El peligro de los elogios
- Vilma Fuentes - Sunday, 26 Nov 2023 08:28



Reza el proverbio que la ociosidad es la madre de todos los vicios. Como todos los dichos populares, posee su moraleja y su verdad. También, como muchos refranes, otro refrán lo contradice. Sancho Panza es el especialista de esta sabiduría del pueblo y de la lenguas.
Cierto, el ocio puede hacer caer en cualquier vicio. Al parecer, sólo el diablo sabe por qué, el ser humano necesita ocuparse para sentirse útil y merecer, por tanto, la vida… o cualquier otra cosa que le dé la impresión de existir. Se trata, pues, de ocuparse y ocupar su tiempo. Pero ocupar un tiempo sin las cortapisas de horarios y deberes, un tiempo libre que nos deja libres para pensar y hacer lo que se nos antoje, según nuestra imaginación, requiere ingenio, fantasía… y algo de humor. Esencial esta pizca de sal para escapar al vicio y no creerse por completo lo que no es sino una sombra, una ficción, recordar que los sueños sueños son y no tomarnos en serio… lo que nosotros mismos inventamos.
En la muy hermosa y blanca ciudad de Mérida, hace muchos años, como se inician los cuentos y las leyendas, escuché decir que había dos formas de ver espejismos: primera, caminar a mediodía con la cabeza descubierta bajo el sol; segunda, escuchar con la fe del creyente los elogios que los otros nos hacen. Me bastó confirmar el primer consejo cuando quise regresar a pie de un café al lugar donde me alojaba y vi prismatizarse las casas y las calles antes de tocar a una puerta pidiendo ayuda. El segundo consejo lo confirmé, para mi suerte, en cabeza ajena.
Un grupo de ociosos, como se calificaban a sí mismos, me invitó a reunirme con ellos al caer la noche con esa tibieza envolvente donde los aromas de las flores cosquillean las ganas de reír. Sin necesidad de guiños de ojos ni alguna otra seña de complicidad, mis desocupados nuevos amigos saludaron con gusto al último de los comensales invitados a la mesa. Entre el musical murmullo de las frases inútiles que intercambiaban, las voces se elevaban solicitando al último llegado una canción. La petición se volvía exigencia: los elogios de su voz se disparaban en un concierto de juegos pirotécnicos que ruborizaba al poseedor de la voz cuyo solfeo era un abanico musical del canto de sirenas. Mareado por el palabrerío de panegíricos tan inconmensurables como incomprensibles, el hombre cedía y, a la vez confiado y vanidoso, abría la boca, solfeaba, vocalizaba, en fin: cantaba. Sus oyentes contenían la respiración, pasmados por la tesitura de bajos y agudos solfeados en trémolos de éxtasis del tenor de Mérida. ¿Quién iba a fijarse en una falsa nota o un agudo estridente cuando todo era regocijo y los asistentes quedaban boquiabiertos con la sonrisa en la garganta, ahogados de una risa silenciosa?
Los ociosos en cuestión cultivaban con sus elogios al objeto de la inocentada, la farsa. Se trataba de “cultivar” a la víctima de su broma haciéndole creer que poseía dotes excepcionales. Agregaban, con cierto pesar, que ahora no iban tan lejos como antes en su bufa. No iban a cargar con la culpa de un suicida, como el pobre inocente que se creyó un gran tenor y decidió presentarse en un teatro.
La vida de Florence Foster Jenkins, la ridícula soprano magistralmente interpretada por Meryl Streep en la película de homónima Stephen Frears, puede ser el ejemplo de una larga y gigantesca inocentada como de una de las grandes imposturas históricas. A pesar de sus falsas notas, tuvo fanáticos que llenaban las salas donde cantaba. ¿Iban porque eran pagados o para reírse de ella? ¿Podría tratarse de amigos que la “cultivaban” sin querer? ¿Cómplice de su impostura o impostora creada por gente mantenida con su fortuna?
Inocentadas y farsas para engañar a una persona o a un público. Orson Wells hará creer en la invasión de los marcianos. Un hombre vende la Torre Eiffel varias veces, pero sus ingenuos compradores prefieren olvidar el fraude sufrido en vez de que se rían de ellos. Se dice que la esposa de Antonio de Santa Anna pagaba a un puñado de personas para llenar la antesala de Su Alteza Serenísima durante su exilio en París, en una doble impostura.
Cierto, las frases ditirámbicas llueven sobre estrellas de cine, músicos y otros artistas, en fin, toda esa fauna que forma el llamado show business. Que los ídolos de la industria del espectáculo se crean los elogios es más o menos como los electores que se creen las promesas de los políticos: la creencia no afecta sino a ellos mismos. El problema surge cuando los políticos se creen las alabanzas que escuchan elevarse en su honor. Nada más peligroso para la vida democrática que la falta de crítica y de autocrítica. No sólo un politicastro corre el riesgo de transformarse en un déspota, también un político que cree servir al pueblo puede convertirse en un dictador cuando no escucha sino alabanzas a sus actos y ensalzamientos a su persona.
¿No cree usted que en una verdadera democracia deberían restringirse los elogios al mandatario y a los candidatos al puesto supremo?.