas sucumbir. Como el rostro y el carácter del poeta, su forma de andar y de estar, su voz, sus gestos irrefutables e inconfundibles. Resultan tan importantes que no se pueden tener en cuenta en la miserable selección que toda tradición se ve obligada a hacer si desea ser eficaz. En los manuales de la historia de la literatura no hay lugar para la voz, para el gesto de Patrizia, para
los miles de preciosas bagatelas que llenaban
la casa de la Biscione. Y cuando, como sucede, la casa del poeta se convierte en un museo, las cosas se transforman en objetos consignados para siempre in articulo mortis hacia su identidad fallecida. Si ya no le importan, ¿cómo podrían importarnos a nosotros?

De su casa, de su afable y malhumorado palacio, la sala del trono era sin duda la cocina. La leyenda de los almuerzos de Patrizia, tantas veces narrada, es cualquier cosa menos una leyenda áurea. ¿Realmente le gustaba cocinar? ¿Realmente le gustaba comer? La codicia, a primera vista una de sus pasiones dominantes, no estaba dirigida al placer, sino más bien era una penosa compensación, un precio pagado por la indefectible insatisfacción de todos sus deseos. Por eso, en la cocina, Patrizia no tenía nada de la feroz meticulosidad de los cocineros. Hay que reconocer que, como “doctora de la pasta”, en ese sancta sanctorum, siempre la vi moviéndose en los fogones nebulosa e impaciente, medio solícita y medio distraída, como si en cada ocasión le faltaran vajillas y cacerolas, como si tuviera que remediar constantemente una falta o un defecto. Lo más sorprendente era la bondad exaltada y previsible de un resultado que parecía tan aleatorio.

¿Por qué Patrizia conocía tan bien el amor? ¿Por qué su poesía resulta desde lo alto hasta lo profundo un mar amoroso? Porque no se amaba a sí misma, porque sabía que por nuestra incapacidad de amar es que estamos condenados a enamorarnos. El mismo “yo” singular del que parecía –para no confundirse– estar hablando constantemente, ese “yo”, ese “estaba escandalizada y también encabronada”, medio gramatical y medio carnal, Patrizia lo llevaba consigo como una expiación insuficiente y codiciosa de su incapacidad de amarse y de amar. Por eso, semejante a Elsa Morante, Patrizia acabó dejando de intentar expiar una culpa que no había cometido y, con la complicidad de los médicos, similar a Elsa, se dejó deslizar hacia la enfermedad y la muerte. Y como Elsa, quien hizo para sí misma el amor imposible amando hasta la locura a hombres que no podían corresponderle, Patricia hizo lo mismo con sus madres. Sin embargo, mientras su cuerpo prehistórico y su mente primordial la sostuvieron, Patrizia escribió el poemario de amor más extraordinario, quisquilloso y mordaz del siglo XX. Y, al igual que en Elsa, la tragedia y la comedia, que parecían tan insaciables, acabaron por dar un paso claro, casi sereno, hacia un gesto infantil. Un gorro turquesa instaurado como un reino, o uno de esos muchos pañuelos y foulards que Patrizia, en su agotado viaje de una habitación a otra, dejaba caer sobre una silla o en el suelo.

 

Siete poemas

Patrizia Cavalli

 

Me golpean noches en la cara...

 

Me golpean noches en la cara

e incluso los días me caen en el rostro.

Los veo cómo se cruzan

formando geografías desordenadas:

su peso no siempre es el mismo,

a veces caen desde lo alto y producen orificios,

otras veces se apoyan sólo dejando

un recuerdo un poco en la penumbra.

Topógrafa experta, los mido y los divido

en años y estaciones, en meses y semanas.

Pero realmente espero

en secreto para distraerme

en la confusión de extraviar los cálculos,

para salir de la prisión

para recibir la gracia de un rostro nuevo.

 

 

 

Y todo es tan sencillo...

 

Y todo es tan sencillo,

sí, es así de simple,

es tan evidente que casi no lo creo.

Para esto sirve el cuerpo:

me tocas o no me tocas,

me abrazas o me alejas.

El resto es para los locos.

 

 

Me pregunto cómo se creó...

 

Me pregunto cómo se creó

científicamente mi cerebro,

qué hago yo con este error.

Finjo que tengo alma y pensamientos

para circular mejor entre los demás,

en ocasiones me parece que también me gustan

los rostros y las palabras de las personas raras;

ser tocada, me gustaría poder tocar,

pero siempre descubro que toda mi emoción

depende de un vecino temporal.

 

 

Bien, veamos un poco cómo floreces...

 

Bien, veamos un poco cómo floreces,

cómo te abres, de qué color tienes los pétalos,

cuántos pistilos tienes, qué trucos usas

para esparcir tu polen y reproducirte,

si tienes floración lánguida o violenta,

qué porte tomas, dónde te inclinas,

si en la muerte húmeda o árida,

adelante: yo miro, tú floreces.

 

Ahora conozco el tiempo verdadero...

 

Ahora conozco el tiempo verdadero

de los abismos y a la palabra pobre de la vida,

y la exclusión y el ser

y el arrepentimiento y la culpa. Y todo

perdura en mi cuerpo eterno, y yo

no puedo amar sin amor

y no puedo sufrir sin dolor.

Cenizas de nuestro tiempo en los evidentes

abismos de la duda y el absoluto.

 

 

Oh, amores: ya sean amores...

 

Oh, amores: ya sean amores

verdaderos o falsos,

muévanse felices

en el vacío que les ofrezco.

 

 

Ser testigo de sí mismo...

 

Ser testigo de sí mismo

siempre en la propia compañía

jamás permaneceremos solos en la frivolidad

de tener que escucharnos eternamente

en cada evento físico-químico

mental, esta es la gran prueba

de la expiación, esto es lo molesto.

 

 

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