Noche de amor / Lorel Manzano
- Lorel Manzano - Saturday, 24 Dec 2022 22:37
Magnolia contempla el paisaje de remolinos atizados por el viento, cuando un hedor a muerte entra de golpe por el ventanal. La nariz respinga. De los dulces ojos saltan un par de lagrimones. ¿Quién andará rondando? Magnolia se persigna y ruega al niñito Dios la libre del tormento que la consume. Ya no tiene fuerzas para seguir sufriendo y las brujas no dejan de sangrarle el alma.
Al levantar el rostro, descubre a sus hermanas inmóviles junto a la cabecera del padre. Las mira de arriba abajo para cerciorarse de que esas infelices son Lirio y Begoña. Una, con las huellas de una parálisis facial y calva hasta la mitad del cráneo. La otra, macilenta y jorobada.
–¡No las escuché llegar! Traigo regalos para celebrar la Navidad como Dios manda.
Mientras busca dos bolsas entre el caos que ha descargado en el lecho del padre, las mira de reojo. Amargadas e inexpresivas. Al fin, con gesto de niña feliz, extiende los envoltorios a sus hermanas. Aparecen unos calcetines afelpados para colgar en la chimenea.
–Aquí no hay chimenea.
–Se pueden colgar donde sea, son para recibir los regalos de Santa.
–Necesitamos hablar.
–¡Tú siempre pensando en el dinero! Quiero descansar y estar un rato a solas con mi papacito. Después nos arreglamos.
Magnolia les da la espalda y continúa organizando el nacimiento: más cabras aquí, pastores allá, la estrella de Belén en el techo del establo; cerquita, el árbol de Navidad y Rodolfo el Reno.
–Mijita, no me quiero morir.
El padre de rostro descarnado le dedica una sonrisa horrible, la sujeta de la mano, la mira con ojos vítreos y le pide de comer. Magnolia se derrumba en el lecho y rompe en un llanto convulsivo. ¿Cómo puede vivir así el jardinero que llenó el salitral con flores de ornato? ¿Qué decía mamá del dios hediondo?
Al despertar, se queda mirando un rato la oscuridad que devora al salitral, pero sólo ahí, porque del otro lado, los rostros se iluminan con luces de bengala y la gente baila y canta y ríe. Magnolia se resiste a caer en el desánimo. Prende el radiecillo que reposa en el buró junto a diversos goteros de vidrio, cajas de medicina, jeringas. Saca la ropa para la cena y, mientras batalla para cambiar al padre, canta aquello del burrito sabanero que va trotando de camino hacia Belén. Acomodar a un hombre en los puros huesos en la silla de ruedas resulta una faena extenuante. Lo contempla un momento, luego le pone en el regazo un par de bufandas para las flores marchitas.
Antes de meter la silla, corre a pedir a las hermanas que cierren los ojos. Cuando los abren, las miradas caen sobre el padre vestido de Santa Claus. Begoña rompe en llanto y Lirio avienta el cucharón que lleva en la mano contra la pared.
–¡Cómo te atreves!
–¡Pero si está está feliz! ¿Verdad que te encanta, papacito?
El hombre continúa con la cabeza de lado y la mirada perdida. Lirio golpea con rigor la mesa, corta de golpe el drama de Begoña y pide que ya comience la cena. En la mesa aparecen cuatro platos de romeritos, también una bandeja de bolillos al centro. Magnolia mira consternada al padre comer con buen apetito.
–¿Entonces en esas estupideces te gastas el dinero de nuestro padre?
–Ya no hay dinero: lo último que restaba te lo mandé para tu cenita.
–¿Estás robando a nuestro padre?
–No tengo por qué soportar tus insultos. Vámonos, papacito.
–¡Ni sueñes que vas a salir limpia de esto! ¡Te lo juro por mi madre!
Magnolia se incorpora y abandona la cocina empujando la silla de ruedas. Desde la estancia escucha llorar a Begoña. ¿De verdad nunca se queda seca? ¿No se le acaban las lágrimas? Después de entrar a la habitación, cierra con llave. Esas brujas son capaces de todo por dinero.
Acuesta al padre y ella se acomoda de un lado, del otro, boca arriba. Mira el cielo raso a través del ventanal, sólo las luces navideñas que llevó alegran la vista. Se incorpora de golpe, presa de la ansiedad. La cabeza vuela. Junto a los pies del padre, hunde el rostro en una almohada para silenciar sus gritos. El dolor le abrasa el pecho. Se desata el tormento convulsivo en los miembros. La desesperación oprime el cráneo con tal intensidad que truenan, rechinan los huesos. Se agita durante un tiempo infinito, hasta que, por fin, las sensaciones se desvanecen y la mente flota en la oscuridad de un pozo. Ahí permanece diez, veinte, ciento noventa minutos. Levanta el rostro, entrelaza las manos y se postra frente al niño Dios para rogarle que la libere del tormento, por piedad, porque ya no quiere ver nunca más a esas brujas, ni regresar al salitral, porque es un viaje muy largo, demasiado penoso…
Al observarse en el espejo de la pared, se recrimina por haber cometido la estupidez de regresar a casa. Empaca sus cosas. Con el agua de la palangana peina el greñero, humedece la nuca, se enjuaga el rostro, la boca. Respira hondo. Desnuda al padre y abre las ventanas.
Entra el hedor a muerte.
La fragante Magnolia besa la cabeza del padre, deja las puertas abiertas y se pierde en el paisaje de remolinos atizados por el viento.