Cees Nooteboom y la seducción de la muerte

- Alejandro García Abreu - Sunday, 20 Aug 2023 09:01 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Cees Nooteboom (La Haya, 1933), figura fundamental de la literatura contemporánea, intuye que “el origen de la existencia es el movimiento”. También apela al fallecimiento como trayectoria. Su extensa obra, que constata su vocación nómada, es la exploración de una multitud de espacios, un itinerario poético fundado en la curiosidad. Japón es un gran ejemplo. Nooteboom se ha dedicado a erigir una suerte de hotel literario –“ese inexistente edificio que sólo existe en mi cabeza”–, depositario de sus entusiasmos e inquietudes. “Quien viaja no sólo descubre un entorno nuevo sino que aprende a conocerse de nuevo a sí mismo. Uno se convierte en otro”, escribió Rüdiger Safranski para caracterizar la capacidad de asombro del escritor neerlandés, cuyos poemas, relatos, novelas y ensayos discurren alrededor de múltiples travesías, incluida la muerte.

 

La muerte es uno de los ejes de tu obra.

–Estoy habituado a la literatura, siempre llega a mí de modo sincero, escribí en Los zorros vienen de noche. Cité a Montaigne, uno de mis autores predilectos y una influencia que siempre me ha acompañado: “Quiero que la muerte me encuentre plantando coles… pero indiferente a ella.” Siempre insisto en que en español y en francés la muerte es femenina. Seduce irreductiblemente.

 

En Los zorros vienen de noche escribiste: “Debe de haber un número infinito de muertos por aquí, pero están ausentes de su propia muerte, como yo de la mía.” ¿Qué significado le otorgas a la ausencia?

–Regreso a Los zorros vienen de noche. Colegí que en Japón los muertos reciben otro nombre, un nombre de muerto. Posiblemente yo tengo también una nominación de ese estilo. Lo he pensado durante mucho tiempo.

 

Otra de tus obsesiones es Japón. ¿Cómo fue el proceso de escritura de Los círculos infinitos, volumen dedicado al país asiático? ¿De qué manera lo relacionas con la muerte?

–Me asedia hasta hoy una fotografía que vi después de la guerra y que me impresionó excesivamente –yo tenía doce años. Vi a un prisionero australiano sentado. El individuo tenía los ojos vendados. Estaba atado de manos con una cuerda. Detrás de él estaba un hombre japonés. Sostenía una gigantesca espada. De un solo corte, la espada le desbastó el cuello al australiano: la cabeza se separó y la sangre fluyó como si de una fuente se tratase. Es una de las concepciones más violentas que conservo en la memoria. Pero la literatura me salvó de esa imagen perenne. Leí, como sabes, a Kawabata, Mishima, Tanizaki, Kenzaburō Ōe, El libro de la almohada de Shõnagon y La historia de Genji, de Murasaki Shikibu. Y los grabados de Hokusai e Hiroshige me marcaron para siempre. Los textos y las artes plásticas de Japón abordan contenidos e inconvenientes que no me resultan extraños. Estudié a Zuihitsu y a los monasterios japoneses. Pensé en Hokusai en París, me acerqué a Nyogo. Me marcó la aproximación de Ian Buruma a esa milenaria cultura. Resultaron atractivos el templo Kozan-ji y los célebres dibujos de los animales.

 

Para el desarrollo de Tumbas de poetas y pensadores visitaste la tumba de Kawabata en Japón con Simone Sassen. ¿Cómo fue la experiencia?

–Fue un acontecimiento sublime. Las fotografías que capturó mi pareja, Simone Sassen, extraordinaria fotógrafa a quien has conocido muy bien, marcaron la travesía. El “lugar de descanso” de Kawabata cobró una importancia fundamental para los dos. Japón implica una suerte de remanso, a pesar de la violencia que narré.

 

En Tumbas de poetas y pensadores escribiste: “Las tumbas son ambiguas. Conservan algo y, sin embargo, no conservan nada.” ¿Qué piensas del resguardo de la obra?

–Los muertos –en general– están en un supuesto silencio. Lo dijeron todo. Pero no ocurre lo mismo con los poetas y los pensadores. Continúan la conversación. Planteo que a veces se refrendan. Pasa cada vez que alguien lee o recita un poema de sus autores favoritos. La inmanencia de la muerte no se aplica para la rara estirpe de intelectuales y creadores.

 

Una pátina de nostalgia

En El enigma de la luz revelaste tus recorridos por diversos museos del mundo para aproximarte al misterio de ciertas obras de arte. La misma inquietud te condujo al Museo de Antropología de Ciudad de México. Después de escribir en 1988 “El sabor del destino”, texto sobre México publicado en Hotel nómada, ¿se ha modificado tu percepción de los calendarios de basalto –“que designaban formas de tiempo tan diferentes a las mías” –, de las piedras talladas?

–No se ha modificado mi percepción. Tiempo después de haber escrito “El sabor del destino” estuve en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara –ese tipo de encuentros son motivos ideales para desplazarme. Tras la feria, Simone Sassen y yo viajamos a Yucatán. Nos aproximamos a los misterios de los calendarios mayas. La pregunta es la misma: ¿cómo es posible que con datos biológicos similares, con la misma materia gris, se puedan engendrar sistemas de pensamiento completamente diferentes? La aproximación a un sistema de pensamiento diferente pone en duda el nuestro. Espero regresar pronto al Museo de Antropología de Ciudad de México l

 

Traducción de Álvaro García.

 

 

 

 

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