Destrucción del arte, derechos de autor y certificados de propiedad NFT

- José María Espinasa - Saturday, 10 Dec 2022 21:13 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Este artículo pone en evidencia la voracidad del neoliberalismo que todo lo convierte en mercancía y es capaz de destruir obras de arte originales con tal de reproducirlas infinitamente y así ganar dinero, amparado en el recurso de que “el que paga tiene derecho a todo”, cuando en realidad se está cometiendo un crimen.

 

Los NFT (Non-Fungible Token) son certificados de propiedad de activos físicos o digitales, algo así como criptoarte, en equivalencia a la criptomoneda, y son una manera de hacer negocio con la obra de pintores famosos, por ejemplo, un plátano exhibido en un museo que alguien, que paga mucho, se come, y un dibujo de Frida Kahlo quemado para ser reproducido en miles de copias de alta calidad vendidas a un precio que multiplica el valor económico de la obra original, todo alrededor de la danza de la especulación y los billetes. El arte y la creación es lo que menos importa.

Hace años, más de sesenta según leí en algún lado, una obra de Pablo Picasso fue partida en pedacitos para ser vendidos. El gran pintor, aún vivo, demandó a la compañía que hizo eso y consiguió que en las leyes autorales se especifique que el propietario del objeto NO es el propietario del sentido y que mutilar o destruir una obra es un delito. ¿Usted cree que eso detiene a los especuladores? Claro que no. Lo que se hizo con un dibujo de Frida Kahlo va contra la ley y los herederos apoyados por el Estado mexicano deben dar la batalla legal para al menos crear jurisprudencia. Las reflexiones que se hagan sobre el hecho deben responder a los desafíos que las nuevas tecnologías provocan en nuestra concepción de la obra única e irrepetible, con su calidad aurática implícita y esa (nueva) condición del arte en la época de su reproducción técnica. Hay que volver a leer a Walter Benjamin.

La obra de arte pasa a ser reliquia de culto y fetiche popular, a la vez es prescindible como obra y sólo interesa su reproducción disfrazada de alcance democrático en un confuso “arte para todos”. ¿Qué se destruye con ese gesto mercadotécnico? Justamente la condición única de la obra, en la que reside su condición de sentido. Queda claro que en la reproducción ya no está, al menos no de la misma manera y siempre con pérdida, el sentido primero. Pero, además, se pervierte el pacto entre el arte y el espectador. Ya el caso de las cenizas de Barragán convertidas en diamante apuntaba hacia una historia de terror. Si pensamos que el hecho de quemar el dibujo es el factor de valorización de la obra en reproducción, por muy alta que sea su calidad, el problema ya lo ha planteado la ciencia ficción: la ingeniera genética podrá garantiza algún día que quien la pueda pagar tendrá una copia perfecta de su padre para no sufrir la orfandad. El que paga tiene derecho a todo. A viajar al espacio y a beneficiarse de la destrucción de una obra de arte. ¿Y el papel del Estado? O se lo compra o se lo disuelve para hacer dinero. Que ese dinero sea destinado a obras de beneficencia es todavía más aterrador.

Seguramente habrá empresarios a los que se les ocurran más cosas así para hacer dinero. Si se permite el resultado a corto y a largo plazo puede ser terrible. Y, aclaro, no se trata del derecho de autor de una persona, sino de ese derecho de autor que pertenece a la sociedad en su conjunto; por ejemplo, el derecho de autor de un Leonardo, de un Rafael, de un Delacroix. El derecho de autor, como bien saben las comunidades indígenas, no es un hecho (sólo) individual y burgués. El hecho parece puramente anecdótico: no lo es. Y el sentido de la reproducción también debe ser revisado. El poder hacer reproducciones de alta calidad y poner al alcance de un público mayor obras de arte es un hecho plausible y elogiable; muchos de mi generación tuvieron un cartel de Joan Miró o de Paul Klee colgado en su casa (ya no lo tengo porque se lo comió una rata), pero nunca pensamos que ese cartel sustituía la experiencia de ver un cuadro original. Si la condición para que suba de precio es la destrucción del original, transfiriendo a la reproducción su condición única como el eco de un canto, lo que se plantea es un crimen: justamente la desaparición de la noción de original.

El éxito de las exhibiciones multimedia sobre grandes pintores forma parte del asunto y del conflicto que provocan en nuestra reflexión sobre el arte; tal vez por eso hay ahora una corriente teórica que apuesta por una condición virtual de la creación plástica, ya anunciada hace un siglo por Marcel Duchamp. Al menos esta opción implica un proceso de interpretación y narración que no tiene la copia. Además, a quienes suponen que la idea de original es pretenciosa, hay que decirles que justamente es la copia la que es fruto de la solemnidad. La destrucción de obras por el tiempo no tiene el mismo sentido que la destrucción deliberada, sea por censura o por negocio. No es por azar que el hecho ocurra con una obra de Frida Kahlo, artista de poca obra e icono de reivindicaciones feministas. Esto nos debe llevar a estar prevenidos ante la especulación económica en torno al arte, pues ya no sólo afecta su relación con el público sino que busca deslegitimar su fundamento.

El que sea para “una buena acción” como justifican el hecho, no cambia el asunto. Quemar obras, sea por represión ideológica, como ocurrió en la época nazi, o por razones altruistas, tiene un mismo fondo: la creación artística o literaria es prescindible e innecesaria. Es lo que ocurre también con esa ridícula idea de que hay que destruir los libros de escritores rusos como parte de las “sanciones” a ese país por la guerra de Ucrania o retirar Lolita de Nabokov de las bibliotecas estadunidenses por su sexismo. La nueva derecha se manifiesta en un sutil combate a la cultura disfrazado de moralismo, mercadotecnia e innovación

 

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