Aura, figuración y transfiguración de Sergio Hernández

- Hermann Bellinghausen - Saturday, 07 Oct 2023 15:20 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La exposición de la obra de Sergio Hernández (Oaxaca, 1957) en el Colegio de San Ildefonso, presenta un amplio panorama de su obra, en la que, se afirma aquí, el artista “habita con naturalidad el tiempo de la magia como realidad histórica”, por lo que en no pocas ocasiones uno “necesita mirar dos veces. A la vez. Cada vez”.

 

I

Hay un sello animal y telúrico en la plástica mexicana contemporánea que habla de una cercanía así sea relativa pero real con la naturaleza, cargada de mitos, bichos y pequeñas bestias. Ocurre en la zona donde nuestro arte mayor se ensarta con la raíz originaria dentro de una corriente poderosa y bien establecida que tiene su epicentro en Oaxaca, la ciudad, y sus manantiales de arte en todas las regiones del abigarrado estado del sur.

Estamos también en una zona, hay que dejarlo claro, donde el mercado recibe muy bien este arte y lo aprecian coleccionistas y gente rica. Sus cartas fuertes son creadores tan reconocidos y cotizados, y tan indiscutiblemente buenos, que de sólo mentarlos se raya en lo obvio: Rufino Tamayo, Francisco Toledo, Sergio Hernández. Menos centrales en términos de fama están Rodolfo Morales y Rodolfo Nieto en este hit parade oaxaqueño. De ellos en paralelo puede rastrearse no una “escuela”, más bien una atmósfera, un clima fértil como pide la milpa. Costumbrismo y vanguardismo, nacionalismo, brillante arte callejero, uso ilimitado de técnicas, materiales y colores.

Dejaría al conocedor Fernando Gálvez de Aguinaga una más amplia caracterización individual y colectiva de la artes oaxaqueñas y sus diversos estamentos de mercado y sustancia estética, el tronco arcaico, las vanguardias, las migraciones, la multiplicidad de “lo popular” en su arte mayor y el aire que respira.

II

Dicho esto para recalar en la vasta exposición del cosmopolita, como buen mixteco, Sergio Hernández, en más de mil metros cuadrados del Museo universitario de San Ildefonso, inaugurada a principios de agosto. Reúne una muestra elocuente y diversa de lo que ha venido produciendo en la década reciente o por ahí. Antes de seguir adelante con sus códices, sus Juárez, axolotes, muchedumbres habituales, bestiarios, transformaciones, violencias y el panorama azul de las ballenas, hay algo que debemos reconocer. Como sucedía en vida con sus paisanos Tamayo y Toledo, de él sólo se espera que siga haciendo lo que sea que esté haciendo en la marea de su creatividad prolija y siempre extraordinaria.

Para Hernández la materia no parece tener secretos. Piedra, barro, papel de flores, lienzo o trapo pintado o bordado, metales oxidables laboriosamente transformados, blancos extraídos del plomo, pieles de reptil, plantas, maderas, arena.

III

Ahora sí nos podemos sumergir en las historias de sus trazos recientes más allá y más acá de la figuración. Sergio Hernández habita con naturalidad el tiempo de la magia como realidad histórica. La muestra abre con una declaración de principios que no necesita hacer explícita la factura diversa de sus visitaciones a los códices antiguos: la Relación pure’pecha de Michoacán, rica en sincretismo atemporal; el entretenido y agitado Códice Mixteco; los efervescentes grabados para el Popul Vuh, acompañados por un texto de Miguel León-Portilla. En grandísimo formato, el lienzo El ombligo de la luna (2017), retrato fantástico y feroz de un lugar del mundo que ya sólo nos queda imaginar: la Cuenca de México. Los lagos, los rumbos, los fantasmas de la isla-ciudad, los canales como incendios en una gama de amarillos y naranja a punto de rojo que le confiere una antigüedad instantánea y sangrienta.

En otro espacio de la muestra conoceremos su versión de Benito Juárez, menos irónica que la de Toledo aunque también juguetona. Un Juárez en el paisaje más que en la historia concreta. No estamos en el Juchitán de Lo que el viento a Juárez. Nos encontramos con un Benemérito paseador y universal.

De pronto: una explosión de oros casi cegadora que poco a poco va acostumbrando al ojo a capturar sus seres, su cosas, sus claves y metamorfosis. Auras de cinabrio asoman tras las criaturas doradas de un mundo interior en llamas. Uno necesita mirar dos veces. A la vez. Cada vez.

Los formatos grandes (a veces tan grandes que no caben en las naves de los museos) son su sello y desafío. Abigarradas humanidades esperpénticas viéndoselas con bestias, bichos y dioses canijos; con el sexo crudo y el cocido. La violencia halla su ángulo con los acentos del miedo. Es la parte terrible del arte de Hernández. Cabe recordar cuando, al calor del aguerrido movimiento popular que tomó Oaxaca en 2006 (la APPO) y la posterior represión que lo aplastó, Sergio prodigó una serie muy seria y furibunda de aquel clima, de aquella cadena de dolorosos y clamorosos acontecimientos.

Para esta muestra incursiona en los “Salvajes”, conversando con el pensamiento melancólico, al igual que para las metamorfosis de alocados axolotes que nadan los ríos de la muestra en San Ildefonso. Los “Salvajes” guardan grandes momentos a la contemplación, de cada tablero y por sus partes.

Cuántas veces los cuadros de Hernández han descuartizado la realidad. En la muestra, en ocasiones suma los cruces figurativos de la cristiandad colonial con gentes y divinidades indígenas en una intemperie fuera de control.

La muestra en el recinto universitario nos sumerge en los aires de Hernández, aclimatados con sutileza por Marisol Espinosa, su asistente, curadora y embajadora de larga data. Las auras y los secretos de los cuadros se nos revelan en buena parte gracias a la iluminación o su ausencia, al ritmo y la altura con que progresan las piezas. El montaje en San Ildefonso se antoja tan inspirado como la obra misma.

Formidable como siempre, vivito y coleando, el arte de Sergio Hernández goza de cabal salud. Sus ballenas azules sobre azul y arena, Leviatán, Moby Dick y compañía, nadan libremente en las arañas de nuestra memoria detrás de las retinas, y permanecen largo tiempo después de abandonar la muestra. Siendo un artista que nos resulta tan familiar, él mismo no deja de maravillarse a cada paso, para maravillarnos. Nunca nada es lo mismo, así lo parezca

 

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