Me rodea el desierto de la muerte
- Alejandro García Abreu - Sunday, 30 Oct 2022 07:15



La última vez que conversamos a solas y de manera profunda –charlamos fugaz y posteriormente en encuentros sociales– fue tres años antes de su muerte. Me pidió que nos viéramos con urgencia: necesitaba hablar sobre su salud mental y física. Nos encontramos en un pequeño bar que en épocas antiguas mi amigo y yo visitamos con asiduidad. “Es un pésimo lugar para que un hombre que vive con craving, en una abstinencia alcohólica por indicación médica –yo– y otro individuo que padece una terrible enfermedad cardíaca, es alcohólico y consume cantidades ingentes de cocaína –él– nos reunamos”, pensé, mientras recordaba gratos momentos vividos en ese lugar en tiempos pretéritos. Nos vimos en el recinto. Él escogió el bar como espacio para la conversación porque lo invadía la nostalgia, a pesar de que era inviable beber para ambos ese día. Pedimos un par de sodas y condujo la charla como si de una entrevista se tratase.
Él fue así. En diversas ocasiones me llamó cariñosamente para recordar algún aniversario luctuoso –el de mi padre fue el más recurrente. En otras, desapareció sin dejar rastro. Sus impulsos rigieron su existencia y la noche de nuestra última conversación no fue la excepción.
Tras un saludo intempestuoso abordó el tema que le competía. La entrevista comenzó.
–¡Carajo, Alejandro! ¡Tu voluntad es encomiable, inquebrantable! ¿Qué haces para sobrevivir?
Se refería a la abstinencia alcohólica. En ese entonces yo llevaba más de tres años sin beber. Con brutal honestidad le dije:
–Tu pregunta contiene la respuesta, querido Hernán. Utilizaste el verbo adecuado. Sobrevivo.
Su frustración era notoria. Dijo, desesperado:
–No es posible. Dime algo más, por favor. Debe haber algo. Consumiste alcohol de manera excesiva. ¿Cómo te fue en A.A.? ¿Te atiende algún psiquiatra? ¿Asistes a algún tipo de terapia?
–Asistí a A.A. durante cinco meses. Me funcionó temporalmente, como un golpe de realidad iniciático. Pero sabes que mi ateísmo me impide concebir a un ser superior. El primer psiquiatra que me atendió debería estar en la cárcel por mala praxis y la terapeuta no funcionó. No bebo. Punto.
–Admiro tu voluntad férrea. ¿Cómo lidias con el aburrimiento?
Su desesperación se incrementaba. Intuyo que confiaba en que le daría una respuesta satisfactoria, una salida fácil, que solucionara su alcoholismo y su adicción a la cocaína. Creyó que vería en mí a otra persona.
–En esta época estoy aburrido. Sabes a qué tipo de aburrimiento me refiero. La lectura, la edición, la escritura y la traducción me salvan en la cotidianidad. Son y serán esenciales. Disfruto y gozo de mi trabajo. Pero el tedio del que hablas no desaparece ni desaparecerá. Lo comparo con el ennui de Baudelaire. Y cuestiono, como Camus, si la vida vale la pena de ser vivida. Los episodios depresivos y las ideaciones suicidas constituyen parte de mi existencia.
Como respuesta al fatalismo que me gobernaba en esa época, me dijo:
–Siento algo similar con las limitaciones médicas. Estoy harto. Estoy hasta la puta madre de no poder llevar mi antigua vida y no soporto vivir con dolor. A veces no quiero estar aquí. Sé que me entiendes.
–Lo comprendo a la perfección. Pero sigues consumiendo cocaína y alcohol, entre otras drogas. El consumo de esas sustancias genera mucho dolor.
–De acuerdo. Pero no es lo mismo el deterioro gradual o la muerte súbita que mi consumo de sustancias, aunque se vinculan. Mi caso se trata de una tendencia autodestructiva, no de un lento suicidio. Recordaré siempre que tu mejor amiga se suicidó. Tuvo un plan. Lo llevó a cabo. Yo destruyo mi cuerpo de forma gradual.
–Suscribo tu planteamiento. La tendencia autodestructiva –que comparto con el consumo indiscriminado de cigarrillos– no implica un suicidio. La muerte voluntaria tiene otra connotación.
Me atreví a realizar una pregunta delicada:
–¿Qué piensas del suicidio? ¿Te quitarías la vida si tu condición empeorase de modo irreversible?
No recibí una respuesta esa noche. Desconozco si contempló el suicidio. Sabía que le quedaba poco tiempo vital. Continuó su descenso por la espiral de la autodestrucción. Renunció a ser. Bartleby, maestro insoslayable, genio de la desaparición, prefirió no hacerlo. Se convirtió en fantasma.
Le dediqué dos apartados de un ensayo que publiqué en La Jornada Semanal. Los reproduzco:
Asistí al funeral de un querido amigo. Como me ha ocurrido en los casos de otras muertes de personas tan cercanas y apreciadas como él, pensé en un kaddish laico. Tenía mi edad: treinta y ocho años. Evoqué el acontecimiento traumático, constaté su ausencia y recordé el fatum, el hado, la potencia infausta de los hechos.
Después de celebrar las exequias de mi amigo regresé a casa y subrayé el siguiente pasaje de El espectador. Apuntes (1991-2001) de Imre Kertész: “Me rodea el desierto de la muerte. Me rodea la locura. Me rodea la anticreatividad, la autodestrucción…” Pudo haber sido su epitafio. Podría ser el mío.