La eternidad espanta: Borges

- Vilma Fuentes - Sunday, 17 Sep 2023 11:30 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Crónica de un entrañable encuentro con el gran Jorge Luis Borges (1899-1986) en el Festival de Cine Latinoamericano de Biarritz, al que el poeta fue invitado y seguramente asistió consciente y cómplice del humor que implicaba ser “un escritor ciego en un evento cinematográfico”.

 

Con la magnífica ironía de Dios que dio a Borges “a la vez los libros y la noche”, tuve la suerte de conocerlo, mago del pensamiento, durante un festival de cine. No sé si los organizadores del primer Festival de Cine Latinoamericano de Biarritz actuaron con un dejo de humor cuando se les ocurrió invitar a un escritor ciego a un evento cinematográfico. En todo caso, Jorge Luis Borges aceptó y asistió a la mayoría de las películas exhibidas durante la semana de ese evento, en 1977.

La buena suerte estuvo de mi lado durante esa semana: un responsable de la Oficina de Turismo me preguntó si aceptaría servir de intérprete a Borges, pues no había quien hablara español entre el personal de la oficina. Acepté de inmediato refrenando mi entusiasmo, absteniéndome astutamente de aclararles que el escritor argentino dominaba a la perfección la lengua francesa como tantas otras. Me vi, así, conducida al aeropuerto al día siguiente por la mañana. Un avión de hélices, el viaje París-Biarritz era demasiado corto para utilizar un jet. Todavía bajo el ronroneo ruidoso de los motores, apenas aterrizado e inmóvil el enorme pajarraco de fierro, vi a Borges bajar la escalinata del avión. De inmediato me acerqué para darle la bienvenida. Cuando respondí a su curiosidad sobre mi origen diciéndole que era mexicana, detuvo sus pasos y comenzó a recitar Suave Patria. Volvimos a caminar hacia el edificio del aeropuerto y se me ocurrió decirle que todo México lo amaba. Puso en mí su mirada ciega y, con ese don de la alquimia que poseía Borges para transformar lo anodino en esencial, dar significado a una frase vacía y elevar la pregunta banal con una respuesta plena de sentido, me dijo sentirse maravillado y se preguntó cómo se puede ser amado por un país entero, mientras seguían girando, poco a poco más lentas, las hélices del avión. Después, buscando sus pasos, me tocó el hombro para apoyarse en mí al caminar y sintió mi espalda escotada. Volvió a detenerse, ante la impaciencia de su acompañante María Kodama, y me recitó unos versos de Manuel José Othón sobre la espalda desnuda de una mujer: “Aún te columbro, y ya olvidé tu frente;/ sólo, ay, tu espalda miro cual se mira/ lo que huye y se aleja eternamente.”

La suerte siguió favoreciéndome pues, unas horas después, durante un cocktail en los subterráneos de las catacumbas de la vecina ciudad de Bayona, María Kodama estaba fastidiada de todas las atenciones requeridas por un ciego que, por no ser de nacimiento, no termina por acostumbrarse a su ceguera ni a efectuar muchos actos sin ayuda. Vi cómo Kodama daba de comer una rebanada de rosbif a Borges, arrojándola entera en su boca abierta, sin contar que María no ocultaba su prisa en terminar con la tarea de alimentarlo: apenas una rebanada caía en su boca cuando Borges debía separar los labios para recibir otro pedazo de rosbif. Propuse mi ayuda y, ¡oh, sorpresa!, fue aceptada. Nuestro ménage à trois satisfizo a cada uno: Kodama podía pasearse por donde se le antojara, libre de la carga de un ciego, Borges podía gozar de su comida salpicándola con la conversación, así como ver cumplidos sus deseos de ir a tal lado y no a otro, y yo levitaba de dicha satisfaciendo mis deseos con los suyos, cumpliendo a la vez sus voluntades y las mías. Un solo deseo no le cumplí: vestirme de amarillo “porque puedo ver el color amarillo y verla a usted”. Sin embargo, tan satisfechos quedamos los tres esa noche que las cosas se repitieron día tras día durante el Festival.

Borges parecía dichoso: íbamos a las recepciones y asistíamos a muchas funciones. Tal vez las oscuridad de la sala de cine lo atraía como la luz atrae las mariposas.

La excitación que me causaba escuchar a Borges me mantenía despierta de noche. Aproveché para tratar de anotar sus palabras lo más fielmente posible: cada sesgo de sus frases tenía significado, cada palabra estaba cargada de sentidos, humor, sugerencias de la riqueza de posibilidades ofrecidas por el pensamiento, realidad o sueño. Me hubiese parecido idiota utilizar una grabadora que sólo habría impedido el verdadero diálogo, destrozándolo con las previsibles obviedades.

Las notas que tomé deben andar por ahí si no es que se extraviaron entre los años pasados y las mudanzas de vida. Pero quedaron grabadas en mi memoria algunas frases de Borges que, desde entonces, no dejan de dar vueltas en mi cabeza, ahondando ideas y abriéndome los ojos para mirar de nuevo por vez primera.

Hablábamos de su edad, yo deseándole vivir cien años y él diciéndome que deseaba morir, pero morir verdaderamente: la eternidad me espanta, concluyó mirándome desde su ceguera. Otra noche, interrumpidos por un famoso periodista francés, quien no cesaba de preguntarle qué pensaba de esto o lo otro, cuando al fin se despidió, Borges me dijo: “La gente no piensa, sólo repite. Pensar es pensar por sí mismo y, para pensar, se necesita estar solo.” Fue inútil que me recordara los versos de Lope: “A mis soledades voy,/ de mis soledades vengo,/ porque para andar conmigo/ me bastan mis pensamientos.”

 

 

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