José Joaquín Pesado: un cuentista del siglo XIX y de hoy
- Marco Antonio Campos - Monday, 06 Feb 2023 06:55
El historiador, biógrafo y cuentista José María Roa Bárcena, quien lo quería y admiraba, escribió en 1873 una biografía que contiene utilísimos detalles de la personalidad de José Joaquín Pesado y de la ardua época en que vivió. Pesado nació en San Agustín del Palmar, Puebla, el 9 de febrero 1801 y falleció en Ciudad de México el 8 de marzo de 1861. Sus padres fueron D. Domingo Pesado, dueño de una hacienda media de ganado y labor, quien moriría en 1802, apenas un año después del nacimiento del hijo, y la bella y pía Josefa Francisca Pérez. Su madre llevó al hijo a Orizaba cuando contaba ocho años. Doña Josefa volvió a casarse en 1810 y en ese año una gavilla mató al esposo. En 1824 moriría la madre. La orfandad y la tragedia familiar acompañaron tristemente a Pesado en su infancia y adolescencia y eso se resiente en su literatura. No en balde los vástagos en sus dos cuentos largos son hijos alejados. Los protagonistas cardinales, dos parejas de enamorados, son huérfanos en ambas narraciones, y una de ellas del mismo matrimonio. El norte de Puebla y la zona de Orizaba, Córdoba y Xalapa de Veracruz, y a partir del decenio de los treinta Ciudad de México, fueron los lugares que Pesado vivió y mejor conoció. En su poesía y en sus cuentos largos (algunos críticos las han visto como novelas cortas) hay muy bellas vistas de los paisajes poblanos y veracruzanos. De su lírica, prefiero la paisajística, me parece correcta su poesía amorosa y apenas puedo leer la religiosa. En su tiempo fueron muy apreciadas sus traducciones, o mejor, versiones libres, del Cantar de los cantares, de los tres primeros cantos de la Comedia, de fragmentos de la Jerusalén liberada y Las aztecas. Pesado creyó que los poemas traducidos (como creyeron tantos en el siglo XIX) eran parte de su obra poética. Tal vez de no haberse trasladado a la capital de la República hubiera terminado, como tantos, por ser una gloria local.
Más o menos hasta mediados de la década del treinta del siglo XIX Pesado es liberal, y luego, en Ciudad de México, se pasa al bando conservador. Fue diputado por el estado de Veracruz y encabezó el ministerio de Relaciones Exteriores. En 1938 le tocó en parte negociar la infame Guerra de los Pasteles que, por minucias, los franceses exigieron una indemnización escandalosa a México, un país quebrado. En el fondo la verdadera razón es que el rey francés Luis Felipe, por problemas internos, quería hacer una demostración exterior de fuerza. Debe decirse que el gobierno de Anastasio Bustamante, pese a las dificultades extremas por las que atravesaba el país (acababa de pasar la guerra de Texas), negoció con dignidad, aun declarándole la guerra a Francia, lo cual le permitió negociar mejor. En ese mismo 1838, pese a estar inmerso en los pantanos de la política, Pesado publica en el Año Nuevo sus dos cuentos, “Amor frustrado” y “El Inquisidor de México”, que dirigía el muy talentoso joven Ignacio Rodríguez Galván.
Las virtudes del alma
Es de estimar en las dos narraciones de Pesado la crítica que hace del fanatismo religioso, el cual se dio sistemáticamente en los antiguos dominios españoles, ante todo por la Inquisición. No es dable hallar en las narraciones y artículos del conservador Pesado una gota de desprecio racista o clasista: para él las gentes valían por sus méritos o por las virtudes de su alma. Lúcido, culto, rico, habilísimo en los negocios, elegante, bien parecido, es decir, un hombre de cualidades, quienes amistaron con él o lo trataron, liberales o conservadores, escribieron o hablaron de su persona con vivo aprecio. Baste pensar entre los liberales a los jóvenes veinteañeros de la Academia de Letrán como Ignacio Rodríguez Galván y Guillermo Prieto. Por ejemplo, entre 1937 y 1940, que duró el anuario o revista Año Nuevo, que dirigía Rodríguez Galván, nadie colaboró tanto en la publicación como Pesado. Fuera de envidias, Guillermo Prieto recordó en sus vivísimas Memorias de mis tiempos, que Manuel Carpio y José Joaquín Pesado en la Academia de Letrán no sólo sabían escuchar las observaciones críticas a sus poemas, sino, si veían que mejoraban el texto, las tomaban para sus escritos; asimismo sabían ponderar el mérito ajeno. Dos palabras resumen su actitud hacia los otros: tolerancia, generosidad. ¿No dijo José Zorrilla en su libro La flor de mis recuerdos (1855), que “Pesado alentaba a los jóvenes literatos animándolos con sus consejos y protección, inclusive económica, sin dejarse arrastrar por el torbellino de las pasiones”? Escribieron acerca de él, destacadamente, Roa Bárcena, el Conde de la Cortina, José Zorrilla, Guillermo Prieto, Luis G. Urbina, Manuel Sánchez de Mármol, Alfonso Reyes, José Emilio Pacheco y Fernando Tola de Habich. Pero la gran mayoría de las veces los críticos sólo han analizado su poesía, y algunos, sobre todo conservadores de mediados del XIX, lo consideraron el mejor poeta de su tiempo, desdeñando a los jóvenes románticos. No imaginarían que, casi dos siglos más tarde, el poeta más apreciado del primer romanticismo sería un joven que pereció a los veintiséis años: Ignacio Rodríguez Galván.
Con el triunfo de los liberales mexicanos sobre los franceses en 1867, Pesado ya no fue tan leído. A él y a su grupo de poetas del bando conservador se les empezó a desdeñar por su catolicismo sin reposo, y aun el respetadísimo Gutiérrez Nájera los designaba como “salmistas”, una alusión como puñalada, dirigida en especial a Pesado y a Manuel Carpio. Después de 1886, cuando las hijas de José Joaquín publicaron la cuarta edición de su obra poética, empezó a caer poco a poco sobre él un largo y duro silencio. En el siglo XX, los “salmistas” pasaron casi de largo, y Pesado apenas si era antologado o mencionado aquí y allá sin faltar reparos y reticencias. Fue hasta 2002 cuando el mejor conocedor del siglo XIX, el editor e investigador peruano Fernando Tola de Habich, gran rescatador de textos posibles e imposibles, reunió su poesía, las dos narraciones, algunas traducciones, entre ellos los tres primeros cantos de la Comedia de Dante, algunos de sus artículos característicos y su breve biografía sobre Agustín de Iturbide. La publicación en dos tomos de sus Obras en la colección Ida y Regreso al siglo XIX de la UNAM, fue una extraordinaria oportunidad para leer “Amor frustrado” y “El Inquisidor de México”. Tal vez el primero sea uno de los dos o tres mejores cuentos de nuestro primer romanticismo, movimiento que podría ubicarse, tentativamente, entre 1836 y 1850. En la forma Pesado siguió la herencia clásica y en el contenido fue netamente romántico, aunque algunos críticos han querido ver sólo una u otra de las corrientes o una combinación de las dos.
“Amor frustrado” y “El Inquisidor de México”: la prosa del poeta
Tenía José Joaquín en su prosa, como decía Roa Bárcena, “la galanura de la frase”. No sólo en las narraciones, sino en sus artículos y en su breve biografía sobre Agustín de Iturbide. La suya es, como en los casos de Arróniz y Altamirano, de Othón y Gutiérrez Nájera, la prosa de un poeta. En su narrativa no hay digresiones que desvíen lo contado, ni moralizaciones explícitas, ni son difusas ni confusas, defectos comunes en cuentos y novelas de nuestro siglo XIX. Deleita en Pesado, en su lírica y sus dos ficciones, la exactitud para describir paisajes. Si él veía a Manuel Carpio como un pintor, y sus sonetos como “una galería de cuadros”, lo mismo podía decirse de él, pero en su poesía descriptiva José Joaquín supera estéticamente al amigo. Se percibe que ha observado muy bien la naturaleza: campos, bosques, montañas, atardeceres, tonos del cielo…
Pesado sigue estrictamente la estructura del cuento: presentación, desarrollo, culminación y desenlace. Pueden aun darse al final de los cuentos hasta dos desenlaces. Para no volverlos unas narraciones planas, cuida calculadamente indicios y señales casi secretas; de esa manera evita, a lo largo de la narración, personajes o hechos o escenarios sacados de la manga, algo común en el siglo XIX. Ambas ficciones se leen con vivo interés, con el ansia de: “¿qué va a pasar?”
En “Amor frustrado” se cuenta la relación amorosa de una pareja de huérfanos que no supieron quiénes fueron sus padres. Cuando se conocen, él, Teodoro Mendívil, quien nunca había salido de la hacienda (su tutor era el cura del villorrio), y ella, Isabel Gallardo, serían niños entrando en la adolescencia. Ella es hermosa y rica, él tímido y pobre. A la fiesta del 15 de agosto de la “parroquia vecina” a la que Teodoro va, el flechazo es “repentino e irresistible”. De las miradas cruzadas en el baile, Teodoro pasa a las cartas declarándole su amor; acaba por ser correspondido. Hasta la Navidad siguen viéndose.
Entre la llegada desde agosto de una familia de vizcaínos, y que su amor recíproco, sin que la pareja lo sepa, es descubierto, el clérigo lo manda con premura al Colegio de Puebla. Antes de partir, la pareja se jura fidelidad sin tiempo. No saben, no pueden saber, que entre ambos hay un ominoso secreto.
En Puebla, pasado algún tiempo, Teodoro Mendívil tiene una aventura, al parecer no tan corta, con una mujer de “mala nota”. Isabel se entera. Por despecho se casa con el vizcaíno Antonio de Echandía, amigo del cura, mucho mayor que ella, que había ido al sitio, como dijimos, con su familia. Marchan a España. Tienen un hijo, que muere al poco tiempo. Teodoro, al enterarse, desesperado ante la noticia, entra al ejército insurgente. Lo toman prisionero y lo encarcelan. Le cambian la sentencia, luego de una severa reclusión, por el destierro a Filipinas, pero en Acapulco, para su fortuna, llega a México la amnistía general dictada desde España. Libre, viaja a Ciudad de México y se instala en Ribera de San Cosme. Un día, al entrar en la iglesia de San Fernando, se encuentra repentinamente con Isabel. La sigue. Se entera por el dueño de la casa que Isabel acaba de llegar de La Habana, es viuda y ha heredado una fortuna inmensa. Desde luego no es lo que le interesa, piensa y lo dice. Un sobrino de Echandía viene ya hacia México buscando casarse con ella. Teodoro entra a la casa furtivamente. Con Isabel tiene un diálogo duro. Sin embargo, ante su asedio y sus juramentos, la vence y quedan en casarse en dos semanas. Se casan. Sin embargo, ese día llega a Teodoro un mensaje para que asista a una cita urgente a una casa frente a la Alameda. Decide ir.
Muy bueno, pero no mejor que “Amor frustrado”, es “El Inquisidor de México”. Los hechos acaecen al principio en el pueblo de Jalcomulco, vecino a Xalapa. Pesado describe, con pluma puntual a lo largo de la narración, fiestas, paisajes, ceremonias, procesiones y el protocolo de la Inquisición. Para el católico tolerante que era entonces José Joaquín, la Inquisición representaba aún en aquel 1838 la institución más delictiva de la Iglesia, en particular por su encono homicida hacia los judíos: el ejemplo mayor del “ciego fanatismo”.
Los hechos suceden en 1648. Pesado empieza describiendo la fiesta del pueblo. Habla de que se han reunido negros elegantes que traen collares de plata “donde estaban grabados el precio del esclavo y el nombre del dueño”. Hay , durante la fiesta, peleas de gallos, un sitio para los juegos de azar, gente que pasea del brazo por el bosque o pescando en el río. En una choza lejana departe una pareja: una muchacha (Sara) y un joven (Duarte Ribeiro), ambos supuestamente judíos, quienes estaban por matrimoniarse. Sara lo nota muy inquieto. Cree que no la quiere, pero éste le confiesa que han sido traicionados y van a aprehenderlos, a ella, a él, a su padre, a muchos amigos. El delator se llama Diego de Quezada, que aspiraba a la mano de Sara. Deben prepararse para huir esa noche, pero estando en eso, miembros del Santo Oficio los aprehenden y los llevan a Ciudad de México.
Meses después, en febrero de 1849, el presidente del Tribunal de la Fe, don Domingo Ruiz de Guevara, habla en su discurso contra los jóvenes de la necesidad de desaparecer de la tierra “al indócil pueblo israelita”. No sabe que Sara no lo es, como lo ignora también Sara. Ambos prometidos fueron recogidos, en distintas partes, por el caballero Jacobo Ribeiro. Para que confiesen el Inquisidor hace torturar a Duarte y luego a Sara por el “terrible delito” de judaísmo. El Inquisidor firma la sentencia. Pero Jacobo Ribeiro urde un plan. La noche anterior va a la casa del Inquisidor. En una violenta discusión Ribeiro le dice que si no libera a los muchachos va a arrepentirse. Ribeiro sabe que el Inquisidor se había casado, tenido una hija y enviudado antes en España y luego había ejercido con ferocidad la fiscalía de la Inquisición en Sevilla, y por esos méritos, se le designó Inquisidor de México.
Magnífica, fríamente, Pesado relata el día del cumplimiento de la sentencia: la macabra procesión a través de las calles y plazas de la ciudad histórica termina en la plazuela de San Diego, al final de la Alameda, donde se hallaba el quemadero del Santo Oficio. A la tarde queman en la hoguera a Duarte. Después está fijada la muerte de Sara. El Inquisidor, entre eso, regresa a su casa en Portacoeli. Lo espera de nuevo Jacobo Ribeiro, quien le deja un mensaje: Sara es la hija que se le extravió. El sacerdote regresa a la plazuela para evitar la atrocidad. Trata de salvarla. Su hija empieza a arder. Dios o el destino tienen sus callados designios.
Conservadores y liberales: una lucha feroz
Como dijimos, los dos cuentos largos los publica en 1938 y un año después sus Poesías originales y traducidas, que las divide en amorosas, morales y religiosas. En los veintitrés años que le tocó aún vivir, José Joaquín Pesado no regresa a trabajar la ficción. Una lástima. La que perdió fue la narrativa mexicana. A partir de los años cincuenta su conservadurismo se vuelve más duro. En 1854 publica su biografía de Iturbide, al que consideraba que “valía […] más que todos sus enemigos”. Sin duda entre los políticos mexicanos Iturbide fue para él (digámoslo con Emerson) su “hombre representativo”, y en algunos pasajes, sobre todo el final, los escribe y a la vez describe a Iturbide emocionadamente. En la biografía se detiene en las matanzas de Hidalgo, pero omite las de Félix María Calleja y el propio Iturbide en los primeros cinco años de insurgencia. En ese 1838, Pesado es uno de los que más influyó para trasladar a la capilla de San Felipe Jesús, en la Catedral metropolitana, los restos de Iturbide, donde aún están.
Los cincuenta y sesenta del siglo XIX fueron de lucha feroz entre liberales y conservadores. En el decenio de los cincuenta Pesado colabora en la revista Oposición y dirige desde el décimo número el periódico semanario La Cruz, en el cual se defendía ante todo a la Iglesia y los principios católicos y se combatía al régimen liberal y a la Constitución de 1857. La Cruz se editó del 1° de noviembre de 1855 al 25 de julio de 1858. Entre los colaboradores, reconocidos en esa época, estaban conservadores como su gran amigo Bernardo Couto, Manuel Baranda, Francisco Javier Miranda y Alejandro Arango y Escandón, quienes apenas sobreviven en líneas o páginas apagadas de nuestra historia literaria. Pese a no estar uno ideológicamente de acuerdo con ellos, no debatían a gritos, ni a insultos, ni a calumnias. Nunca imaginarían que aquello por lo que lucharon los liberales de aquella época se considerarían normal en las democracias del siglo XX y XXI, como por ejemplo, la separación de Iglesia y Estado, la ley de desamortización y la ley del fuero eclesiástico. A José Joaquín Pesado aún le tocó vivir la feroz Guerra de los Tres Años, que le trajo al final nuevas muertes familiares a la entrada de los liberales a Ciudad de México. Murió el 8 de marzo de 1861. Ya no tuvo oportunidad de testimoniar los años de la Intervención y el Imperio franceses que terminarían con la inolvidable victoria de los liberales.