




El discreto encanto de la ligereza
Entre las (siete) definiciones –y una no-definición– que el autor y el editor (en un libro como éste es fundamental) derraman en la cuarta de forros de Las letras son dibujos (en el verde volumen todo es fluido, no así en esta reseña multidigresiva), una apunta con sencillez la materia de que trata: la obra no es sino “una carta de amor a los libros y a sus creadores”. El edicto no miente porque el libro tampoco lo hace: la vasta caterva de dibujos, fotos, letreros, definiciones, ensayos brevísimos, listas, carteles, viñetas vicarias y enjundiosas ocurrencias que lo constituyen, apunta a un mismo concepto: la hibridez.
En un mundo en el que todo es cada día más mezclado, más difícil de separar; en una historia que es gradualmente menos pura, en buena medida porque ya no creemos en sustancias incólumes ni en límites profilácticos, una obra de esta naturaleza se revela como el, por qué no, punto de partida de una nueva forma de la escritura y la edición. ¿Punto de partida o sólo una puntada excepcional? Es difícil saberlo, es más fácil saborearlo. Como libro ilustrado, provoca una reconfortante ansiedad, una victoria de esa sensación infantil por jugar con todo, por todo revertirlo y vestirlo o travestirlo a nuestra manera, al modo del lector.
Algunos surrealistas y artistas de vanguardia de hace un siglo jugaron de esta manera y, si nos vamos un poco más atrás, el libro nos recuerda la página marmolada, la página en negro por el luto de Yorick, los diversos juegos digresivos y dibujos de líneas y manos del Tristram Shandy, ese modelo de literatura que luego no siguió, pero que desde el siglo XVIII habrá costado considerables esfuerzos a sus editores, dado el espíritu lúdico que anima tanto a la historia como a su “soporte técnico”. En el caso de Las letras son dibujos, el editor, Romeo Tello A., debió afrontar algunos riesgos y no pocos descalabros para dar la idea de un libro objeto dentro de un formato más o menos convencional.
¿Pero de qué va el libro? De la ligereza, de las múltiples ligerezas que ya Calvino había pronosticado como una de las seis (solo desarrolló cinco) lecciones del próximo milenio (o sea, este). Lo tenue, lo leve, lo inestable, lo menudo se dan cita en esta legítima investigación de sí mismo, en esta autobibliografía que emprende Magallanes tal como emerge del espejo del humor, porque al hablar de uno mismo –hay que reconocerlo– siempre estamos bromeando.
En la atmósfera de BEF, el escritor, historietista y diseñador Bernardo Fernández (su estricto contemporáneo), con roces inexcusables de la novela gráfica de los últimos tiempos (aunque aquí sería dable hablar de un nuevo género, del ensayo gráfico), el arte de Magallanes no es el del descubridor que podría sugerir su apellido, ni tampoco el del cómodo cultivador del libro ilustrado a la vieja usanza, sino el del recreador de su propia felicidad expresiva a través de la caprichosa (en el mejor sentido del término) proyección de lo que ha sido su historia como poeta, diseñador, artista visual, todo convertido en dibujos elementales (también en el sentido esencial de la palabra) y frases sueltas, voces que todos nos decimos a la hora de probar con el pie la temperatura del agua al meternos a bañar, en el momento en que nos despertamos y nos ocurren las primeras sinapsis del día, cuando, en el letargo de la más plena ociosidad, pensamos que ya tenemos x cantidad de años y el próximo tendremos x más 1 “y así sucesivamente”, con esa inadvertida amenidad monterrosiana con que nos pasan los sucesos de la vida, pero que, como casi siempre estamos irritados arreglando el mundo o cansados de tanto no hacer nada o preocupados por quién sabe qué, casi no notamos en nuestras andanzas por la alfombra de los días.
Pero Magallanes sí vio todo eso y lo anotó puntualmente y se despertó en él el desparpajado ánimo de Nicanor Parra, el espíritu lúdico y lúcido de los dibujantes de su propia destreza, y volvió a la gratuidad inefable de Ramón Gómez de la Serna y del impecable Macedonio y a la de todos aquellos macerados escritores y artistas plásticos cuyo espíritu es el de sumergirse en sí mismos para condimentar mejor el alimento que se llevan a la boca, sin temor a la simplonería pero sí a la solemnidad, de la que siempre conviene huir como de un clavo ardiendo.
Especialista en capturar la viva ocurrencia de las horas que pasan y las historias que suceden y las ideas que se van volando en la “mariposa loca” de un cartel, tal como el propio Magallanes define a uno de los oficios que le dan sustento, este libro híbrido, este líbrido puede dejar insatisfechos o perplejos a muchos lectores, de ésos para los que, fuera de Heidegger, todo es pura frivolidad, esos agelastas (como llamó Rabelais a quienes carecen de sentido del humor), ésos que no saben, como sí Magallanes, que lo aparentemente profundo o lo urgente “no deja tiempo para lo importante”.