Jesús T. Acevedo, arquitecto y escritor (un texto olvidado)

- Xavier Guzmán Urbiola - Sunday, 26 Nov 2023 07:43 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Este artículo recuerda la figura y la obra de Jesús Tito Acevedo Argumosa (1882-1918), escritor y arquitecto, crítico de arte y uno de los fundadores de la Sociedad de Conferencias y del Ateneo de la Juventud, amigo de Alfonso Reyes y Diego Rivera, personaje controvertido en su época, cuya compleja personalidad, se afirma aquí, vale la pena revalorar.

 

Existe una figura enigmática entre los estudiosos de la cultura mexicana del siglo XX y específicamente entre aquellos que se han interesado en el Ateneo de la Juventud, así como en la cultura arquitectónica. Me refiero a Jesús T. Acevedo (1882-1918). Nos intriga su trabajo como arquitecto, sobre el cual hay –y hasta mueve a sospecha– muy pobres referencias. ¿Qué sucedió con sus dibujos, proyectos, con su biblioteca y archivo, si lo hubo? ¿Qué obras hizo, más allá de las pocas documentadas, y dónde están o estuvieron? Quisiéramos saber más sobre la trama de su vida, pues hay pistas insuficientes; incluso episodios concretos de su existencia asombran porque, siendo un culto profesional, se colocó en situaciones dramáticas por contrastantes, como su filiación huertista, o su ahora confirmada triste labor como violador de correspondencias privadas abusando así de su puesto como director de Correos entre 1913 y 1914. Y todo esto, porque lo poco que sabemos de su pensamiento, reunido en un único y pequeño libro póstumo, Disertaciones de un arquitecto (1920), editado por su amigo y colega Federico Mariscal, deja ver a un hombre cultísimo, visionario e incitador, que contribuyó en gran medida a actualizar el pensamiento no sólo de su profesión, sino de los estudios sobre lo clásico en las artes plásticas y la literatura. Baste decir que fue uno de los pioneros en la valoración de la arquitectura colonial mexicana y en el entendimiento de la misma como el fundamento arquetípico para hacerla “evolucionar”. Según Alfonso Reyes no conoció mejor conversador “y he conocido a muchos”; según Julio Torri dominó “como ninguno la literatura francesa”; según Genaro Estada convenía hacer el esfuerzo de reunir más ejemplos de su obra escrita para que no cayera en el olvido.

Así, por lo mencionado, se entenderá que Acevedo fue un simple ser humano; su personalidad conjuntó alturas enormes y bajezas lamentables que, al inicio de la segunda década del siglo XX, estaban aún presentes. No había la serenidad indispensable para valorarlo. Las sospechas, recelos e incomprensión abundaban. José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública, al contratar a Federico Gamboa, inició por entonces la generosa reconciliación de los intelectuales revolucionarios con algunos de sus antagonistas durante el, diría Reyes, “pasado inmediato”. En la correspondencia entre Reyes y Estrada, así como en la que sostuvo el mismo regiomontano con Torri, hay una serie de referencias, desde 1914, sobre lo que Reyes debió considerar intentos compartidos por rehabilitar al querido amigo común echando luz a sus inocultables sombras. Así, diez años más tarde, en fecha tan precisa como el 28 de marzo de 1925, muerto ya Acevedo, Reyes urgía a Estrada a darle noticias sobre un proyecto frustrado por desgracia: “¿qué pasó con el libro de Acevedo que formamos entre Julio y yo?” Es una pena que no se concretara, porque la buena pluma de Acevedo merecía otra suerte, pues en opinión del mismo Reyes un año antes, en julio de 1924:

El volumen de artículos que alguna vez ha de publicarse, hijo de los obligados ocios de Madrid –donde este lector de los simbolistas franceses quiso cambiar unos días el grafio por la pluma–, es un documento curioso para la literatura mexicana y tendrá el sabor de una sorpresa.

Durante su exilio en España (1914 a 1917), el arquitecto escribió y publicó en periódicos y revistas una serie de textos sobre diversos temas. Reyes tenía bien fundamentadas sus opiniones, ya que no sólo lo leyó, sino que recortó algunos de aquellos artículos con todo afecto y los pegó en un álbum. Se publicaron en El Fígaro en 1915, pero desconozco la fecha exacta. Era la época de sus paseos con Diego Rivera, su viejo compañero en la Academia de San Carlos, en que este último pintó el retrato cubista de Acevedo que conocemos como El arquitecto; es el momento de la reproducción de los cuadros de El Prado para entretener los domingos a las familias al lado de Reyes y Martín Luis Guzmán, pues los tres eran vecinos.

He querido exhumar sólo uno de esos artículos (Reyes con su pluma fuente y su identificable caligrafía lo tituló “El Paisaje del Este”), porque creo como el regiomontano, Estrada y Torri, que ayuda a entender la compleja personalidad y múltiples intereses de este arquitecto técnico y humanista. El texto de Acevedo es “descriptivo”, así coincidían Reyes y Estrada al calificar el carácter de la prosa de su amigo. Aspira a transmitir su asombro y pasión por el paisaje castellano utilizando la prosa poética. Acevedo fotografió con palabras un instante, un atardecer y la conmovedora vejez de los elementos que enumera. La pobreza y la esencia elemental de sus ingredientes le parecía que producían su sencillez. Si se lleva más lejos el calificativo “descriptivo”, este juicio hace evidente la formación y cultura visual de Acevedo y, si se friccionan las impresiones que el autor plasma con algunas de sus ideas expresadas en la conferencia, sin fecha, que dictó a los estudiantes de la Nacional Preparatoria de Ciudad de México sobre las “ventajas e inconvenientes de la carrera de arquitecto”, texto que se conoce desde 1920, pues está incluido en Disertaciones, saltará a la vista claramente el parentesco entre este artículo y su disertación. Por ejemplo, cuando recomienda no sólo observar el paisaje, sino “idolatrar la naturaleza”, donde se proyectará y construirá, pues de ella “recibiréis consejos que ningún maestro podrá deciros”. Acevedo hace aquí eso, embelesarse con el paisaje español y, al transmitirlo, no ya para usarlo en un proyecto u obra, sino como ejercicio de escritura, es cierto que intentaba cambiar el grafito, sus escuadras, reglas y compases por la pluma para hacer literatura. Hay que decir que al congelar casi fotográficamente la casa campesina que observa, el trazo de los caminos, el mobiliario público (el farol), es claro que estaba hablando el arquitecto.

Pasaron casi treinta años y el 10 de marzo de 1955 Reyes escribió a Torri: “yo tengo tres cosas (sic) más de Acevedo, todas de ese mismo momento, Madrid, 1915, breves y preciosas”. Nadie hasta ahora las ha reunido con el corpus de documentos que conocemos de él.

Quede aquí constancia de este pequeño homenaje al trabajo y a la compleja personalidad de Jesús Tito Acevedo Argumosa para que sigamos intentando entenderlo, pues estoy seguro de que vale la pena, de modo que no sencillamente lo condenemos por su filiación política, por violar un acuerdo sagrado de respeto a la privacidad al haber ordenado abrir la correspondencia ajena, o lo estudiemos de manera superficial repitiendo lugares comunes.

 

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