Jorge López Páez en su centenario
- José María Espinasa - Sunday, 23 Oct 2022 07:44



Me gustaría empezar este texto de homenaje diciendo, cuándo, dónde y en qué momento conocí a Jorge López Páez, pero no puedo. De pronto era una persona habitual entre los escritores que nos reuníamos en las cantinas del Centro. Empecé a colaborar en el semanario de Novedades, a invitación de Juan José Reyes,
y su conversación se volvió cotidiana en las tertulias alimentadas por redactores y reseñistas de
los varios periódicos que se agrupaban entre Bucareli y Balderas, primero eventuales, luego semanales y luego casi diarias. Y en efecto, la expresión está cargada de sentido: se volvió “presencia cotidiana”, divertido en su humor, su conocimiento y su inteligencia, parco en sus intervenciones sin embargo siempre oportunas. Eso permitió que, además del magisterio informal que ejercía entre nosotros los jóvenes –tenía yo entonces treinta años– que se volviera un amigo querido y admirado.
Tampoco me puedo acordar en qué momento leí El solitario atlántico, ni cómo me hice de un ejemplar, pero puedo imaginar sin faltar a la verdad que fue el ya mencionado Juan José quien me dio un ejemplar, o tal vez me lo cambió por un trago en alguna de las cantinas de marras. La primera de ellas, eso sí lo recuerdo, pues es inolvidable por espantosa, fue El Negresco, a unos veinte pasos del Novedades. Salíamos del periódico y, ley de la economía, nos íbamos al bar más cercano y barato, el mencionado Negresco, sórdido, que sin embargo volvía lo cutre agradable por un extraño proceso que casi rozaba el milagro. Después de tres o cuatro copas cada quien se iba a comer, ya sea a su casa o a un restorán, pero pocas veces juntos. Con el tiempo y gracias a que Juan José, extraordinario editor, consiguió (más) trabajo, en El día –para hacer “El día de los jóvenes”– o en El Nacional –la revista Textual– y nos llevaba con él, cambiamos de cantina a una un poco mejor, El Palacio, cruzando Reforma, frente a la escultura de Sebastián conocida como El caballote.
Allí la presencia de Jorge era casi diría que obligada, y se sumaron más contertulios, colaboradores de El Nacional, el Novedades, Excélsior, La Jornada y El Universal, y otros que iban por gusto a verse con los amigos –quiero recordar entre ellos a Ignacio Trejo, a Noé Cárdenas, a Carlos Miranda. Como podrán ver privaba el sexismo, aunque ya dejaban entrar a las mujeres a las cantinas. Asistían también de vez en cuando José de la Colina y Gerardo Deniz. Junto a los chismes y maledicencias circulaban también recomendaciones de autores y libros, y se planeaban números, se proponían temas de reflexión: la cantina era una extensión de la mesa de redacción.
También se me volvió un autor de lectura constante: el deslumbramiento que tuve con El solitario atlántico me llevó a leer una tras otra las novelas ya publicadas y los libros que aparecían cada cierto tiempo, a escribir sobre él y a reseñar las novedades. Cuando fui jefe de redacción de La Jornada Semanal encargue una entrevista con él que hizo Ana María Jaramillo, mi compañera, que apareció en el suplemento y luego en Playas borrascosas, un libro de Ana sobre escritores veracruzanos. Todos los que lo entrevistaron saben que era una proeza hacerlo hablar ante la grabadora, contrastando con su conversación en las comidas y reuniones. Pero eso sería materia de otro texto.
¿Cuánto tiempo duró esa costumbre de reunirse en el Palacio? Mucho, sobrevivió a los cambios laborales, al cierre del Novedades, aunque fue precisamente esto lo que trajo su lenta disolución, pues el multimencionado Juan José, fallecido hace unos meses, era el eje aglutinador de las reuniones, lo que provocó que despareciera. Si fue lo laboral lo que me hacía verlo con frecuencia, la misma razón interrumpió el proceso: entré a trabajar en El Colegio de México en las faldas del Ajusco, en el otro lado de la ciudad y le perdí la pista tanto a él como a Juan José.
Silenciosa sirena me reveló la posibilidad de hacer de la frivolidad materia de una gran novela, Los cerros azules el conflicto interior que, era inevitable, identificaba sin muchas razones con el propio conflicto de López Páez. Aprendí a disfrutar de su humor cáustico y subterráneo y a escuchar sus recomendaciones literarias. No siempre estábamos de acuerdo, pero eso –lo sabemos– hace más divertida la conversación. Los textos sobre él están dispersos en libros y revistas y aún espero poder escribir algo que dé una visión de conjunto sobre su obra, sobre todo ahora que, gracias a Víctor Balvanera, su albacea, se han publicado recientemente la novela Clara Deschamps Escalante y el libro de cuentos Sin ganas en Ghana y otros relatos, y hay una novela inédita y el proyecto de una iconografía en proceso, y también un diario. Afortunadamente, y a pesar de las dificultades que la pandemia provocó, su centenario no ha pasado en blanco. Me gustaría seguir esta evocación, pero hay que ser breve: la última vez que lo vi fue en una comida del FCE, y fue como si no lo hubiera dejado de ver nunca. Estaba enfrascado en una divertida discusión con Julián Meza, otro autor ya fallecido. Estaba en silla de ruedas, pero muy sonriente, con esa sonrisa tan suya que no se puede borrar de mi memoria.