El rizoma narrativo de Katherine Mansfield y Clarice Lispector

- Blanca Athié - Saturday, 11 Mar 2023 23:15 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En el marco del 8 de marzo, día internacional de la mujer, este artículo revisita la obra de dos autoras disímiles entre sí, imprescindibles ya, pero sobre todo que siguen siendo hoy en día redescubiertas y validadas en toda su extensión: la neozelandesa Katherine Mansfield, fallecida hace un siglo, en enero de 1923 y la ucraniana-brasileña Clarice Lispector, quien abandonara el mundo en 1977.

 

Para abordar el registro literario en la obra de Katherine Mansfield y Clarice Lispector es útil la figura del rizoma, basado en el concepto abierto que crearon los filósofos franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari. Pensar el rizoma literario es inscribir la literatura en la diferencia, en lo abierto, en lo no concluyente, sobreviviente a toda época o tiempo.

Lo que proponen los mencionados pensadores franceses en su libro Mil mesetas es un pensamiento rizomático hecho de mesetas, porque una meseta no está ni al principio ni al final. Prevalece culturalmente una idea que en Occidente todo culmina y, al mismo tiempo, todo precede en un sistema. Pero con el pensar rizomático nada termina y todo tiene valor intrínseco al aprehenderse en sus multiplicidades y diferencias temporales.

Es justamente el enjambre literario que nos ocupa en el presente texto, aquél en el que la lectora y el lector va a salir afectado, desterritorializado o territorializado, herido o agrietado, emplazado, desollado incluso y hasta sanado, todo ello si apelamos a que la literatura también puede ser ese campo minado que nos confronta con nuestra propia existencia para hacerla más intensa, abierta, y acaso también más afectiva, cuando llegamos a esos mapas distintos del que nos fueron trazados. ¿Es la posibilidad de renacer en muchos otros territorios el “rizoma”? Que la respuesta sea la vastedad y la permanencia de la vibración, y también las únicas consignas de las escritoras que nos ocupan.

 

Katherine Mansfield, la pionera del cuento moderno

El pasado 9 de enero se cumplieron cien años

del fallecimiento de quien, para la crítica literaria, fue la primera cuentista de habla inglesa, llamada por algunos “la Chéjov inglesa”, aludiendo al prodigioso cuentista ruso, a quien ella desde luego descubrió en traducciones francesas.

Katherine Mansfield es la hija rebelde por excelencia, o diferente a lo que se podía considerar la hija perfecta en la época victoriana. Muy pronto, a los diez años, daba muestras de su inquietud literaria escribiendo en una revista escolar, aunque tendríamos que definir su carrera literaria entre 1909 (año de su primera publicación) y 1922 (falleció en enero de 1923). En sólo trece años, Mansfield creó vastos mundos que habitaron personajes femeninos diversos pero, sobre todo, que se salían de un canon victoriano al que la literatura inglesa estaba acostumbrada. Sobre estos personajes, Beatriz Espejo señala:

Le preocupaba la problemática femenina bajo luces diversas. La parturienta, la criada, la coqueta, la culta dama, la casada tradicional, la soltera desprotegida, la vendedora de sombreros, la artista en ciernes, le inspiraban pequeños e inmensos dramas personales debidos casi siempre a las desventajas de una índole biológica. Son incompatibles con las señoritas de sonrisa placentera, atentas a concertar matrimonios que les aseguren la felicidad y una renta vitalicia, en el mundo Victoriano que Jean Austen pintaba. Las mujeres de Katherine Mansfield –más de nuestra familia– pertenecen a los estadios de la clase media o de la burguesía del siglo XX, y están emparentadas con las sufragistas o con las que en un momento dado impulsaron los movimientos feministas actuales.

Todos estos personajes femeninos habitaban la prosa breve de Katherine, quien eligió al cuento como el género en el que podía comprender el mundo a través de otras. A Mansfield lo que le inquietaba era el instante, lo que podía contener o desprenderse de las situaciones breves y cotidianas, la magia que encerraban las mismas era justo lo que dinamitó su pluma. Una especie de conjuro entre lo visible y lo invisible, lo cotidiano y lo excepcional o lo real y lo extraño. Virginia Woolf diría de ella que era una gran observadora de las microhistorias; en ese sentido, Mansfield era también una gran creadora de personajes invisibilizados, además de usar la mímesis y presencia animal para comprender la psicología del ser humano, así fuera alegre o incluso oscura, tal como lo reflejan, por ejemplo, los cuentos “Algo pueril pero muy natural” y “La mosca”; éste en especial, su último cuento, cuyos personajes son sólo masculinos.

Hablar de su temprana muerte (murió a los treinta y cuatro años, en París, debido a una hemorragia causada por la tuberculosis) es importante si queremos comprender su intensidad literaria: más de setenta cuentos en total, además de sus pensamientos, que dejó registrados en su diario personal y que nos hablan de esa inquietud por la vida, por los instantes, por las historias, por las fórmulas dadas, pero sobre todo por su propia fórmula: “La verdad es que una historia puede contener solo una cantidad determinada de información; siempre se tiene que sacrificar algo. Se tiene que omitir lo que se sabe y se desea utilizar. ¿Por qué? No tengo ni idea pero así es”, escribiría en su diario un año antes de morir.

Con este pensamiento dejaba constancia de la fórmula usada en su prosa breve, que abriría el cuento moderno. ¿Cuál es esa fórmula?: jugar con los elementos que construyen un buen relato, elegir el equilibrio entre lo que puede funcionar de manera dramática y lo que no; eliminarlo o sacrificarlo, en palabras de Mansfield. Escribir no desde el deseo o proyección de la autora o autor, sino en función de la historia y sus personajes; el juego mismo, el juego-danza, pensando incluso en lo que el mismo Gadamer propone: “es juego la pura realización del movimiento”, porque en ese sentido los jugadores no importan (en este caso la autora o el autor), sino el juego mismo.

Cabe recalcar que, años antes, Chéjov establecería esta misma fórmula. Incluso una de las herramientas más importantes para quienes se dedican a la narrativa se conoce como La pistola de Chéjov, justamente en relación al cuentista ruso, que postula como principio sagrado que cada elemento narrativo debe ser necesario e irreemplazable, o de lo contrario debe eliminarse. El origen de este recurso es una carta fechada el 1 de noviembre de 1889, en la que escribiría: “Elimina todo lo que no tenga relevancia en la historia. […] Uno nunca debe poner un rifle cargado en el escenario si no se va a usar. Está mal hacer promesas que no piensas cumplir”; la literatura, pues, como promesa.

Si bien Chéjov es el indiscutible padre del cuento moderno, ¿por qué Katherine Mansfield no es lo suficientemente reconocida como la madre? Incluso con fórmulas propias que sacrificaban el estilo por un cuerpo narrativo diferente, abierto en el rizoma, pues en varios de sus cuentos se sale de la estructura convencional de planteamiento, desarrollo y desenlace; tal vez se intuye en esto a una escritora ávida por gravitar en lo propio, pues, como llegó a escribir en uno de sus cuadernos: “Cuando escriba sobre el violín debo recordar ese modo de subir levemente y de hundirse lastimeramente; el modo como busca”; tal vez buscaba su propia musicalidad, su propio ritmo, su propia vibración, su propio ser rizoma. Podemos establecer, entonces, que si en el cuento moderno Anton Chéjov es el arma, Katherine Mansfield es el juego.

 

Clarice Lispector: la vibración del cuerpo en Agua viva

Si pudiéramos definir en una palabra la escritura de Clarice Lispector, sería vibración. Flujo constante de palabras. Ritmo ininterrumpido que acontece en el lenguaje. La permanencia de lo vivo. Territorio adámico al descubierto.

Nacida en Ucrania en 1920 y fallecida en Río de Janeiro en 1977, Lispector significó una revolución en la literatura brasileña. Escribió cuento, novela y crónica. Pero Agua viva es, quizá, la más celebrada de sus obras, publicada hace exactamente cincuenta años, en 1973, y escrita bajo una premisa esencial: ¿Dónde están los límites del lenguaje?

La respuesta no es cerrada, ni mucho menos una reflexión para un otro imaginario. Es la línea arabesca, una especie de curvatura de la tierra que se cruza o se dibuja en el mar pero no para indicarnos una frontera, sino un más allá prodigioso. Un más allá vivo porque, en esta obra, Clarice vive el lenguaje como si fuera un cuerpo orgánico libre de tensiones, en su tonalidad equilibrada, flexible para estar siempre en movimiento, receptivo ante cualquier sentimiento, en su fluir constante, capaz de sanarse a sí mismo y sobre todo dispuesto a impresionarse ante la belleza para florecer en su inquietud.

Para lograr vivir el lenguaje, Clarice recurre a otros dos lenguajes vastos: la música y la pintura. Hay quienes consideran esta obra como una epístola de largo aliento, a fuerza de encontrar un destinatario. Lo cierto es que adolece de estilo para privilegiar su propio acontecimiento: la voz aquí inscrita buscará su propia tonalidad para acontecer en el lenguaje, a veces corpóreo, agrietado o herido, otras tantas fragmentario, pero siempre valiente en la búsqueda de lo que llama el “es de la cosa”, y en esa búsqueda palpar la alegría del instante irrepetible e irreemplazable. Es Clarice una filósofa nata, porque su deseo es existir en el lenguaje, pero se aleja de la reflexión como reflejo de realidad, para instalarse en la difracción, más propia de la ruptura.

Ya desde los primeros párrafos nos va adentrando a la placenta, para de ahí tejer las palabras como si de células madres se tratara:

Es con una alegría tan profunda. Es un aleluya tal. Aleluya, grito, aleluya que se funde con el más oscuro alarido humano de dolor de separación pero que es un grito de felicidad diabólica. Porque ya nadie me ata. Sigo con capacidad de razonar –he estudiado matemáticas, que son la locura de la razón– pero ahora quiero el plasma, quiero alimentarme directamente de la placenta. Tengo un poco de miedo: miedo de entregarme, porque el próximo instante es lo desconocido. ¿El próximo instante está hecho por mí? ¿O se hace solo? […] Te digo: estoy intentando captar la cuarta dimensión del instante-ya, que de tan fugitivo ya no existe porque se ha convertido en un nuevo instante-ya que ahora tampoco existe. Quiero apoderarme del “es” de la cosa.

Justamente ese “es” o ese it le sirve a la autora para impersonalizar el lenguaje. No es un “yo” que se dirige a un “tú”, ni un monólogo interior en un “yo a yo”; es más bien un “cuerpo a cuerpo”, impersonal, fluido, atemporal, y por ello acaparador de todo instante finito. En esta obra, que se invita a leer entre líneas, también hay historias que se intuyen: amantes, desamores, tan misteriosos y rebeldes como una partitura que no obedece estructura alguna:

¿Qué dice este jazz improvisado? Dice brazos anudados a piernas y las llamas subiendo y yo pasiva como una carne que es devorada por la garra afilada de un águila que interrumpe su vuelo ciego. Me expreso a mí misma y a ti mis deseos más ocultos y consigo con las palabras una orgiástica belleza confusa. ¡Me estremezco de placer por entre la novedad de usar palabras que forman un inmenso matorral! Lucho por conquistar más profundamente mi libertad de sensaciones y de pensamientos, sin ningún sentido utilitario: estoy sola, mi libertad y yo.

Agua viva es un acontecimiento literario para desterritorializar el lenguaje y el “sentir rizoma”. En algún momento Lispector dejó claro cómo vivía su vocación: “No soy una intelectual, escribo con el cuerpo.” Es por eso que su obra se sale de todo canon patriarcal y estilo falocéntrico, propios de su época.

Jean-Luc Nancy, uno de los filósofos franceses más reconocidos dentro del pensamiento contemporáneo, que centró sus estudios en la ontología del cuerpo, llegó a decirse muy influenciado por la escritora brasileña. Ella nos recuerda –y es quizá su gran mérito– que la literatura siempre es ritual y no instrumento.

 

Seguir en el rizoma literario

El rizoma no es domesticable, es decir, no es programable ni es algo que exista para disponer de él; no obedece a mapas conceptuales, pues no busca conocer todo sino dinamitar todo, ir a las líneas de fuga, producir su propia música, abrir su propia existencia. Son precisamente Katherine Mansfield y Clarice Lispector quienes nos invitan a pensar el rizoma literario como un cuerpo vivo en constante vibración y en su propio juego.

 

Versión PDF