Edith Piaf o la pureza del aire

- Vilma Fuentes - Sunday, 26 Feb 2023 08:29 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Édith Giovanna Gassion, mejor conocida como Edith Piaf, alguna vez llamada la 'Chavita Gorrión' (1915-1963), sin lugar a dudas es una de las voces femeninas más conocidas y reconocibles del siglo pasado en el mundo. Este artículo habla de las múltiples peripecias de su vida, en muchos aspectos trágica pero también exitosa y apasionada.

 

Este año se conmemora el sexagésimo aniversario del fallecimiento de Edith Piaf. A sus cuarenta y siete años, conocida también como la Môme Piaf (“la Chavita Gorrión”), la autora letrista e intérprete (como de “La vida en rosa”, compuesta por ella), destrozada por los abusos y las enfermedades, muere en la ciudad de 1963, en Grasse o París. Envuelta en la leyenda desde su nacimiento, –sucedido en la calle–, su madre la da a luz sobre el abrigo de un policía, o bien, nace en un hospital parisiense, según las versiones más conocidas, Edith Piaf es ella misma un mito y
una fábula.

Con Edith la vida parece inventada cuando es realidad pura y lo realmente acaecido parece surgir de la pluma de un novelista de ficción de un naturalismo decimonónico, extraviado entre la Corte de los Milagros y el cuento de hadas. Tiene rasgos de la Cosette de Víctor Hugo antes de encontrar y desencontrar, una y otra vez, su hada madrina como perfecta Cenicienta.

De familia de cirqueros durante varias generaciones, padres, abuelos y ancestros, ellos y ellas, fueron contorsionistas, juglares, payasos, saltimbanquis, cantantes de calle, como será la Môme Piaf desde su infancia, a los nueve años de edad, cuando su padre, el acróbata Louis Gassion, se hacía acompañar por la niña en sus deambulaciones de artista cirquero itinerante. Edith, después de recibir monedas en un sombrero, entona algunas canciones cuando su progenitor siente por instinto el poderío de su extraordinaria y muy singular voz. Pero antes, entre el nacimiento y los nueve años, Edith es abandonada por su madre, escudera de circo, funambulista y cantante de calle, alcohólica sin más instinto maternal que una piedra. Después de pasar una temporada con la abuela materna, quien le prepara el biberón, según la leyenda, con vino tinto, su padre la deposita en manos de la otra abuela, quien tiene un burdel en Normandía. Si esta abuela tampoco se ocupa gran cosa de ella, las prostitutas, primeras hadas madrinas, la consienten y apapachan. De estos años data su ceguera, diagnosticada grave, sin duda definitiva. Una peregrinación al convento carmelita de Lisieux, decidida por su abuela, conduce a prostitutas y niña a Lisieux para implorar la curación sobre la tumba de Thérèse de l’Enfant Jésus, aún no santificada. Ocurre entonces un milagro de la futura santa: después de untar sobre sus ojos un puñado de tierra de ese lugar durante unos siete días, Edith recupera la vista. Alrededor de su cuello, Piaf llevará durante toda su vida una medalla de la santa e irá en peregrinación a Lisieux cada año. El medallón, transformado por la fe de la cantante en amuleto, le es imprescindible cuando entra en escena para dar un concierto. A pesar de los aplausos y gritos del público que la reclama, en una ocasión dramática años después, Edith se negó a cantar mientras no le trajeran el famoso medallón para colgarlo a su cuello.

Adioses desgarradores a las prostitutas cuando, a sus siete años, Gassion decide hacerse acompañar por su hija en la caravana de circo. La poderosa voz de Edith comienza a reconocerse, única entre otras, y le dan su primer nombre de artista: “Miss Edith, fenómeno vocal”.

Leyenda, fabulación, mito, milagro y al mismo tiempo aventura real y brutal realidad, la vida de la Môme prosigue, aunque no por muchos años, con sus altibajos de éxitos, accidentes, operaciones quirúrgicas, alcohol, droga, aplausos, ovaciones y amores, sobre todo amores. Ese amor “che muove l’Universo intero”, “l’amor che muove il sole e l’altra stella”, último verso del Paraíso con que Dante cierra la Divina Comedia. Amor de una mujer para quien cantar y amar son vitales. Amor trágico por Marcel Cerdan, campeón de box, que muere en un accidente de avión al viajar a Nueva York para ver a Edith. Amor por el joven Théo Sarapo, su postrer amor, a quien dice: “tú eres el primero, tú eres el último”.

La voz de Piaf, identificable por los oídos de un habitante de París, Florencia, Moscú, Argelia, Tokio o Buenos Aires, sigue dando la vuelta al mundo. Ninguna de las intérpretes de las canciones vueltas célebres por ella ha logrado imitar las cadencias, el timbre, la intensidad o la fascinación nostálgica de su voz. Las vocalizaciones de María Callas, Renata Tebaldi o Jessye Norman son reconocibles y admiradas por los aficionados al bel canto, pero los trémolos de la voz de Edith, sus pronunciaciones, sus “r” arrastradas, son de inmediato identificados por el hombre de la calle que canturrea las canciones que escucha como algo que nace en él.

Cierto, el sonido de una voz es una especie de ADN que sirve para identificar a una persona, tan bajísima es la improbable similitud entre dos voces como entre las huellas de las yemas digitales o la pupila de los ojos de dos personas. ¿Qué es la voz si no el sonido producido por la vibración de cuerdas vocales cuando se expulsa el aire?

Canción, música, palabra, aire. Aire puro que mueve el viento. La voz de Edith Piaf es brisa, huracán, céfiro y torbellino. Aire que sopla el espíritu, aire que respira amor.

 

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