A 25 años de su muerte Josefina Vicens, retratista de la intimidad
- Enrique Héctor González - Saturday, 11 Mar 2023 23:17



Novelistas van y vienen, pero autores que alcancen el núcleo vital de los personajes que crean, narradoras que sumerjan al lector en los meandros mentales y en los laberintos emocionales de sus protagonistas, son unos cuantos. Sería desaseado pensar que está en la naturaleza de las escritoras mujeres, más que en la de sus colegas masculinos, intimar de esa manera con sus creaciones, pero ahora sólo se me vienen a la cabeza dos que lo consiguieron tan maravillosamente –la brasileña Clarice Lispector y la inglesa Virginia Woolf– como Josefina Vicens (1911-1988), autora de obra escueta pero esculpida con minuciosa delectación en la buena madera de su oficio narrativo.
No cabe duda de que se trata de una de las grandes novelistas mexicanas del siglo XX, más cercana por su fecha de nacimiento a la primera de todas en el siglo pasado, Nellie Campobello, que a las que le son históricamente afines, Inés Arredondo o Rosario Castellanos; alguien que, a la manera de Rulfo, practicó la parquedad ensimismada con tal apego a lo escrito con claridad y precisión, que no podía haber generado una obra abundante y desigual, como es ley al uso. Parca, poco ruidosa, la producción artística de Vicens no se reduce a la literatura, donde prevalecen dos pequeñas novelas magníficas, El libro vacío y Los años falsos, sino también a (esos sí numerosos) guiones cinematográficos que muestran en los de Las señoritas Vivanco, Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud, la punta de un iceberg conformado por cerca de cien argumentos que no la distrajeron de considerarse lo que en verdad era: una novelista de obra escasa pero de grandes vuelos.
El afán de ser otro, un cierto espíritu de suplantación y de impostura, identifican las historias de sus dos novelas. Pero lo que en Los años falsos (1982) se presenta como la asunción del rol del padre muerto, afán que llega al extremo patético de que Luis Alfonso herede hasta a la amante del progenitor, en su novela mejor concebida, El libro vacío (1958), el protagonista (pues ambas son novelas-de-personaje) encarna un asunto de mayor monta y más intensa intimidad: la del escritor que no escribe, la de quien se cree destinado a pergeñar una historia que nunca empieza o, más bien, que registra apenas en cuadernos, apuntes y bosquejos –siempre insuficientes– de sí mismo y su entorno.
A la manera de Pedro Páramo, la novela está conformada menos por capítulos que por segmentos secuenciales en los que el narrador, José García (el nombre más común del padrón electoral –o casi–, el más anónimo de tan frecuente) confiesa que escribe en dos libros: en el que leemos, que es el borrador, y en otro al que traslada lo que aprueba del primero y que va quedando casi vacío. La novela, pues, es la historia del fracaso de escribirla, idea fecunda y llena de esguinces que, al mismo tiempo, es un ejercicio activo de disociación, escritura esquizofrenizante de dos yos que combaten: el que no debe escribir porque, según confiesa, no sabe cómo, y el que se enfrasca en la tarea “porque lo necesito, aun cuando sea para confesar que no sé hacerlo”. Entre los dos y de sus vaivenes se construye la trama de la novela, que recuerda el viejo aforismo de Plinio, la recomendación al escritor en ciernes: “Si adviertes que no tienes nada que decir, di eso, ‘que no tienes nada que escribir’, por escrito.”
El asunto de El libro vacío, su mismo título, son de tal riqueza que es casi imperdonable que el texto no se haya vuelto ya no digamos una novela sustancial en la historia literaria mexicana (que lo es, aunque carezca del reconocimiento que merece), sino incluso que no haya adquirido esa condición vicaria de “libro de culto” en su radiografía de una interioridad que quiere dar consigo misma, verdadera exploración ontológica del ser creador y de la persistencia, la inevitabilidad de la escritura. Y esto, además, porque la desnudez estilística de sus veintinueve fragmentos encuentra siempre la manera más sencilla de decir las cosas. No se trata de una novela que, dado su asunto, requiera del lector ciertas inquietudes filosóficas o laboriosidades metafísicas. En “Carta” de Octavio Paz, simple acuse de recibo que la autora decidió convertir en el prefacio por así decirlo oficial de su libro, el poeta señala entre las virtudes más estimables de la novela su ternura sincera, su sentido tan vivo y tan directo de la individualidad del que escribe, de quien entabla una batalla cuerpo a cuerpo con el lenguaje para obligar al vacío
a decirse.
Esta historia de una vacuidad personal, anterior en una década a las ficciones de José Agustín, Gustavo Sainz y el inolvidable Parménides mexicano, no es literatura de la onda sino más bien de la honda, siendo su hondura de una complejidad tan legible que este canto en prosa de José García alcanza esa voz que Joyce reconoció como la de H.M.C, here comes everybody, la de un destino que es como el de todos pero al que es tan difícil acceder si no se es un versado retratista de la intimidad.