Centenario de la muerte de Pedro Gómez Valderrama ‘La otra raya del tigre’, Una novela clásica colombiana
- Marco Antonio Campos - Sunday, 23 Apr 2023 09:58
a Pedro Alejo Gómez Vila
En 1993, luego de una reedición en la Editorial Norma, Hernando Valencia Goelkel, compañero de aventura de Pedro Gómez Valderrama en la revista Mito, escribía que La otra raya del tigre se había vuelto desde su publicación, en 1977, “uno de los clásicos de la narrativa nacional” y cómo el estado de Santander y el personaje Georg von Legerke son, en su fundamento, invenciones de Gómez Valderrama (“Otra vez la otra raya”, Lecturas Dominicales, agosto 23, 1993). La otra raya del tigre es de esas novelas trabajadas línea por línea, con un vasto pero preciso repertorio verbal, con repentinos instantes poéticos y una delgada música, salvo algunos pasajes impetuosos, como el violento capítulo de la llamada revuelta del “Siete y Ocho”, en que todos perdieron: combatientes y ciudadanos, y muy principalmente, la ciudad de Bucaramanga.
Con educada maestría, Gómez Valderrama, como José Eustasio Rivera o Gabriel García Márquez, describe la feraz naturaleza colombiana, en su caso, ante todo, de la región de Santander. Hay párrafos bellísimos que recobran los ríos turbulentos, las sinuosidades y quiebres de las montañas, los “valles profundos”, la intrincada selva, llamativos crepúsculos, noches estrelladas en cielos límpidos… Sobre la multiplicidad de las aves, animales y reptiles acuáticos de las zonas –del Bajo y Medio Magdalena–, Gómez Valderrama señala alguna vez la Santísima Trinidad de aquella dilatada superficie: el dominio de los cielos es del cóndor, la tierra es del tigre y el caimán es “el dueño del río”. Símbolos que encarnan en una realidad despiadada.
No menos cuidadosos son sus cuadros descriptivos de los que eran en la segunda mitad del siglo XIX pequeños pueblos o pequeñas ciudades: Bucaramanga, desde luego, y Zapatoca, Socorro, Montebello, Girón, San Vicente, Barichara... En otra orientación, las travesías del alemán Lengerke por el Atlántico o el Río Grande de la Magdalena, con sus enmarañadas dificultades, tienen algo o mucho de pesadilla.
En su obra de ficción y ensayística, como escribió Pablo Montoya en un notable artículo, no cae nunca “en la arrogancia cultural o en la pesada erudición”. (“Pedro Gómez Valderrama: cien años”, Criterio, febrero 12, 2023). Novela escrita entre lo mucho que documenta y lo mucho que imagina, fue la única que escribió el santandereano; no necesitaba más.
Georg von Lengerke, el personaje-novela
Si en el curso de su vida y posteriormente Lengerke ya tenía en Colombia un aura legendaria, La otra raya del tigre, editada en 1977, la hizo crecer más. Con su vitalidad y carisma, Lengerke casi borra en la novela a los demás personajes. Podríamos llamarlo, quizá con algo de acierto, un personaje-novela. Alto, pelirrojo, “brioso como una bestia”, llega a Colombia en 1852 y vive en el país, sobre todo en la región de Santander, hasta su muerte el 4 de julio de 1882, a un mes y medio de cumplir cincuenta y cinco años. Había nacido en Dohnsen-an-der-Weser, el 31 de agosto de 1827, un pequeño pueblo en el norte de Alemania. Su huida del país natal se atribuye (es lo que más se menciona) a su participación en las revueltas liberales de 1848, en su caso en Alemania, o a un duelo con un marido agraviado, a quien mata.
Ya desde su primer viaje a Colombia desde Europa, Lengerke trae guardados en el portafolios sus gustos musicales y literarios: las partituras para piano de Schubert, Mozart, Beethoven y Wagner y los libros de Hoffmann (Cuentos fantásticos), de Eugene Sué (El judío errante), Walter Scott (Ivanhoe), las novelas de Victor Hugo, los cuales, si se ve bien, son volúmenes para que en su fuga y aventura lo ayuden a imaginar y a vivir.
Gómez Valderrama logra recrear de la segunda mitad del siglo XIX la vida de Santander, y por extensión del norte colombiano y del país mismo: la inmigración alemana, las profusas guerras civiles, la cuerda de políticos ínfimos y ambiciosos, la religión pétrea, el comercio creciente, las luchas por la tierra, la cruenta vida de los peones abriendo caminos o en los afanes por obtener la corteza de la quina, y por otro lado, la aparición del “progreso”, entre otros, con el telégrafo y la locomotora, la electricidad y el teléfono. Al leer la novela, Gómez Valderrama hace sentir al lector que vivió en persona esos años de la Colombia del siglo XIX, entre los cincuenta y principios de los ochenta, y más, nos los hace vivir.
Si en Montebello,Lengerke construye un castillo o caserón o hacienda para vivir, en Bucaramanga, donde tendrá también vivienda, crea la Casa de Comercio, y su labor inicial será la comercialización del tabaco y los sombreros, y luego el café, el cacao y la quina, la cual lo conllevaría a su adverso fin. La capital Bucaramanga era en aquel entonces una pequeña ciudad con “una vida social pacata y tímida”.
No pudiendo fundar su imperio en el norte de Alemania, Lengerke lo erige en pequeño en el norte de Colombia y para eso aun lleva a decenas de alemanes, personajes que menciona por sus nombres y a veces en qué trabajan, pero que al lector le cuesta trabajo figurárselos. Imágenes y sombras que acabarán haciendo con el paso de los lustros una ciudad alemana dentro de la ciudad de Bucamaranga, ya sea trabajando en el comercio para Lengerke, o por su cuenta, pero siempre aliados con los políticos o comerciantes que dominan el sitio. Dos mundos divididos por un océano, pero uno, pese a los regresos a Europa, acabará siendo más de él y lo será aun para los alemanes que trajo. En Colombia esos alemanes trabajarán y se continuarán en sus descendencias sudamericanas. Uno de los más recordables episodios, de hondo tono melancólico, el cual es un punto de inflexión en su vida, es cuando Lengerke asiste al velorio de su fiel amigo Strauch, que le ahonda la conciencia de la fugacidad de la vida.
Hay un protagonista clave, el abuelo Juan de Dios, que aparece a lo largo de las páginas, para atestiguar los pasos de Lengerke, y el abuelo a su manera cuenta la novela para que luego sus descendientes la cuenten. Sabremos al final que es el abuelo de Gómez Valderrama. Gran testigo, personaje múltiple, si no es el que escribe la novela es el que describe los hechos y por otras vías los contará a su hijo, quien los contará con sus variaciones a su nieto Pedro –quien los escribe–, que pasará la historia al biznieto Pedro Alejo. “El destino sólo está en el pasado. El destino es la conciencia del pasado”, dice Pedro Alejo alguna vez a su padre a propósito de la novela.
Otros personajes que aparecen, comunes en la obra de Pedro Gómez Valderrama, son el diablo y las brujas, quienes –lo saben los santandereanos, lo sabía Geo von Lengerke– rondan dondequiera y buscan apropiarse de las almas de hombres y mujeres. Están también los indios, encabezados por el jefe Carlos, quienes han vivido “siglos de muerte, de esclavitud, de persecución”.
Con todas sus luces y sombras emociona la simpatía que siente Gómez Valderrama por la figura y los afanes del volcánico Lengerke, “ciudadano en exilio, ex militar, ex alemán, ex revolucionario”. Lengerke era asimismo un Don Juan nórdico que atraía magnéticamente a las mujeres, campesinas o no, que morían por acostarse con él o acostarse él con ellas, estimulados por la inmediatez de la hoguera tórrida que es buena parte del norte colombiano. Hombre solo, no dejó de buscar “el amor fresco y pasajero”, el amor que no compromete, y quien solamente al final tendrá una mujer más estable, Francisca, viuda del hermano de su capataz, con fuerza de carácter, fogosidad sexual
y desprendimiento generoso. Quizá de la novela la desinteresada Francisca sea el personaje femenino que más atrae al lector. Como el gran sensual que fue, Gómez Valderrama no dejó de admirar a Lengerke en esta tarea placentera, quien paradójicamente morirá soltero. Uno de los mejores pasajes en este aspecto es la aventura que el alemán tiene con Elisenda Zambalamberri, con fama de bruja y con fama de poseída por el diablo, una de las esposas del jefe indio Carlos, que despertará a corto plazo odios y venganzas. Menos que un pasaje de hechicería la aventura deja en el lector un toque dramático.
Si pensamos en todas las mujeres con las que Lengerke se acostó en el curso de treinta años, en especial con campesinas, es dable imaginar que tuvo docenas de hijos no legítimos. Preferible, se decía, las mujeres sencillas y naturales a las europeas civilizadas con su prenda sobre otra prenda como si quisieran esconder todo.
Sin embargo, hay en el alemán un fracaso amoroso, que será un doloroso punto de inflexión, y le dolerá el tiempo que aún le tocará vivir. Manuela Martínez, una bellísima adolescente de dieciséis años, de ojos verdes y cabellera negra, a quien conoce en la fiesta que ofrece a Geo el gobernador, el General Solón Wilches, en el pueblo del Socorro, por haber terminado el puente sobre las aguas del río Suárez, le pone una distancia inalcanzable que la volverá inabordable. En sus últimos diez años Lengerke llevará la tristeza de la pérdida de la muchacha, quien acaba casándose con su detestado enemigo en el comercio y después en el amor, David Puyana, y la conciencia dolorosa de la proximidad de la vejez. Es la derrota amorosa, quizá la única, pero demoledora.
Guerras civiles: inútiles, interminables...
Aunque ya venían las luchas desde años atrás, de alguna manera la vida de Lengerke en Colombia entre 1852 y 1882 coincide con los tiempos de guerras fratricidas y una sucesión porosa de presidentes efímeros. En eso se asemeja en mucho a casi todos los países latinoamericanos de aquel siglo XIX, pero en Colombia se alargó ostensiblemente, o como dice Gómez Valderrama, o hace decir a sus protagonistas en algunos momentos: “la guerra que no termina”, “este pobre país no sale de la guerra”, “la misma, misma guerra”. Guerras entre liberales y conservadores, radicales y ultraconservadores, que en el vaivén político pueden, por ambición o despecho, ir de un bando al otro. Guerras inútiles en las que demasiados mueren y todos pierden y en que los bandos se igualan en la tarea de arrasamiento y abrasamiento. Saqueos, violaciones, pérdidas de civiles, cárceles, exilios.
En su arte o en su estrategia, Gómez Valderrama puede ver las guerras fratricidas como una obra de teatro o como partidas de ajedrez, es decir, un juego de estratagemas por los actores en el escenario o ajedrecistas de diversa destreza, arte o estrategias, que por demás se arman… desde Bogotá. Como si hubiera lejanos ecos, por un lado, de dramas de William Shakespeare, y por otro, de textos geométricos del ajedrecista literario Jorge Luis Borges. Una dificultad ardua para alguien no enterado de las guerras cainitas colombianas: sin precisar a menudo las fechas, con la acumulación de tantos nombres y batallas, el lector, confuso, se dice en algunos momentos que sólo un historiador o un lector avezado en aquellas guerras fratricidas de Colombia puede seguir los hilos o el tejido con fidelidad. Sin embargo, hay en esos capítulos episodios muy conmovedores, como el de los hermanos Ordóñez, cuando Jesús coloca a su mal herido hermano Francisco sobre la silla, y atraviesa con habilidad, con dramatismo, las filas de los ejércitos en pugna; asimismo está el de don Pablo muerto, amarrado sobre la silla de la mula, y ésta, en su última fidelidad, lo lleva de regreso a casa. Cuentista natural, un buen número de episodios de la novela podrían aislarse como notables cuentos.
El viaje es el camino
Georg von Lengerke, quien se sentía al final más colombiano que alemán, siguiendo las enseñanzas de Rousseau y de Humboldt, hizo el viaje a las Américas en busca de encarnar al buen salvaje. Oh gran paradoja, su conducta con la naturaleza acaba siendo feroz y lo hace en una doble forma: tanto para volverla habitable como para someterla y aprovecharla: una, la brillante idea de abrir caminos y levantar puentes; la otra, el comercio infame, como la explotación de la quina, que trae la depredación de la naturaleza.
Desde su llegada en 1852 a Santa Marta, “sintiéndose perdido entre la selva”, a Lengerke se le vuelve una obsesión fascinante convertirse en hacedor de caminos. Es ponerle otra raya al tigre, y otra, y otra. “Aquí los caminos duermen entre las rocas o debajo de la selva. Hay que sacarlos a la luz.” Los caminos que abrirá, aun contra el laberinto verde de la selva, los disparos traicioneros de los forajidos y las flechas envenenadas de los indios yarigüíes que tratan de salvar sus tierras, se articularán a su manera con todos los caminos del mundo.
Cabalgar, cabalgar. “Tener las posaderas encallecidas, como Bolívar. América a caballo.”
Construir caminos que se acaban llevando el cuerpo y de paso la mitad de una vida. Si por algo Lengerke vive en párrafos de la historia de Colombia fue por los caminos santandereanos que trazó en distintas direcciones donde aún se oyen las huellas de sus pasos y los pasos de los caballos. Admirado por su ingeniería, se basa en los caminos reales de los españoles y los respeta hasta donde puede para hacer los caminos de la república. Pero en esa tarea quienes más pierden son los indios yarigüíes, quienes, pese a la enconada resistencia, son muy inferiores en armas. Se les despoja de tierras que les han pertenecido por siglos. Al describir las luchas, el liberal Gómez Valderrama no puede dejar de sentir una simpatía trágica por los indios, quienes, pese a su encono en la guerra de defensa, acaban perdiendo en la lucha por la quina, tanto del lado de Lengerke como de sus enemigos David Puyana y el judío curazaleño Manuel Cortissoz.
Los últimos capítulos de la novela se leen como una larga elegía. Las enfermedades, el desgaste de los años, la derrota amorosa con Manuela Martínez, las terribles pérdidas con el negocio de la quina, lo van minando y lo acaban eliminando. El camino del hacedor de caminos tiene su fin en Bucaramanga. “Más que de enfermedad murió de fracaso, de frustración, de desencanto”, dice Robert Werham, uno de los amigos alemanes, luego del entierro. Muere el hombre, nace la leyenda. La utopía que Lengerke soñó despierto tantas veces quedaría atrás, en el lugar del pudo ser y el debió ser.
Escritor de culto, Pedro Gómez Valderrama tendrá en Colombia, en su centenario, una merecida celebración; creemos que debería extenderse a toda Latinoamérica.