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- Luis Tovar | @luistovars - Saturday, 02 Dec 2023 21:56 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Historias de la tribu

 

De origen algonquino –cultura ancestral del este canadiense, el vocablo “tótem” designa al animal u objeto que una tribu ha tomado como emblema protector, y simultáneamente a la figura tallada en madera que lo representa. Si se acepta que la familia –no la llamada nuclear sino la extensa, incluyendo abuelos, tíos, primos y sobrinos, tanto consanguíneos como “políticos”– es el equivalente contemporáneo de lo que fueron las tribus, es perfectamente comprensible que Lila Avilés haya nombrado así, Tótem, a su segundo largometraje de ficción, ganador en el reciente Festival de Cine de Morelia y estrenado recientemente en cartelera.

Visitado con mucha frecuencia –en el mismo FICM hubo al menos otro ejemplo– y precisamente derivado de tal reiteración, el tema eje de Tótem representa un desafío para quien se decida a abordarlo sin caer en facilismos, sensiblerías o repetición de fórmulas que ya se han vuelto pasto del cliché. Avilés logra evitar las antedichas taras al valerse de ese tema –el vínculo padre/hija, pleno de aristas y vericuetos– como punto de partida y detonante a la vez de otro más amplio, que contiene al anterior y, por cierto, no es menos complejo: la familia o, más precisamente dicho, sus múltiples dinámicas y problemáticas, tantas como elementos sean parte de ella.

Dos decisiones, una de orden formal y otra argumental, apoyan el acierto de la directora: todo sucede un día en especial, con un motivo concreto, y tiene lugar en la casa paterna, esa misma que en la vida fuera de la pantalla, y al menos en la mayoría de los casos, suele ser el centro físico y emocional de la tribu. Esa unidad espaciotemporal permite a su vez ejecutar con mayores control y eficacia la decisión de argumento consistente en el recurso –nada sencillo– de darle presencia, voz y, sobre todo, densidad y peso específico no sólo a un par de personajes centrales –tres cuando mucho en infinidad de otros filmes–, sino al concierto de caracteres, modos de ser, comportarse y pensar de los ahí presentes, desde un abuelo/patriarca en retiro poco menos que definitivo de sus funciones, hasta una niña cuyo nombre, Sol, dice mucho de su manera de estar en el mundo. En el ínter generacional entre ambos, giran y se entrecruzan las órbitas de la madre, las tías, los primos y, más adelante en la trama –que comienza temprano ese día especial antes aludido–, también de los cercanos a la tribu, sean parientes políticos, amigos añejos y recientes de los que acaba uno considerando hermanos.

Si la metáfora de planetas y satélites en órbita vale, ninguno de los mencionados hasta aquí fungiría como la estrella al centro, pues ese papel le corresponde no al Sol de la pequeñita que va descubriendo, al comenzar a reproducirlas, los usos y costumbres y la idiosincrasia familiares, sino a otro astro que se encuentra en pesarosa e irrefrenable decadencia, como todas las estrellas: el padre de Sol, enfermo terminal, es quien ha convocado –aun contra su voluntad, más bien impelido por la cohorte de los suyos, que así quiere hacerlo sentir todavía participante de la cotidianidad y sus asuntos– a los presentes para festejar su cumpleaños.

Celebración de la vida donde la muerte se asoma, la fiesta transcurre y entonces mesas en el jardín, comelitón, bebidas, pastel con velas, “ya los pajarillos cantan, la luna ya se metió”... y dentro de la casa, ya maduro el festejo, Sol y su madre le dan como regalo insuperable la composición de un tótem formado por ellas mismas, de un solo y pequeño rostro de cabellos locos, que sin cantar canta un aria tan triunfante y alegre como ambas quisieran que fuese todavía él, padre y esposo debilísimo pero sonriente que las mira, les aplaude, las abraza, hasta que.

Después de su magnífico debut largoficcionista –con la no menos notable La camarista (2018)– Lila Avilés refrenda su posición como una de las cineastas contemporáneas más capaces, propositivas y sensibles.

 

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