Lo apolíneo y lo dionisíaco en ‘Ifigenia cruel’, de Alfonso Reyes
- Evodio Escalante - Sunday, 02 Jul 2023 10:57
Como si fuera un obelisco de cristal de roca, transparente e imperturbable, y por ello mismo desconocido y enigmático, la Ifigenia cruel (1924) de Alfonso Reyes es de seguro, de entre los poemas maestros que arropa nuestra tradición, el menos estudiado por la crítica literaria. José Vasconcelos, que se encontraba entonces de paso en París, asistió a la lectura pública de este texto que realizara el autor en casa de Gonzalo Zaldumbide, embajador del Ecuador, el 12 de diciembre de 1925, y los versos de Reyes se le antojaron a su amigo ateneísta “a veces algo fríos pero impecables y por momentos decididamente bellos”. Menos escueto que Vasconcelos, pero no menos ambivalente, en febrero de 1926 el reseñista de El sol de Madrid, Eduardo Gómez de Baquero, argumentaba:
Está escrita la Ifigenia de Reyes en variedad y podría decirse en anarquía de versos, sacrificando con buena elección la melodía y compás de los metros usuales a la justa impresión de las imágenes. […] El lector habituado a la música acompasada y fácil de la métrica tradicional, hallará acaso, crespos y ásperos estos versos… Una lectura atenta e inteligente saboreará bellezas de expresión. Tropos de gran estilo, un como espíritu escultórico de la poesía […] Reyes puede jactarse de haber hecho poesía griega en castellano.
Doy un salto hasta el 30 de enero de 2012 para citar a uno de nuestros reyistas más eminentes, José Emilio Pacheco, quien explica, concordando un poco con Gómez de Baquero:
Mediante este poema escénico [Ifigenia cruel] Reyes [se] propone cerrar el ciclo sangriento de las venganzas en que la única manera de hacerse del poder es asesinar a quien lo ostenta y así sucesivamente. Por ello elige un verso sordo que renuncia a la abundancia rítmica del modernismo y busca algo semejante a la nueva música de Stravinski, por completo opuesta la sonoridad tradicional. Su versificación áspera y sin concesiones es tan extraña hoy como hace 90 años.
No creo aventurado sugerir que de alguna manera el propio Alfonso Reyes estaría de acuerdo con estos juicios. En su trabajo doctoral presentado en El Colegio de México, Rogelio Arenas Monreal rescata una carta que le escribe Reyes a su amigo José María Chacón y Calvo, quien está a punto de visitarlo en Madrid, justo cuando el corresponsal acaba de darle los últimos pespuntes a su texto maestro. Ahí le expresa Reyes:
Cuando vengas tendré una gran novedad de trabajo que mostrarte […] No se lo cuentes a nadie: se trata, ¡al fin
!, de mi Ifigenia. Se llama Ifigenia cruel. Y es cruel hasta por el esfuerzo que me ha costado. Está en verso, en verso libre, libérrimo, de tono incisivo y prosaico; está tallada a hachazos y, más que en madera, en roca. No quiero que acaricie, no; salgo todo lleno de rasguños y de arañazos de tratar con ella. Es el último grito de mi juventud.
Un poco a la manera de Eliot, que incluyó al final de La tierra baldía una sección de notas explicativas en prosa, o acaso superándolo, Alfonso Reyes adereza su Ifigenia con un par de prótesis o suplementos: una “Breve noticia”, colocada al principio, y un “Comentario a la Ifigenia cruel”, de que se sirve para finalizar. En este último suplemento, después de acudir, de modo más que sintomático, a Paul Valéry, el propio Reyes explica un poco la fábrica de su obra: “Opté por estrangular, dentro de mí propio, al discípulo del Modernismo. Suprimí todo lo cantarino y lo melodioso; resequé mis frases, y despulí la piedra. Nadie podrá decir que engaño.”
¡Despulí la piedra…! ¡Qué expresión tan extraña, y tan difícil de concebir! Es obvio que desde el punto de vista de la escritura Reyes navega a contracorriente. Su texto escombra en lo primordial, busca la miel amarga de lo originario, y por ello desestima el acabado fino de la mole escultórica. Pero lo originario no es la palabra, si lo podemos decir así, sino el grito, un grito que germina en soterradas vetas de la sintaxis. En su “Comentario a la Ifigenia cruel”, con la idea de explicar la función engendradora del coro, pivote esencial del alma de la tragedia, entendida por el autor como un “diálogo cosmogónico”, Reyes coloca en la base del mismo a los gritos, a los ololygmoi, que condensan las cargas emocionales más elementales. Explica Reyes: “El coro funciona periódicamente, como un instrumento dinámico por donde estalla, en cantos, en gritos, en ololygmoi, el sedimento o carga emocional precipitados por los episodios de la tragedia.”
Razón versus barbarie
Sergio Ugalde, en un artículo publicado por la NRFH, ha señalado el enorme impacto que tuvo hacia 1908 la lectura que hiciera Reyes de El nacimiento de la tragedia, de Federico Nietzsche. Este impacto, que da lugar a su ensayo “Las tres ‘Electras’ del teatro ateniense”, con que se abren sus Cuestiones estéticas (1911), perdura y alcanza su momento climático con la escritura de Ifigenia cruel. Sin la contraposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco, la gran pareja nietzscheana, no entendidos como bloques fijos, sino como modulaciones que admiten y solicitan resonancias de su polo contrario, con el que se comunican y se interpenetran según el flujo mismo de la existencia, Reyes no habría podido construir su poema. El polo de lo apolíneo está representado por los griegos; el de lo dionisiaco, por los bárbaros. En uno y otro extremo, Orestes, el emisario de la razón, frente a Ifigenia, la sacerdotisa del culto bárbaro de la muerte. Así lo argumenta Sergio Ugalde: “Él es el griego civilizado que llega a tierras bárbaras; ella, la sacerdotisa de un culto sangriento. Él representa la fuerza civilizatoria, la razón, la lógica; ella asume la figura de la barbarie. En ese diálogo se encuentran dos visiones antagónicas del mundo. En la breve noticia que precede al poema, Reyes lo había señalado: “En este diálogo se expone el choque entre Grecia y los bárbaros. Ifigenia habla en nombre de los bárbaros, y Orestes en nombre de Grecia.”
Paulette Patout ha señalado con agudeza cuánto le debe la Ifigenia de Reyes a La joven Parca (1917), de Paul Valéry. Octavio Paz añade a esta referencia la Herodías (1864) de Mallarmé, y en una tesis de grado, la poeta y traductora Pura López Colomé retoma esta dualidad. Sin duda tienen razón, pero Reyes no intenta adherirse al simbolismo de Mallarmé ni a la noción de poesía pura postulada por Valéry; al contrario, aplica reversa y quiere buscar, en la expresión misma de su texto, las fuerzas primordiales que conforman el nacimiento de la cultura griega. Al despulir la piedra, Reyes se coloca en un lugar pedregoso y áspero por el que a nosotros mismos, hoy en día, nos cuesta trabajo transitar. El monolito tiene sus exigencias, y los lectores atentos tenemos la obligación de seguirlas y no desfallecer para poder disfrutar sus destellos de oro.
El problema es que lo apolíneo y lo dionisiaco no cesan de entrecruzarse en todo momento. Orestes, ¿heraldo de la racionalidad cuando lo vemos delirar como un esquizofrénico en Táuride, y confundir un rebaño de reses con la Erinias que le mandaría el espíritu de su madre para aniquilarlo? ¿Heraldo de la racionalidad cuando pretende desinvestir a la suprema sacerdotisa y devolverla a su patria para que se convierta en esposa, engendre hijos y se complazca en el servicio de su Señor? Ifigenia, por lo que a ella toca, ¿representante de la barbarie, cuando en realidad rinde culto a una diosa, Artemisa, y obedece sus leyes con plena conciencia de sí? ¿Émula de la ciega violencia cuando de hecho lo que más anhela en su corazón es recuperar una memoria que sería la base, y la base consciente, para reconquistar su identidad como sujeto de la historia que ella misma vive? ¿Y no es el recuerdo, de cierto modo, el sustento de la razón? Quizás la afición de Grecia a la que siempre se apegó Reyes surge del carácter problemático de estas polaridades. Y de su extraordinaria fecundidad.
Autores de utopías
Mejor que una sacerdotisa, según Paulette Patout, Ifigenia parece más bien una diosa de la muerte, una versión mexicana de la Parca. Ya esto, por sí solo, la vuelve fascinante. Es la divinidad del horror. Orestes, en cambio, tal y como lo presenta Reyes, antes que un heraldo de la razón parece más bien uno de esos alucinados que se vuelca al futuro con visiones utópicas, irrealizables, y que obcecado en su voluntad de poder pretende arrollar lo que se interponga a su paso. Este arrojo también fascina.
Orestes se da cuenta de que su hermana Ifigenia, gracias a que él mismo cuenta la historia de su linaje, empieza a recobrar la memoria perdida. Esto lo vuelve todavía más soberbio, por eso le espeta: “Te asiré del ombligo del recuerdo;/ te ataré al centro de que parte tu alma./ Apenas llego a ser tu prisionero/ cuando eres ya mi esclava.” Nada lo detiene, Orestes parece desbordado como un río en la tormenta. Él, no obstante prisionero, da órdenes, se atreve: “Sujetadla y que beba la razón/ hasta lo más reacio de sus huesos./ Hínchate de recuerdos,/ óyelo todo: En Áulide fuiste sacrificada;/ pero Artemisa te robó a su templo/ a la hora en que Calcas descargaba el cuchillo,/ y cayó en tu lugar, forjada por tu miedo,/ cierva temblona que mugió con muerte.”
Esta voluntad de dominio se ejerce no sólo contra Ifigenia, sino contra los bárbaros entendidos en bloque: “¡Raza vencida de la tierra:/ reconoce a tu domador!/ ¡Tú, que temblabas, gusanera aplastada,/ bajo los Siete Días orientales/ de la Creación!// Tú que apenas usabas como alma/ un escozor de pánico…” ¿Podrían acaso replicar los esclavos, los de la eterna diáspora, los que todavía comulgan con ruedas de molino, y miran siempre, sumisos, hacia abajo? –claro que no. Por esto, esta joya del frenesí revolucionario en boca de su emisario Orestes: “¿Qué me acusas, ojos de arcilla?/ Frentes hacia abajo, ¡qué sabéis/ de levantar con piedras y palabras/ un sueño que reviente los ojos de los dioses…!”
La racionalidad griega y el sueño utópico parece que son parte de lo mismo. Lo apolíneo y lo dionisíaco vuelven a confundirse. El deseo todo lo puede. El mismo Alfonso Reyes, por más que ponga distancias, está obligado a creer en este desfogadero confuso. Estamos en la historia. En No hay tal lugar…, un texto de los años cincuenta, como bien lo recuerda Abelardo Villegas, Reyes continúa reciclando el discurso de Orestes, y con esas mismas ojeras contempla la realidad. Por eso escribe: “la misma estrella preside al legislador, al reformista, al revolucionario, al apóstol, al poeta. Cuando el sueño de una humanidad mejor se hace literario, cuando el estímulo práctico se descarga en invenciones teóricas, el legislador, el reformista, el revolucionario y el apóstol son, como el poeta mismo, autores de utopías”. ¿Qué quiere decir esto? El propio Reyes acierta una respuesta: “Quiere decir que nos inspiran igualmente lo que ha existido y lo que todavía no existe.”
Ifigenia, en cambio, más pegada a la tierra que Orestes, sabe entrar en el mundo/ hasta pisar con todo el cuerpo el suelo. Si carece del espíritu visionario, pisa fuerte en lo real, y tiene una ventaja sobre su hermano: trae dentro de sí el gusano de la libertad. La joven Parca, el monólogo dramático de Valéry, que sin duda influyó en Reyes, no le ata las manos. Como observa Sergio Ugalde: “En todo el teatro clásico, en el renacentista y en el moderno, Orestes rescata a Ifigenia y la devuelve a Grecia. En el caso de Reyes no es así.” ¿Cómo romper con el etnocentrismo? Reyes tiene una solución genial: imagina que Artemisa salva a la víctima del sacrificio y la conduce a Táuride para convertirla en su sacerdotisa, pero esta sacerdotisa, como algunos de los soldados que padecieron la neurosis de guerra (Kriegsneurosen) que estudió Freud en la época de la primera gran guerra, tiene afectada del todo la memoria. No sabe quién es, ni de dónde viene.
La acción escénica le es indispensable a Reyes porque el núcleo de su obra gira toda en torno a esta pérdida de memoria que sólo cesará cuando se produzca la agnición o reconocimiento entre los hermanos. La anagnórisis tendría un carácter artificioso en un monólogo como el que trabajó Valéry; de aquí que Reyes necesite la confrontación real de los dos hermanos en el espacio y en el tiempo. De tal suerte, Ifigenia cruel no podía ser una tragedia. Tiene un doble “final feliz”: en lugar de ser sacrificados a Artemisa, Orestes y Pílades salvan la vida y regresan a su país natal. Ifigenia, que opone un sonoro y contundente “no quiero” a la petición de su hermano, conquista la conciencia y con ello la libertad. Orestes regresa a continuar con la triste vendetta de sangre de su raza; Ifigenia, como el hombre en llamas de Orozco, se sublima y conoce la Erhebung de la libertad.