Pablo Neruda se despide definitivamente de Albertina en 1932*

- Marco Antonio Campos - Sunday, 12 Feb 2023 10:12 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

No sabes, Albertina, cuánto duele escribir

esta carta, que no es la última despedida,

porque ha habido varias, sin siquiera saber

cuáles fueron.

Más de cien cartas te he escrito

de tristeza y reclamo, de esperanza y de súplica,

y no hay una en que no se diga o te pregunte,

por qué no me alcanzabas desde el sur a Santiago, o

por qué no escribías, o

por qué sólo escribías palabras a cuentagotas, o

escribías renglones tan secos que no sabía

si era escritura o parte del papel.

Peor aún: me devolvían cartas que te enviaba

a Concepción o me enteraba que las leías a tus amigos

burlándote de mi voz cansada cuando yo leo poemas.

Ignoras lo que duele o me amarga haberte escrito

tal número de poemas, que ahora repiten como suyos

adolescentes y jóvenes, poemas

que cayeron de las ramas de los pinos

a la hierba de las antologías, es decir, al jardín del alma, o

simbólicamente los cortaba para dártelos

como quien entrega madreselvas y murtas, lilas y copihues,

sólo porque sí, porque no se marchitaran,

porque el porque no tiene destino.

Ah la ingrata, ah la muda, cómo no recordarte lo

que aprendimos desde aquel abril del año del ’21,

en la espléndida y difícil juventud raída,

cuando el centro de Santiago no era taciturno como tú,

pero tu silencio me hacía seguirte más,

salvo al hacer el amor en los delgados años –yo 17, tú 18–,

en que no hablábamos, sólo gemíamos

en lechos de míseros cuartos de pensiones ínfimas

en la calle de Echaurren o en la calle de Padura,

cuando era imposible desenredar los cuerpos,

lo que aprendí en cada cópula no podría explicártelo,

ay, como hiriéndonos vivíamos.

Me caen a la memoria las largas caminatas

por el Parque Forestal, cuando

no decíamos nada a lo largo del largo Mapocho,

y tú alta, paliducha, sin gala ni gracia hasta ser bonita,

la más bonita para mí y basta –aunque hubieran otras–.

Sabes muy bien que en aquel Santiago de la bohemia

y la pobreza ardua, o en los deslavados muelles

de Puerto Saavedra, o bajo la lluvia innumerable

del Temuco amarillo y triste, o

en el entorno del Bajo Imperial, o

en el trópico húmedo de Colombo, o

en mi corazón dividido en Batavia, o

en el telón de la marchita Europa,

desesperaba, te esperaba, esperaba

ese cuerpo que fue mío, ese cuerpo

indistinguible de mi cuerpo.

Creo, Albertina, o estoy seguro, que

no acabaste de quererme, cuando de veinteañera

te enfermabas a veces –en realidad o por engaño–,

sólo para no encontrarnos, o tal vez al final

sólo tuviste miedo de alcanzarme en Colombo, o

tal vez fue el recelo provinciano, el miedo penquista

a tu familia severa, o tu indolencia natural

que no aspiraba sino a más desidia,

y yo me quedé, en mi soledad asiática,

como trapo roto, como lobo sin cueva,

como perro al que nadie se acerca

ni le acercan mendrugos.

 

Me casé en Batavia. En la isla de Java. Muy cerca

del infierno. Fue en diciembre pasado.

La soledad me orilló a hacerlo, la soledad oscura

que me creaste, el ahogo sin fin que me creaste.

Ahora, de otra manera me haces falta, y si quieres,

propongo vernos de nuevo, ver de nuevo tus ojos de té,

y hablar callando como en los años del colegio, y darte,

además, poemas desprendidos donde eres la dueña

–pero Albertina, qué va, no lo harás por temor

a que te vean conmigo, menos ahora, que por la poesía,

me reconocen en tantas partes –pero yo, conociéndote,

sabría, de cualquier modo, que no es de tu interés

ni menos te importaría, o quizás, con tu voz lenta y triste,

objetarás, como hace varios años,

que te acuerdas muy poco o no te acuerdas.

 

 

 

*Las cursivas son tomadas de

frases y palabras de las cartas

de Neruda a Albertina. Neruda

le escribió entre 1921 y 1932.

 

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