Nuevas filosofías

- Víctor Mandrago - Sunday, 12 Nov 2023 10:48 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

Para Agustín Ramos

Al terminar el desayuno el señor Gama salía rumbo a su empresa. Su chofer de confianza lo trasladaba hasta el corporativo. Tenía la obligación de manejar con cuidado, a una velocidad constante y sólo podía poner música tradicional del Tibet. Mientras, Gama se entretenía leyendo revistas de mascotas, era fanático de los gatos. Nadie lo sabía, sólo su chofer; por eso a él le encargó todo lo que tenía que ver con los felinos y amenazó con despedirlo si por su culpa alguien más se enteraba de su pasión por estos animales.

En la oficina, la secretaria le daba los buenos días y enseguida lo ponía al tanto de los pendientes. La mayor parte del tiempo se iba en juntas de trabajo para tomar decisiones que hicieran más productiva a la empresa. El señor Gama era accionista mayoritario de una farmacéutica. Aunque tenía problemas por la voraz expansión de las compañías europeas, su negocio se mantenía firme, pues el mayor lucro lo recibía de un medicamento para enfermos mentales que, día a día, era más solicitado en el mercado. Al señor Gama ya no le importaba tener más dinero, consideró que su fortuna era suficiente para que sus hijos y varias generaciones vivieran del emporio familiar que él había desarrollado. Sin embargo, algo en él no lo dejaba tranquilo. No era que ya no le importara nada de lo que hacía, sólo puso un límite a sus antiguas ocupaciones. Ya tenía la inquietud de los hombres que necesitan con urgencia encontrar otro pasatiempo y, por lo general, se acercan a las drogas o a los centros comerciales.

Esta situación lo tenía inquieto, lo suficiente para que sus seres cercanos notaran cierto cambio. Ya había despertado sospechas. En su casa creían que tenía una amante o quizá alguna nueva crisis económica ahora sí le había perjudicado. En la oficina, la secretaria y sus socios también especularon de un nuevo amor o problemas maritales, pero nadie se atrevía a preguntarle qué le sucedía. Como en un acuerdo, todos esperaron que el señor Gama les revelara su secreto.

A él los gatos le daban paz y le hacían sentir su fuerza. Ya identificaba qué les daba miedo y alegría, las razas, cuáles eran sus enfermedades, cómo transportarlos... Con disciplina de por medio, el señor Gama se convirtió en un experto y, de un momento a otro, decidió adquirir un departamento para hospedar en él a los tres felinos que había comprado: un persa, un chartreux y un siberiano. Como si fueran sus amantes, el señor Gama todos los días iba a visitarlos. Los animales estaban contentos. El apartamento era grande, lujoso, circular, y la ciudad se apreciaba como en la película Metrópolis. Sin embargo, que los animales estuvieran solos tanto tiempo irritaba al empresario. Por eso decidió contratar a una joven venezolana para que los cuidara, mantuviera limpios y asistiera como si fuera a él mismo a quien brindara el servicio. La amenaza llegó al grado de señalarle a la chica que si veía algún maltrato no sólo la correría, también le esperaban los suplicios de la cárcel.

Los gatos cada día lucían más pulcros y sanos. Gama acudía a leerles cuentos de las Mil y una noches y novelas de viajes. Al terminar les ponía un delantal y comía con ellos. La chica les tenía que servir como si fueran su familia. Sofía contemplaba al señor Gama y a los gatos con extrañeza. No entendía por qué un hombre que hacía eso era tan rico y poderoso cuando, según ella, ese tipo debía estar atado en un manicomio. Gama ignoraba su presencia, sólo veía a la muchacha como un objeto de servicio, incluso algunas veces pensó en ella como el sofisticado androide chino.

El señor Gama sentía mejorar con su nueva familia. Un día extrañó tanto a los animales que se le ocurrió hablarles por teléfono. Llamó al departamento y le contestó la joven. Pidió que lo comunicara con Gilgamesh, el persa, y empezó a hablar con el gato. Después habló con Dostoyevski, el siberiano, y entabló una conversación tan larga que la secretaria se atrevió a interrumpirlo para avisarle que ya iba a empezar la junta anual con los directivos. A Gama le molestó tanto la interrupción que comenzó a despotricar contra ella y a decirle que nunca más lo molestara cuando estuviera hablando con sus hijos. La reacción fue tan violenta que la secretaria lloró como una niña regañada por su padre. Después de la tormenta, recordó que el señor nunca había tenido esa actitud y mucho menos había actuado de esa manera. Sospechó que algo andaría muy mal en la vida de su jefe.

Cuando terminó la junta con los socios de la empresa, el señor Gama pensó, mientras iba camino al departamento, que quizá tanta certeza era la fuente de su asco. Llegó con los gatos, cenó con ellos, les leyó cuentos y vieron una serie sobre nuevas filosofías. Al terminar tuvo una idea, bebió whisky y, mientras miraba las apetitosas nalgas de Sofía, pensó una estrategia.

Al día siguiente, después de practicar yoga en sus jardines y sin dar el beso mecánico de buenos días a su esposa, llegó a la oficina. Le dijo a la secretaria que pusiera unos millones en una sola cuenta y comprara boletos de avión con destino a Egipto para él y su familia. A las cinco de la mañana del séptimo día, Gama salió rumbo a Zagazig con los gatos y el dinero; meses después fundó una religión donde se bautiza a los adeptos cuando terminan de lamer, a perfección, el sexo de sus felinos .

 

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