Karl Kraus: De coincidencias y aforismos
- Enrique Héctor González - Sunday, 25 Jun 2023 21:03



En sus Afinidades vienesas, premio Anagrama de ensayo en 2003, Josep Casals explora los nexos espirituales de una sociedad intelectual y artística de fines del siglo XIX y principios del XX que surgió en la capital del imperio austrohúngaro como una inédita y, sin duda, elocuente aventura del arte y el pensamiento europeos, un grupo sin grupo cuyas cabezas más visibles eran célebres arquitectos (Loos), músicos (Mahler, Schönberg), pintores (Klimt, Kokoschka) escritores (Musil, Hofmannsthal, Schnitzler), pensadores de primera línea (Weininger, Wittgenstein, Freud) y que no ha vuelto a repetirse en tan lúcida coincidencia: un verdadero cónclave de conciencias privilegiadas. Entre ellos, que no son los únicos (Rilke fue un viajero por Europa de tiempo completo, Broch era un poco más joven), tiene lugar preeminente Karl Kraus.
Ingenioso aforista, periodista polémico, entusiasta actor y cantante, apóstata del judaísmo en cuyo seno nació, Kraus fue la válvula sensible de su época, un hombre que se tomaba demasiado en serio como para no satirizarlo todo, desde la educación moralista de las viejas generaciones (“Ya es hora de que los niños les aclaren a los padres los misterios de la vida sexual”) hasta las veleidades librescas de varios de sus infatuados contemporáneos: “¿Por qué escriben algunos? Porque no tienen suficiente carácter para no hacerlo.”
Dios los cría, Viena los junta y Karl Kraus los desenmascara: he ahí el sinuoso silogismo que quizá explique los acerados textos de quien sufragó, primero con numerosos colaboradores y luego él solo, firmando casi la totalidad de los artículos que ahí se publicaban, Die Fackel, La antorcha, la celebérrima revista de crítica artística y política que sostuvo durante casi mil números y que fue homenajeada por Canetti, admirador de Kraus, en el título de uno de sus más conocidos libros de ensayos: La antorcha al oído.
Quizá sus observaciones sobre la mujer, así en general, han perdido la gracia que en su momento buscaba reconvenir el determinismo de los edictos de Freud (“La suerte guía a la mujer al primero. La casualidad al mejor. La elección al primero que pasa”), pero otros conservan su fuelle casi intacto: “El hombre se imagina que colma a la mujer. Pero sólo es un relleno.” Embalados por un sentido del humor de afinidades satíricas, los aforismos de Karl Kraus navegan preferentemente sobre asuntos estéticos o filosóficos sin atenerse a puertos conocidos, sin pretender mayor circunnavegación que la que emprendería el hombre de la calle, el lector común: “El arte sirve para limpiarnos los ojos.” Pero ancladas en la socarrona precariedad o simpleza de su enunciación, las ideas sintéticas de Kraus, muy probablemente derivadas de la irónica sonrisa de Lichtenberg, ese aforista por adelantado del siglo XVIII, suavizan su demoledora defensa de algún concepto o ruta ideológica cuando ventila reflexiones excitadas por la explosión intelectual que le tocó vivir en la envidiable Viena de su tiempo, inmediatamente anterior a la ignominia de la guerra: “El lenguaje es un dios al que se debe servir, pero al que sólo se puede servir dudando.”
Kraus arma a menudo sus frases en un compás de dos hemistiquios con cesura que se corresponden para mejor diferenciarse: “La sensualidad no sabe nada de lo que hizo. La histeria recuerda todo lo que no ha hecho.” Pero su amor a la paradoja tiene asimismo un tono de verdad siniestra a la que a veces le basta enunciarse para prescindir de cualquier moderación: “El arte desordena el mundo. Los poetas de la humanidad establecen siempre el caos.” Y no la necesita porque la contundencia en Kraus es con frecuencia lógica y amable, aunque debajo de tanta sabiduría habite una invitación a estar en desacuerdo que ilustra perfectamente otra idea que, acerca de la naturaleza de estas sentencias crípticas y puntiagudas, definitivas en tanto fugaces que llamamos aforismos, muestra –antes que demostrar nada– la privilegiada condición del ensayista que observa (indiscreto, pero sin decretar soluciones infalibles): “Un aforismo no tiene necesidad de ser verdadero pero debe volar por encima de la verdad.”
No obstante que su afinidad wildeana lo delata, esa sonrisa inteligente pero al mismo tiempo colérica y dispuesta a desenfundar las armas contra la estulticia y la insensatez, Karl Kraus protegió su creatividad aforística de todo dogma o certeza con impecable humorismo, vadeando o evadiendo el lodazal de la extrema animosidad que todo el tiempo lo acompañó en su vida pública, en las numerosas demandas a las que tuvo que hacer frente dada su vocación por la polémica, dispuesto siempre a combatir una pobreza mental que, si hace un siglo ya hacía estragos, hoy en día es nuestro pan de cada ídem: “Vivimos una época en la que las máquinas se hacen continuamente más complejas y los cerebros, sin cesar, más primitivos.”