Un jardín posible: la poesía de Olga Orozco

- Evelina Gil - Sunday, 12 Nov 2023 10:10 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En la poesía de Olga Noemí Gugliotta Toay, conocida como Olga Orozco (1920-1999), la muerte juega un papel esencial, no como una ausencia o una pérdida, sino como una dimensión más de la vida. Este ensayo revisa ese concepto en la obra de la poeta argentina laureada, entre otros, con el Premio Juan Rulfo en 1998.

 

La obra poética de Olga Orozco se compone de un largo y precioso relato al que su muerte, acaecida el 15 de agosto de 1999, a consecuencia de una afección circulatoria, puso punto final. Leyendo Últimos poemas (Edición y prólogo de Sana Becciú, Bruguera, Poesía, Barcelona, 2009) no queda duda. “Estos –afirma Becciú, gran amiga de la poeta– son sus últimos poemas. Estaban en el cuartito más retirado de su casa
de la calle Arenales (en Buenos Aires), que le servía de escritorio. Antes de ir al hospital en el invierno de 1999, para someterse a una intervención quirúrgica, los dejó a la vista encima de su mesa de trabajo. Dos carpetas caratuladas respectivamente ‘A’ y ‘B’ y siete hojas, con poemas mecanografiados y rubricados a una cartulina en cuyo dorso, escrita de puño y letra, había una lista
de doce títulos de poemas.”

Y continúa: “La carpeta ‘A’ contenía todos los poemas de la lista en proceso de escritura, y la “B’ los agrupaba mecanografiados y firmados por ella, como dándolos por terminados. En la hoja que abría la carpeta ‘A’ había escrito, a modo de título, ‘Últimos poemas’. Al ver las carpetas, tan ordenadas, supe que se había marchado presintiendo que no regresaría…”

Corrección: Olga se marchó con la certeza de que no regresaría. Su estrecho vínculo con la muerte, a la que lejos de temerle le cantó los más tiernos arrullos, la volvía en extremo sensible a su proximidad; pudiera ser, incluso, que escuchara sus pasos. En su escritura se entrelazan pasado y porvenir en forma tan perceptible, que nombrarla “nostálgica” resulta muy, muy pobre. Tanto su poesía como su narrativa –escueta pero no menos prodigiosa– corren, paralelamente, en dos tiempos: el Para Siempre y el Nunca Jamás. Que su poesía es autobiográfica, pero también mucho más, pues no sólo detalla sucesos sino que los ubica en un tiempo disuelto donde la Olga escribiente corretea junto con la Olga de las pasiones en flor y la pequeña Olga, también nombrada “Lía” en sus relatos, una niñita “encapuchada de azul […] sola con el azoramiento y el temor bajo los copos de nieve que se agitan junto al gran muñeco que durará hasta la primavera.” (“Había una vez”, Relámpagos de lo invisible, selección y prólogo de Horacio Zabaljáuregui, FCE, Buenos Aires, 1997). Respecto a esta característica, en “Apuntes para una autobiografía” Olga escribió: “En cuanto hablo de mí, se insinúa entre los cortinajes interiores un yo que no me gusta: es algo que se asemeja a un fruto leñoso, del tamaño y la contextura de una nuez. Trato de atraerlo hacia afuera por todos los medios, aun aspirándolo desde el porvenir. Y en cuanto mi yo se asoma, le aplico un golpe seco y preciso para evitar crecimientos invasores, pero también inútiles mutilaciones. Entonces ya puedo ser otra.”

 

Donde el horror se torna hermoso

La existencia primera de Olga podrá haber sido muy similar a la de cualquier mujer de su generación, posición social y ubicación geográfica. Lo que hace de ella una epopeya, casi un episodio bíblico… cuento de hadas donde el horror se torna hermoso –alquimia adjudicada a bestias y sapos– es la mirada de la poeta, capaz no sólo de contraer y dilatar el tiempo como masilla, sino de extraer a los muertos de la memoria de los vivos, como quien saca muñecas arrumbadas de un clóset. Basta asomarse a sus inmensos ojos verdes para ingresar a un mundo fantástico, más próximo a lo pesadillesco que al ideal vitalicio. Ojos colmados de presagios, visiones imborrables, entereza, familiaridad con la muerte que desde niña se hizo su amiga. Familiaridad que abarca la totalidad de su obra poética, lo que no significa que sea la suya una visión trágica de la vida; al contrario, hay algo bullicioso en cada evocación luctuosa, incesante invocación de los muertos que poco tiene que ver con la nostalgia: ¿cómo echar en falta lo que está dentro de ti y te acompaña de manera más que física? Los recuerdos no nos pertenecen. Somos nosotros quienes les pertenecemos a ellos.

 

Los rituales de la escritura

Poeta predilecta y entrañable amiga de Alejandra Pizarnik, Orozco nació en La Pampa, el 17 de marzo de 1920, y fue nombrada Olga Noemí Gugliotta Toay. Hija de siciliano (Carmelo Gugliotta) y de argentina (Cecilia Orozco, de quien tomó su nombre de pluma), se trasladó junto a su familia a Bahía Blanca en 1928 y, ocho años después, a Buenas Aires, en cuya universidad cursaría estudios de filosofía y letras, obteniendo grado de maestra. Desde muy joven fue integrante de grupo literario surrealista Tercera Vanguardia, donde convivió, entre otros, con Oliverio Girondo. Publicó un primer y muy maduro libro de poemas, Desde lejos, en 1946, ganando excelentes comentarios, aunque parecía más destinada a fascinar a generaciones venideras. Desde aquel primer libro subrayó, en una época en que la modestia y la discreción eran impuestas a las mujeres, “Soy Olga Orozco”, a través de un poema que lleva nada menos que su nombre y habla de su propia muerte en plena juventud, así como de prácticas mágicas para atraer de nuevo al amor.

Ejerció brevemente el periodismo, empleando pseudónimo, y casaría en primeras nupcias con el poeta Miguel Ángel Gómez, director de la efímera revista Canto. En la década de los sesenta fue redactora de la revista Claudia y elaboró los horóscopos –practicante de la cartomancia– del Diario Clarín entre 1968 y 1974. Lo que la llevó a explorar la prosa fueron los relatos de la abuela María
Laureana quien, según la describe, era una santa que reía como el demonio. Algunos de sus rituales de escritura podrían calificarse de supersticiosos, como el hecho de portar tres piedras durante el acto: una, de la tierra donde naciera su padre, otra, de la de su madre, y la tercera obsequiada por un amigo de la infancia a manera de despedida cuando se mudó de Toay a Bahía Blanca; acaso el Emilio a quien evoca como “este leve polvillo de violetas” en “Para Emilio en su cielo”, incluido en su primer libro. El destinado a ser su gran amor era el Valerio de sus poemas más intensos, arquitecto de apellido Peluffo, con quien se casó en 1965, y
a quien, tras su muerte en 1990, le dedicó el poema que, personalmente, considero un monumento no sólo verbal sino emotivo: “En la brisa, un momento”, incluido en uno de sus últimos libros, Con esta boca, en este mundo, de 1994: “Juguemos a que estamos perdidos otra vez entre los/

laberintos de un jardín./ Encuéntrame, amor mío, en tu tiempo presente./

Mírame para hoy con tus ojos de miel, de chispas y de claro/ tabaco/ Sé que a veces de pronto me presencias desde todas partes/ Tal vez poses tu mano lentamente como esta lluvia sobre mi/ cabeza/ o detengas tus pasos junto a mí en pálida visitación/ conteniendo el aliento/ He conseguido ver el resplandor con que te llevan cuando te persigo;/ y he oído en el pan que cruje a solas el pequeño rumor/ con que me nombras,/ tiernamente, en secreto, con tu nuevo lenguaje.

 

“...fulminante, como el golpe de gracia”.

No obstante provenir de una familia que pudiera calificarse como “feliz”, nunca echó de menos la maternidad ni parece no haberla buscado, al menos si nos atenemos a lo dicho en el relato “Había una vez”, donde se insinúa cierto desaliento ante su condición femenina, algo no frecuente en ella: “Y me enseña (madre) un abecedario cuya clave está encerrada en un lugar que ignora, y la abuela también, y la madre de la abuela, y la madre. Nadie lo heredará de mí. Yo seré la primera en desconfiar de la trampa de mi condición. Se disolverá en mi sangre”. Apolítica en apariencia –algunos pasajes de su obra pudieran interpretarse como metáforas o claves de la dictadura argentina–, sutil lamento ante los impedimentos a que suelen verse sujetas las mujeres, como esas “edades desoídas” a las que alude en su poema “La desconocida” (Desde lejos), en el que los anhelos nunca realizados adquieren jerarquía de ofrendas. La muerte, inamovible presencia en la obra de Olga Orozco, no arrebata a los seres queridos: los transforma. Por ello le pide a Valerio que le enseñe a hablar ése nuevo idioma que está dispuesta a aprender. Olga no la asocia con despojo, mucho menos con ausencia. Escribe, en efecto, con base en una experiencia personal, descartando cualquier cientificismo o alusión teológica. La espiritualidad poco tiene que ver con lo divino. Lo sagrado no necesariamente va ligado a lo religioso, ni presenta el significado que solemos darle. El amor y la muerte se parecen, dice Olga, porque “ambos multiplican cada hora y lugar por una misma […] ausencia”; porque a quien le toca permanecer en el mundo, hablando la lengua de los vivos, de todos los días, aguarda una mínima señal, “precisa, inconfundible, fulminante, como el golpe de gracia.” No se requiere abandonar la tierra para que el otro, el que se ha ido, te conduzca de la mano hasta “el jardín donde somos posibles todavía”. Este mundo es perfectamente compatible con el otro, es cuestión de aprender a percibirlo, a moverse en él sin temor y sin prejuicio.

Aunque mucho se ha escrito y hablado sobre el misticismo y la fe religiosa de Olga Orozco, tan cuestionables, considero, como su “nostalgia” (en todo caso nostalgia por la muerte y no por los muertos), poco se menciona su errancia en lo que pudiera denominarse mundo sobrenatural. Me pregunto si tendrá algo que ver con otro tópico muy recurrente tanto en su poesía como en su narrativa: la posibilidad de ser varios al mismo tiempo, por gracia de la memoria que nos provee de máscaras. A través de los recuerdos, que no nos pertenecen, es posible recuperar simultáneamente varios episodios del pasado e interactuar con los que no están físicamente… reconstruir las calles hoy desfiguradas por antiguas batallas o derrumbes. La memoria tiene el poder de colocarnos frente a la derruida vivienda de la infancia, de pronto florecida y bullanguera… de penetrar en ella y experimentar una vez más el suave roce de las manos de nuestra madre y escuchar la risa de la abuela y reencontrarse con la tía Adelaida, que tiene el poder de ponerse lágrimas en los ojos con un dedo meñique. La muerte es un retornar a la tierra. Cielo e Infierno son estados de conciencia. Lugares.

Olga Orozco acumuló un total de diez libros de poesía y dos de prosa. Fue honrada con prácticamente todos los premios importantes de su país, hasta rematar con el Juan Rulfo en 1998, que se le concedió meses antes de su muerte.

 

 

 

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